viernes, diciembre 29, 2006

"Hocus Pocus", de Kurt Vonnegut

Fragmento inicial, 1



Lo cierto es que el Mundo se va a acabar, un acontecimiento esperado con júbilo por muchos. Se terminará muy pronto, pero no en el año 2000, que ya vino y se fue. De lo que infiero que Dios Todopoderoso no es muy ducho en Numerología.

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El abuelo Benjamin Wills murió en 1948, cuando yo tenía 8 años de edad, pero no lo hizo sin antes asegurarse de que me sabía de memoria las palabras más famosas pronunciadas por Debs:

“Mientras exista una clase inferior, perteneceré a ella. Mientras haya un elemento criminal, estaré hecho de él. Mientras permanezca un alma en prisión, no seré libre”.

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A pesar de mi tocayo Debs, nunca he sido alguien a quien se pueda acusar de subversivo. De los 21 a los 35 años de edad, fui un soldado profesional, Teniente en el Ejército de los Estados Unidos. Durante esos 14 años, hubiera matado al mismísimo Jesucristo, si me lo hubiera ordenado un oficial superior. Cuando tuvo lugar el abrupto, humillante y deshonroso final de la Guerra de Vietnam, yo era Teniente Coronel, con 1000es y 1000es de subordinados a mi mando.

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En el transcurso de esa guerra, que no fue otra cosa que un negocio de municiones, supongo que existió una microscópica posibilidad de que haya alcanzado, durante un ataque con fósforo blanco o en un bombardeo con napalm, a un Jesucristo que hubiese estado de regreso.

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Aunque nunca quise ser un soldado profesional, me convertí en uno bueno, si es que puede haber tal cosa. La idea de que yo debería asistir a West Point surgió tan inesperadamente como el final de la Guerra de Vietnam, durante mi último año de estudios en la escuela de segunda enseñanza. Tenía todo listo para acudir a la Universidad de Michigan, donde tomaría cursos de Inglés, Historia y Ciencias Políticas, y trabajaría en el periódico estudiantil, en preparación para la carrera de periodista.

Pero de repente mi padre, quien era un ingeniero químico involucrado en la fabricación de plásticos con un periodo de vida media de 50000 años, y un ser tan lleno de excremento como un pavo de Navidad, dijo que yo debería estudiar en West Point. Él nunca estuvo en el Ejército. Durante la Segunda Guerra Mundial, fue tan valioso como civil creador de sustancias químicas que no mereció ser enfundado en traje de soldado, ni convertido en 13 semanas en un imbécil suicida y homicida.

Yo había sido aceptado en la Universidad de Michigan, cuando surgió de la nada este ofrecimiento de asistir a la Academia Militar de los Estados Unidos. La propuesta se planteó en un momento de abatimiento en la vida de mi padre, en una etapa en la que necesitaba algo de qué jactarse y que impresionara a nuestros cándidos vecinos, quienes sin duda creían que estudiar en West Point constituía un gran premio, algo así como ser contratado por un equipo profesional de béisbol.

En consecuencia, mi padre aseveró, tal como yo hice más tarde ante los relevos de infantería recién desembarcados en Vietnam: “Ésta es una gran oportunidad”.

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Dado un mundo perfecto, en verdad me hubiera gustado ser pianista de jazz. Quiero decir jazz. No rocanrol. Me refiero a la música siempre original que el pueblo negro de Estados Unidos dio al mundo. Toqué el piano en una banda integrada por músicos blancos, en mi escuela de Midland City, Ohio, a la que asistían exclusivamente alumnos blancos. Nos llamábamos “Los Mercaderes del Alma”. ¿Qué tan buenos éramos? Teníamos que ejecutar la música popular de la gente blanca o nadie nos hubiera contratado. Pero, de vez en cuando, nos desviábamos hacia el jazz. Nadie parecía notar la diferencia. En esas ocasiones, nos enamorábamos de nosotros mismos. Caíamos en éxtasis.

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Mi padre nunca debió hacerme ir a West Point. No importa lo que le haya hecho al ambiente con sus plásticos no degradables. ¡Miren lo que me hizo a mí! ¡Qué papanatas era! Y mi madre siempre estuvo de acuerdo con las decisiones por él tomadas, lo que la convertía en otra tonta de capirote.

Murieron hace 20 años en un extraño accidente, cuando les cayó encima el techo de una tienda de regalos situada en el lado canadiense de las Cataratas del Niágara, a las que los indios de este valle solían llamar “Castor de Trueno”.

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No hay términos indecentes en este libro, excepto “infierno” y “Dios”, por si alguien teme que algún niño inocente pueda ver 1. La expresión que utilizaré para referirme al final de la Guerra de Vietnam es la siguiente: “Cuando el excremento llegó al aire acondicionado”. Quizá el único precepto que me enseñó el abuelo Wills y que he respetado durante toda mi vida adulta es aquél que reza que las palabrotas y las obscenidades autorizan a las personas que no quieren oír información desagradable a hacerse las sordas y ciegas.

Los soldados más despiertos que estuvieron bajo mi mando en Vietnam comentarían con cierto asombro que yo nunca utilicé groserías, lo que me diferenciaba de cualquier otro sujeto del Ejército. Tal vez se hayan preguntado si esto se debía a que yo era un hombre religioso.

Al respecto, les contestaría que la religión no tuvo nada que ver. De hecho, mi postura es muy parecida a la de un Ateo, como la del padre de mi madre, aunque esta afirmación la guardo para mí mismo. ¿Para qué discutir con alguien sobre la probabilidad de alguna clase de Vida Después de la Muerte?

“No digo indecencias”, les respondería. “Y eso se debe a que tu vida y la de aquéllos que te rodean puede depender de que entiendas lo que te digo. ¿De acuerdo? ¿De acuerdo?”.



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