Walter Benjamin, que se suicidó en Port Bou acorralado por los nazis, no era un inexperto. Según Susan Sontag, quien escribió un ensayo notable acerca de su carácter melancólico, el tipo había probado, cerca de los treinta, cómo era enfrentarse con la vereda de la muerte sin un resultado concluyente (después, claro, se trató de lo mismo pero mediado por la dignidad que en ciertas ocasiones aportan las circunstancias). A veces, doy en pensar en que hay reacciones opuestas para hechos parecidos y eso me resulta sorprendente. Benjamin cargaba sus libros a todos los lugares a los que iba (de Berlín a Moscú, donde escribió aquel diario). Eso, en los años treinta, seguramente era algo complicado. ¿Qué puede haber de extraño, en una biblioteca, más allá de la obvia selección de las inclusiones, de la lógica propia, de la casualidad? ¿Y qué tiene que ver eso, la colección –que para Benjamin sería un conflicto, quizás, por tratarse de una copia imperfecta de la acumulación capitalista–, con el impulso hacia el final? ¿Qué cosa une una biblioteca con una muerte, qué marca la diferencia entre una que se arma por elección y la que va aumentando por adición desmedida e irracional (las ofertas y el trabajo, por ejemplo)? A fin de cuentas, todo es lo mismo y, si algo hay que vuelva singulares a hechos parecidos rodeados de reacciones tan diversas, quizás tenga que ver con la mera capacidad de invención, con los traslados, los viajes y, finalmente, con la orientación de Saturno en la inmensidad de la noche clara de un universo siempre invisible.
en País de detalles, 2012
1 comentario:
Non me consta que Benjamín, diasporara con su biblioteca al hombro.
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