viernes, septiembre 28, 2007

“La oscura luz de Blanchot”, de Blas Matamoro




A Maurice Blanchot le ha tocado pertenecer a una promoción de notorios letrados franceses: Sartre, Beauvoir, Nizan, Lévi-Strauss, Lacan. De mozo, se codeó con los surrealistas. En Alemania estudió a Heidegger y a Husserl. Se hizo amigo de Bataille, un anarquista tentado por el autoritarismo. De hecho, en su juventud, Blanchot perteneció a grupos de extrema derecha. Una enfermedad igualmente juvenil lo volvió frágil, huidizo. Apenas conocemos una foto suya y un filme documental que le organizó Hugo Santiago Muchnik. En esa debilidad hurgó una larga supervivencia y murió casi centenario. Respetado pero nada evidente, siempre dudábamos si permanecía en el mundo de los vivos. Dicho de otra manera: se las ingenió para habitar ese confín de la vida con la no vida.

Fuera de la congruencia. De sus comienzos quedan algunas novelas que podemos adjetivar de filosóficas: Tomás el oscuro, Aminadab. Luego se afianzó en el ensayo: Pasos en falso, La parte del fuego, La entrevista infinita (entretien: entretenimiento, empresa, sustento), El libro por venir, Lautréamont y Sade, Kafka, El espacio literario, La amistad, La comunidad inconfesable, todos ellos accesibles en castellano. Pasó junto a sucesivas modas culturales sin envolverse en ellas. Si recabamos sus fuentes, puede sorprendernos su heterogeneidad: Artaud, Hölderlin, Mallarmé, Kafka. De Heidegger heredó la profesión de dar vuelta a las palabras, no como hermeneuta ni filólogo sino para que ellas dialogaran entre sí. Heideggeriano pero del costado Gadamer: pensar es conversar, discutir, hacerlo contra sí mismo. Nos habituó a pensar fuera de la congruencia, de la coherencia, en el partido de la oposición que empieza por definirnos como opositores de nosotros mismos. En esto, quizá deba lo suyo a Nietzsche. Y, ya que estamos, a Valéry, que buscaba en la oscura profundidad lo inagotable posible.

Temblores históricos. También, como a casi todos los habitantes del siglo XX, le tocó avecindarse con revoluciones y otros temblores históricos. Se encendió la «absoluta y terrible luz del origen», realización y, por ello, muerte de la filosofía. En especial le atrajo la Revolución Rusa, la que define como epifanía y apoteosis de un logos: llevar al poder al oprimido hombre de trabajo y necesidad, héroe moderno que domina a la naturaleza auténtica, y a la falsa (la que llamamos sociedad) por medio de la omnipotencia del pensamiento. El estalinismo, luego, lo hizo dogma terrorista, reduciendo a la insignificancia el pensar crítico de Marx y convirtiendo la sociedad en un campamento militar. Toda la vida humana se volvió pública y se sometió al rigor de los reglamentos castrenses. Blanchot vio cerrarse un círculo sugestivo y tremendo: esta sociedad revolucionada por el comunismo tuvo la misma extrema rigidez de la obra de arte, solo que excediendo su ámbito estético y ocupando todos los espacios.

Marx imaginó una sociedad en que los hombres fueran iguales, hermanos y amigos entre sí: una literatura. En manos del KGB se tornó dogma, reducida a un engendro, el materialismo dialéctico. La historia, contra lo previsto por Hegel y aceptado por Jaspers -una devoción blanchotiana más- desapareció en las tinieblas de la prehistoria. De ambos maestros Blanchot admitió la fórmula de que es inútil cualquier revolución sin reforma, sin una íntima transformación moral de la humanidad que pueda hacerse cargo, por ejemplo, del riesgo atómico y ecológico, única manera de seguir manteniendo su dignidad y su derecho a subsistir. Desde luego, sin perder de vista que sólo el hombre puede deshumanizarse y deshumanizar al semejante. Por fin, Blanchot diseñó una pregunta: ¿pueden aunarse la praxis política inmediata, la mediatez de la ciencia y el lento discurrir de la historia?

Escribir en la tiniebla. Hay que escribir en la tiniebla, de codos sobre la mesa solitaria, a partir del silencio, dando a la palabra una oportunidad de renacimiento. Así trabaja el arte, sustrayendo a la efímera realidad, traída y llevada por el tiempo, un don de imaginario origen, ese lugar donde nunca estuvo nadie y del cual todos tenemos nostalgia. Esta palabra fue inventada en 1688 por un estudiante de medicina. Fue en Basilea y el chico tenía diecinueve años. La definió como una enfermedad que afecta a los mercenarios, a las muchachas que sirven en tierra extraña como ellos, a los exilados, a los emigrantes, a los extranjeros. Ahí queda eso. Blanchot pudo inclinarse al nihilismo porque nunca le valieron de apoyo las Grandes Causas, Dios o la Madre Naturaleza. No lo hizo. Prefirió pensar en el ser humano como una criatura (de la Historia, del Creador, de las Fuerzas Telúricas, tanto da) lanzado hacia un porvenir habitado por los posibles. Le otorgó una tarea privilegiada: la obra de arte.

Permanencia romántica. Parece una herencia romántica, pero se trata de una permanencia romántica, que no resulta lo mismo. Ciertamente, de Kafka tuvo en cuenta el dictamen: escribir como si estuviéramos muertos. Ya Chateaubriand había propuesto instalarse en la ultratumba para rememorar. De este viaje al más allá se vuelve al más acá con un puñado de páginas escritas que son capaces de zafarse del tiempo, sus usuras, sus agresiones, su definitiva extinción. A veces, no hay estricta escritura, hay música -signos que se significan a sí mismos, que son un mundo, en tanto la palabra trata de hacer lo mismo y no puede: significa al mundo- o memorables garabatos que nos asombran por su presencia aunque daten de milenios: el bisonte de Altamira.

Fue, además, definidor de la modernidad, una empresa que anhela desesperadamente la plenitud, la producción de objetos que llenen o, al menos, enmascaren, el vacío. En estos tiempos a veces atolondradamente definidos como posmodernos, halló que sobraban ideas y faltaba verdad. Insistió en su búsqueda de la inhallable Verdad, una ética de la veracidad. Se valió de las palabras, que nunca terminan de decir lo que dicen, como se comprueba leyendo estas líneas. Y, por ellas, accedió al Ser que nunca termina de ser.

Le debemos trabajos ineludibles sobre algunos de los maestros del siglo XX: Musil, Thomas Mann, Henry James. Tampoco le han faltado reflexiones sobre Borges, sobre todo cuando Funes el memorioso o el descubridor del Aleph, un poetastro de apellido Daneri, intentan enumerar con nuestras contadas palabras el inconcebible, incontable, incesante universo. Quizá le faltó una más decisiva compañía: el ya citado Valéry. Y un excelente cofrade, capaz de alta poesía: Octavio Paz. Pero no pidamos ser exhaustivo a quien practicó la infinita entrevista con nosotros mismos, acaso una de las mejores definiciones de la historia, más tangible que el devenir contradictorio del Espíritu hacia el reposado Absoluto hegeliano. Un libro imposible transformado en obra.












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