sábado, marzo 22, 2008

“La Concha y el Reverendo”, de Antonin Artaud






Dos caminos parecen ofrecerse actualmente al cine, y ninguno de los dos es el verdadero.

Por una parte, el cine puro o absoluto y, por la otra, esa especie de arte venial híbrido que se obstina en traducir en imágenes más o menos afortunadas situaciones psicológicas que estarían perfectamente en su lugar sobre un escenario o en las páginas de un libro, mas no en la pantalla, no existiendo apenas más que como reflejo de un mundo que extrae de otra parte su materia y su sentido.

Está claro que todo lo que se ha podido ver hasta ahora bajo la etiqueta de cine abstracto o puro está muy lejos de responder a lo que aparece como una de las exigencias esenciales del cine. Pues en la medida en que se sea capaz de concebir y asumir la abstracción en que consiste el espíritu del hombre, sólo se podrá permanecer insensible ante líneas puramente geométricas, sin valor significativo por sí mismas, y que no pertenecen a una sensación que el ojo de la pantalla pueda reconocer y catalogar. Por profundamente que se pueda penetrar en el espíritu, se encuentra en el origen de toda emoción, incluso intelectual, una sensación afectiva de orden nervioso que comporta el reconocimiento en un grado elemental quizá, pero en todo caso sensible, de algo sustancial, de una cierta vibración que recuerda siempre estados, sea conocidos, sea imaginados, estados revestidos de una de las múltiples formas de la naturaleza real o soñada. El sentido del cine puro estaría, pues, en la restitución de un cierto número de formas de este orden, en un movimiento y siguiendo un ritmo que constituya el aporte específico de este arte.

Entre la abstracción visual puramente lineal (y un juego de luces y sombras es como un juego de líneas) y el film con fundamentos psicológicos que narra el desarrollo de una historia dramática o no, hay lugar para un esfuerzo hacia el cine verdadero del que nada en las películas presentadas hasta hoy hace prever la materia o el sentido.

En los films de peripecias, toda la emoción y todo el humor descansan únicamente en el texto, con exclusión de las imágenes; con muy escasas excepciones, casi todo el pensamiento de un film está en los subtítulos, incluso en los films sin subtítulos; la emoción es verbal, busca la iluminación o el apoyo de las palabras porque las situaciones, las imágenes, los actos giran todos en torno de un sentido claro. Estamos a la búsqueda de un film con situaciones puramente visuales y en que el drama surgiera de un contraste hecho para los ojos, extraído, si puede decirse, en la sustancia misma de la mirada, y que no proviniera de circunloquios psicológicos de esencia discursiva y que son simplemente textos traducidos visualmente. No se trata de encontrar en el lenguaje visual un equivalente del lenguaje escrito en que el lenguaje visual no sería más que una mala traducción, sino antes bien de hacer patente la esencia misma del lenguaje y de transportar la acción a un plano donde toda traducción fuera inútil y donde esta acción actuase casi intuitivamente sobre el cerebro.

Yo he tratado, en el guión que sigue, de realizar esta idea del cine visual, donde la misma psicología es devorada por los actos. Sin duda, este guión no realiza la imagen absoluta de todo lo que puede hacerse en ese sentido, pero al menos la anuncia.

No es que el cine deba prescindir de toda psicología humana: no es este su principio, muy al contrario, sino el de dar a esta psicología una forma mucho más viva y activa, y sin esas ligaduras que tratan de hacer aparecer los móviles de nuestros actos con una luz absolutamente estúpida en lugar de desplegarlos ante nosotros en toda su original y profunda barbarie.

Este guión no es la reproducción de un sueño y no debe ser considerado como tal. Yo no trataré de excusar su incoherencia aparente por la escapatoria fácil de los sueños. Los sueños tienen algo más que su lógica. Tienen su vida, en que no aparece más que una inteligente y oscura verdad. Este guión busca la verdad oscura del espíritu, a través de imágenes surgidas únicamente de sí mismas, y que no extraen su sentido de la situación en que se desarrollan, sino de una especie de necesidad interior y poderosa que las proyecta a la luz de una evidencia sin apoyos.

La piel humana de las cosas, la dermis de la realidad, he aquí con qué juega el cine en primera instancia. Exalta la materia y nos hace aparecer en su espiritualidad profunda, en sus relaciones con el espíritu de donde ha surgido. Las imágenes nacen, se deducen las unas de las otras, en tanto que imágenes imponen una síntesis objetiva más penetrante que cualquier abstracción, crean mundos que no piden nada a nadie ni a nada. Pero de este juego puro de apariencias, de esta especie de transubstanciación de elementos, nace un lenguaje inorgánico que conmueve por ósmosis al espíritu y sin ninguna especie de transposición en las palabras. Y por el hecho de que juega con la materia misma, el cine crea situaciones que provienen de un simple choque de objetos, de formas, de repulsiones, de atracciones. No se separa de la vida, pero reencuentra la disposición primitiva de las cosas. Los films más acertados en este sentido son aquellos en que reina un cierto humor, como los primeros Malec, como los menos humanos de Charlot. El cine esmaltado de sueños, y que os transmite la sensación física de la vida pura, encuentra su triunfo en el humor más excesivo. Una cierta agitación de objetos, de formas, de expresiones sólo se traduce bien en las convulsiones y sobresaltos de una realidad que parece autodestruirse con una ironía donde se oye gritar a las extremidades del espíritu.

El objetivo descubre a un hombre vestido de negro y ocupado en verter un líquido en vasos de altura y anchura diferentes. Para este transvase se sirve de una especie de valva de ostra y rompe los vasos en cuanto los ha utilizado. El amontonamiento de frascos que hay junto a él resulta increíble. En un momento dado se ve abrirse una puerta y aparecer un oficial de aire bonachón, plácido, ampuloso, y recargado de condecoraciones. Arrastra tras de sí un enorme sable. Está allí como una especie de araña, tan pronto en los rincones oscuros, como en el techo. A cada nuevo frasco roto corresponde un salto del oficial. Mas he aquí que el oficial está a la espalda del hombre vestido de negro. Le quita la valva de ostra de las manos. El hombre se deja hacer con un particular asombro. El oficial da unas vueltas por la sala con la concha, después súbitamente, sacando su espada de la vaina, la rompe de un terrible sablazo. La sala entera tiembla. Las lámparas vacilan y sobre cada una de las imágenes de temblor se ve centellear la punta de un sable. El oficial sale con lento paso y el hombre vestido de negro, cuyo aspecto es muy cercano al de un clergyman, sale tras él a cuatro patas.

Sobre el adoquinado de una calle se ve pasar al reverendo a cuatro patas. Ángulos de calles se trasladan ante la pantalla. De golpe aparece una calesa tirada por cuatro caballos. En esta calesa, el oficial se hace un momento con una bellísima mujer de blancos cabellos. Escondido en una esquina el reverendo ve pasar la calesa, la sigue corriendo a todo correr. La calesa llega ante una iglesia. El oficial y la mujer, tras apearse, entran en la iglesia, se dirigen hacia un confesionario. Entran los dos en el confesionario. Pero en este instante el reverendo salta, se lanza sobre el oficial. El rostro del oficial se agrieta, se llena de granos, se expande; el reverendo ya no tiene entre sus brazos a un oficial, sino a un cura. Parece que la mujer de blancos cabellos no ve a este mismo cura, sino que lo ve de otra manera y así se verá en una sucesión de primeros planos, la cabeza del cura, dulce, acogedora cuando es vista por la mujer, y ruda, amarga, terrible a los ojos del reverendo. La noche cae con una sorprendente brusquedad. El reverendo levanta al cura en lo alto de sus brazos y lo balancea; y a su alrededor la atmósfera se hace absoluta. Se encuentra en la cima de una montaña; en sobreimpresión, a sus pies, una maraña de ríos y llanuras. El cura abandona los brazos del reverendo como un obús, como un tapón que estalla y cae vertiginosamente al espacio.

La mujer y el reverendo rezan en el confesionario. La cabeza del reverendo se mueve como una hoja y súbitamente se diría que algo comienza a hablar en él. Se arremanga y, suavemente, irónicamente da tres pequeños golpes en las paredes del confesionario. La mujer se levanta. Entonces, el reverendo da un puñetazo y abre la puerta como un exaltado. La mujer está delante de él, mirándole. Él se lanza sobre ella y le arranca su corpiño, como si quisiera herirla en los senos. Pero sus senos se han cambiado en un caparazón de conchas. Él arranca este caparazón y lo agita en el aire, centelleante. Lo sacude frenéticamente en el aire y la escena cambia, mostrando una sala de baile. Entran parejas, unas misteriosamente, andando de puntillas, otras con sumo ajetreo. Las lámparas parecen seguir el movimiento de las parejas. Todas las mujeres van vestidas de corto, muestran sus piernas, arquean sus pechos y llevan los cabellos cortados.

Una pareja de reyes hace su entrada; el oficial y la dama de hace un momento. Se colocan sobre un estrado. Las parejas están ardientemente enlazadas. En un rincón, un hombre completamente solo, en medio de un gran espacio vacío. Lleva en la mano una valva de ostra, cuya contemplación le absorve extrañamente. Poco a poco descubrimos en él al reverendo. Pero, trastornándolo todo a su paso, he aquí a ese mismo reverendo que entra llevando en la mano el caparazón con que jugaba tan frenéticamente un poco antes. Levanta el caparazón al aire como si quisiera golpear con él a una pareja. Pero en este instante, todas las parejas se congelan, la mujer de cabellos blancos y el oficial se disuelven en el aire y la mujer reaparece en el otro extremo de la sala en el marco de una puerta que acaba de abrirse.

Esta aparición parece aterrorizar al reverendo. Deja caer el caparazón que lanza al romperse una llamarada gigantesca. Después, como atacado por un sentimiento de pudor imprevisto hace el gesto de atraer hacia sí sus vestidos. Pero en la medida en que toma los faldones de su ropaje para colocarlos sobre sus muslos, se diría que dichos faldones se alargan y forman un inmenso camino de noche. El reverendo y la mujer corren enloquecidos en la noche.

Su carrera se corta por sucesivas apariciones de la mujer en actitudes diversas: tan pronto con una mejilla hinchada, tan pronto sacando una lengua que se alarga hasta el infinito y de la que se cuelga el reverendo como de una cuerda. Tan pronto con el pecho horriblemente henchido.

Al fin de la carrera, se ve al reverendo desembocar en un pasillo y la mujer tras él, nadando en una especie de cielo.

Súbitamente una gran puerta, toda revestida de hierro. La puerta se abre bajo un invisible impulso y se ve al reverendo caminando hacia atrás y llamando delante de él a alguien que no acude. Entra en una gran sala. En esta sala hay una inmensa esfera de cristal. Se acerca a ella, de espaldas, llamando siempre con el dedo a la persona invisible.

Se siente que la persona está cerca de él. Sus manos se elevan en el aire como si abrazase un cuerpo de mujer. Después, cuando está seguro de tener agarrada la sombra, esta especie de doble que no se ve, se lanza sobre ella, la estrangula con expresiones de un tremendo sadismo. Y se siente que introduce la cabeza cortada en el tarro.

Lo encontramos de nuevo por los pasillos, con aire desenvuelto y haciendo girar entre sus manos una gruesa llave. Enfila un pasillo, al fondo de este pasillo hay una puerta, abre la puerta con la llave. Después de esta puerta, otro pasillo, al fondo de este pasillo hay una pareja en la que descubre de nuevo a la misma mujer con el oficial cargado de condecoraciones.

Comienza un persecución. Pero una multitud de puños sacuden una puerta. El reverendo se encuentra en el camarote de un barco. Se levanta de su litera, sale al puente del navío. El oficial está allí, cargado de cadenas. Parece entonces que el reverendo se recoge y reza, pero cuando alza de nuevo la cabeza, a la altura de sus ojos, dos bocas que se juntan le revelan al lado del oficial la presencia de una mujer que hace un momento no estaba allí. El cuerpo de la mujer reposa horizontalmente en el aire.

En ese momento un paroxismo hace presa en él. Parece que los dedos de cada una de sus manos buscan un cuello. Pero entre los dedos de sus manos, cielos, paisajes fosforescentes, y él completamente blanco y con toda la apariencia de un fantasma, pasa con su navío bajo bóvedas de estalactitas.

El navío visto de muy lejos sobre un mar de plata.

Y se ve en primer plano la cabeza del reverendo acostado y respirando.

Del fondo de su boca entreabierta, del hueco entre sus pestañas se desprenden como humaredas relucientes que se juntan todas en un ángulo de la pantalla, formando como un decorado de ciudad, o paisajes extremadamente luminosos. La cabeza acaba por desaparecer completamente y casas, paisajes y ciudades se persiguen, enlazándose y desenlazándose, forman en una especie de firmamento increíble de celestes lagunas, grutas con estalactitas incandescentes y bajo esas grutas, entre esas nubes, en medio de esas lagunas, se ve la silueta del navío que pasa una y otra vez, negro sobre el fondo blanco de las ciudades, blanco sobre los decorados de visiones que súbitamente se vuelven negras.

Pero por doquier se abren puertas y ventanas. Oleadas de luz entran en la habitación. ¿Qué habitación? La habitación de la esfera de cristal. Criadas, sirvientas invaden la sala con escobas y cubos, se precipitan a las ventanas. Por todas partes se agitan intensa, frenética, apasionadamente. Una especie de ama de llaves, rígida, toda vestida de negro, entra con una biblia en la mano y va a instalarse junto a una ventana. Cuando podemos distinguir su rostro descubrimos que es de nuevo la misma bella mujer. Afuera, en un camino, vemos un cura apresurado, y más lejos una muchacha en traje de jardín, con una raqueta de tenis. Está jugando con un joven desconocido.

El cura entra en la casa. De todas partes surgen criados y acaban por formar una fila impresionante. Pero por las necesidades de la limpieza surge la necesidad de cambiar de sitio la esfera de cristal que resulta ser simplemente un recipiente lleno de agua. Pasa de mano en mano. Y por momentos parece que dentro se moviera una cabeza. El ama de llaves manda llamar a los jóvenes que están en el jardín, allí está el cura. Y de nuevo son la mujer y el reverendo. Parece que los van a casar. Pero en este momento por todos los ángulos de la pantalla se amontonan y aparecen las visiones que cruzaban el cerebro del reverendo cuando dormía. La pantalla se rompe en dos por la aparición de un inmenso navío. El navío desaparece, pero de una escalera que parece subir hasta el cielo desciende el reverendo sin cabeza y llevando en la mano un envoltorio de papel. Llegado a la sala, donde todo el mundo está reunido, descubre el paquete y saca la esfera de vidrio. La atención de todos llega al límite. Entonces se inclina hacia el suelo y rompe la bola de cristal: de ahí surge una cabeza que no es otra, sino la suya.

La cabeza hace una mueca horrorosa.

La sostiene en la mano como un sombrero. La cabeza descansa sobre una concha de ostra. Al acercar la concha a sus labios, la cabeza se funde y se transforma en una especie de líquido negruzco que él sorbe cerrando los ojos.

















2 comentarios:

Cultura e civiltà italiane dijo...

Hola a todos. Soy Carlos, de Venezuela. Me gustaría saber quién ha escrito este artículo y sus datos de contacto. Gracias.

Colectiva. Observatorio Cultural Feminista dijo...

Este post es uno de los capítulos que pertenece al libro de Antonin Artaud titulado El Cine, editado por Alianza Editorial. Saludos