El balón de cuero ha botado en infinitas páginas, a
veces, para causar la angustia del guardameta ante el penalti, otras para que
el centro delantero muera al atardecer. Aunque no todos lo confiesen, numerosos
escritores leen el periódico a la manera de Samuel Beckett: un veloz repaso a
los desastres de la Tierra y un minucioso estudio de la tabla de goleo. Entre
los poetas abundan los fanáticos de ocasión: Umberto Saba solía despotricar
contra el entusiasmo y la desesperación provocada por una pelota hasta que un
amigo lo invitó a un partido de "la potentísima Ambrosiana contra la
vacilante Triestina". Acaso para contrarrestar el resultado de 0-0, Saba
escribió cinco notables poemas sobre el fútbol.
Hay autores que trasladan su experiencia futbolística a
otros asuntos; no es de extrañar que uno de los más convincentes alegatos
contra la pena de muerte sea obra de un ex portero, Albert Camus, quien
seguramente recordó el rigor de ser acribillado a once metros de distancia. Como
es obvio, no todos los adjetivos caen en favor del fútbol. George Orwell,
campeón de la paranoia literaria, también se asustó con el balompié. Alguien le
habló de un rudísimo encuentro entre el Arsenal y el Dínamo de Moscú, y pensó
que el Oso Rojo vengaría las afrentas con una guerra. Su artículo "El
espíritu deportivo" termina con la súplica de que los futbolistas ingleses
no hagan giras por la Unión Soviética para no enemistar más a las dos naciones.
Aunque escribía en el año atómico de 1945, sus temores parecen excesivos.
Un poco antes del Mundial de Italia '90 ocurrió otro
caso de pánico futbolístico. La editorial Passigli publicó una "Guía de
supervivencia del Mundial". Este prontuario, sinceramente animado por el
horror, veía a los porristas como a las huestes de Atila. Los bárbaros estaban
a punto de llegar; la amenaza nunca cumplida en El desierto de los tártaros, de Dino Buzzati, se escenificaría
durante un mes de espanto.
¿Hay forma de calmar a los enemigos del fútbol? Ciertas
cosas no pueden hacerse de modo indiferente. La fruición con que Paco come sesos
en mantequilla negra hace que Malú desvíe la vista a la mesa de junto. Como
esos guisos suculentos y escabrosos, el fútbol se promueve o se desacredita
solo. Las apologías del fútbol sólo convencen a los convencidos. Comparto el
categórico entusiasmo de Vinicius de Moraes, que solo aceptaba dos excusas para
rechazar la samba o el fútbol (estar enfermo de un pie o mal de la cabeza),
pero no tengo nada que argumentar contra la repulsa de Oscar Wilde: "El
fútbol es un deporte muy apropiado para niñas rudas, pero no para jóvenes
delicados".
Lo dicho: Paco y Malú, el gusto y el asco, los
aficionados y los "sobrevivientes", Beckett y Orwell. Las crónicas de
fútbol son para la fanaticada, la masa circular de los estadios, la barra brava
de Boca, los forofos que hinchan las cabeceras del Santiago Bernabeu, la
torcida brasileña. Ninguna palabra define mejor al fanático que la italiana
tifoso. En efecto, se trata de gente infectada, incurable.
¿Qué ocasiona el contagio? En La veneración de las astucias, el filósofo venezolano Juan Ñuño
distingue al fútbol de otros juegos por su peculiar manejo del tiempo. Durante
90 minutos no hay forma de detener el reloj: "Al ser real el tiempo que se
juega, se engendra una doble tensión: la del juego en sí y sus incidencias y la
de la lucha que se establece contra el paso del tiempo". Para superar los
minutos que desgastan el partido, el futbolista dispone del recurso de
"hacer tiempo". Cuando el marcador le conviene, puede recurrir a una
táctica de especulación: en vez de buscar goles, se concentra en impedir que el
contrario toque la pelota. Es el momento de los artistas ineficaces, los
burladores de barriada que rara vez anotan pero son expertos en jugadas de
fantasía. Nadie como ellos para matar minutos; tener la pelota es tener el
tiempo.
Este deseo de apropiación tuvo su clímax en el Necaxa:
el Fu Manché Reynoso conquistó su apodo al desaparecer un balón en plena
cancha. Sin embargo, al fútbol le faltaría algo si no pudiera encapricharse con
el reloj: el tiempo real desemboca en el tiempo de compensación, que sólo
conoce el árbitro. A partir del minuto 90, Cronos se retira a las regaderas y
el hombre de negro repone el tiempo que se perdió con lesiones o balonazos a la fila 17. Su criterio rara vez coincide
con el de las tribunas; para el minuto 92 ningún fanático quiere que el juego
prosiga por la insulsa razón de "gozar del espectáculo"; si su equipo
va ganando, apremia al árbitro con silbidos, si va perdiendo, está dispuesto a
quedarse hasta el empate bienhechor. Así, la pugna contra el destino —los 90
minutos incontenibles— conduce a ese lapso arbitrario en que caen goles dolorosísimos.
Hay un tercer tiempo, ni real ni compensado, que separa
al espectador de su otra vida. En el estadio, lejos de la oficina, el perro
enfermo, el anillo devuelto por la novia, las manchitas en la radiografía, el
examen de química, los segundos transcurren como un "robo", una
suspensión de la costumbre. Las ligas son formas de garantizar estos hurtos
temporales. Como los campeonatos involucran a equipos de distintos lugares, hay
partidos de ida y vuelta. Ñuño ha llamado la atención sobre una anécdota de El pensamiento salvaje, de Lévi-Strauss.
Después de ser colonizada por el hombre blanco, cierta tribu de Nueva Guinea
aprendió a jugar fútbol, pero le dio un valor ritual al juego: los equipos
disputan hasta que ganan el mismo número de partidos; el triunfo debe
equilibrarse. El fútbol moderno carece de esta noción de balanza del mundo; sin
embargo, el partido de vuelta es una oportunidad de emparejar las cosas. Para los
que hacen valer su condición de local, se trata de una ventaja táctica; para la
mayoría, de una promesa mágica: los próximos 90 minutos correrán a nuestro
favor.
La agonía de la temporada significa, entre otras cosas,
el fin de las segundas oportunidades. De nada sirve regar el césped y convocar
al público; el equipo es ya la suma de sus goles y debe encarar la máxima de
Beckett: "No hay juego de vuelta entre el hombre y su destino". Imposible
contar todos los tiempos que cristalizan en la cancha. Para el fanático, el
fútbol ocurre antes y después del partido. Una jugada adversa lo trastorna de
por vida. Aún recuerdo la noche aciaga en que Manuel Manzo falló dos penales
contra el León; aquellos tiros miserables hundieron a un volante de prodigio en
la borrasca alcohólica que segaría su carrera, y deprimieron para siempre a sus
seguidores. El fanático no se repone ni tiene ganas de ver el juego en plan
sensato.
En su novela Diario
de la guerra del cerdo, Bioy Casares sugiere que la mejor forma de adquirir
un temple ante la adversidad es ser hincha de un club' perdedor. Los estoicos
que le van al Atlante tienen que sobrellevar los dos goles de chilena que Hugo
Sánchez les clavó en la misma temporada y los arabescos con que Fernando Bustos
burló a toda su alineación. Y sin embargo, el atlantista cree en los Potros de
Hierro como si las lluvias de goles no existieran; su lealtad es tan granítica
como los nombres de sus antiguos jugadores: Roca, Colmenero, Escalante.
Cada equipo es, a su manera, el mejor del mundo (sobre
todo si se trata del Necaxa). Enemigos del sentido común, los fanáticos son los
únicos espectadores tolerables en un juego sin medios tonos: "Cuando sales
a la cancha, ya no existe el color rosita", ha dicho Ángel Fernández, inmejorable
Góngora de la fanaticada. La saludable irracionalidad del fútbol ha sido puesta
en cuestión desde que los hooligans empezaron a escupir cerveza en las
tribunas. Los bebés concebidos al ritmo de un fanatismo feliz (la beatlemanía)
crecieron para convertirse en cadeneros de nalgas tatuadas. El 29 de mayo de 1985,
en Bruselas, la final de la Copa Europea de Clubes terminó con un magro
resultado en la cancha (Juventus 1- Liverpool 0) y un marcador de espanto en
las gradas: 41 muertos y 257 heridos. En el Mundial de México '86, después de
perder con Portugal, los hooligans se bajaron los pantalones ante las azoradas
adolescentes regiomontanas que hasta entonces no habían visto carnes más
comprometedoras que unas arracheras a las brasas. El fanatismo del hooligan es
opuesto al del hincha, pues no admite derrota; va al estadio como si fuera a
las Malvinas, cree en la utilidad del navajazo, busca venganza. El verdadero
aficionado acepta la fatalidad, sufre en carne viva el gol de media cancha pero
sigue convencido de que el Atlante es el mejor del mundo.
Los hooligans pertenecen al capítulo criminal del fútbol.
El villano legítimo es el árbitro. Este hombre de negro, sin número en la
espalda, porta enseres dignos de un ritual: dos relojes, dos lápices, una
libreta, un silbato, una moneda, una tarjeta roja, otra amarilla. Desde el
Congreso de Árbitros de Belgrado, en 1962, sus poderes son inmensos. Su
obligación es estar cuando menos a quince metros del balón; sin embargo, aunque
se encuentre más lejos su juicio es inapelable; puede dejar que el Cruz Azul le
anote tres veces en fuera de lugar al Atlético Español en la final del fútbol
mexicano, puede decir que la pelota entró a la portería de Alemania en la final
de Inglaterra '66, aunque no haya forma de probarlo. Es la desgracia, el azar,
la peste negra, la justicia necesaria y monstruosa: "árbitro justo",
grita la porra cuando reconoce que el juez se equivocó en su favor. Los
abanderados no tienen nombres, apodos ni apellidos. Antes del partido saludan
al capitán del equipo y revisan que las redes no estén rotas. Ignoramos sus
pasiones, sus destinos. Se sacrifican sin gloria alguna. Seguramente ganan
poco, muy poco. En rigor, sólo existen cuando se equivocan, cuando la bandera
en alto impide el gol que ya coreaba el público.
El fútbol es el juego de las manos suprimidas; por eso
reviven tanto en la celebración. Hay jugadores superdignos, y algo cursis, que
pellizcan su camiseta en señal de esprit
de corps, pero la mayoría prefiere darle otros usos a las manos: Careca
planea con los brazos extendidos, Hugo da una voltereta, Jairzinho juntaba las
palmas para rezar junto al banderín de comer. Decisivas en el festejo, las
manos son letales con el balón en juego. Pero incluso en esto hay excepciones.
Entre los diez goles más extraordinarios de la historia no debe faltar uno
perfectamente ilegal, el que Maradona anotó con la mano en el partido Argentina-Inglaterra,
durante el Mundial de México '86. Lo que en el estadio pareció un remate de
cabeza, en verdad fue un discreto puñetazo. El mago confesó su truco con una
frase que revela que en materia de fútbol nadie puede escapar a la fuerza del
destino: "Fue la mano de Dios".
¿De dónde surgen estos héroes capaces de servirse de la
mano divina? En su excepcional libro El
fútbol, mitos, ritos y símbolos, Vicente Verdú afirma que al héroe le
conviene un origen humilde, oscuro, que se irá borrando con el destello de las
proezas. En cambio, el jugador extranjero "llega de súbito, ya
nacido". Su incorporación al equipo no es un nacimiento sino un
advenimiento; cae del cielo con su misterio de Saeta Rubia o Perla Negra. El
héroe perfecto no existe fuera del estadio; resulta penoso verlo retirado,
atendiendo un comedero de churrascos o endosando productos como las salchichas
Puskas o el aceite Gallego. Los alardes fuera de la cancha comprometen su
imagen mítica. Cosa curiosa, ni siquiera en el terreno de juego se le exige
versatilidad. Lo importante es que tenga una picardía que lo distinga; su
gloria depende de una habilidad llevada a la perfección.
A diferencia de la mayoría de los deportes el fútbol no
está dominado por una tiranía anatómica. Nadie que mida 1.60 podrá jugar
basquetbol profesional, nadie que pese 50 kilos podrá estar en la línea de
golpeo de los Cameros de Los Ángeles. En Fútbol
sin trampa, Menotti afirma: "El único criterio para 'medir' a un
aspirante es el talento, cosa que no puede ser juzgada a priori con relojes o
cintas métricas. Un gordito bajito, que le paga con una sola pierna y no salta
a cabecear puede ser Puskas, Sívori o Maradona. Un joven alto, espigado, no muy
rápido, puede ser Beckenbauer o Sacchi". En otras palabras: no existe el
futbolista "completo". Esta fue la tragedia del mexicano Marcos
Rivas, que se desempeñó con relativa eficacia en todas las posiciones (incluida
la de portero), pero nunca alcanzó la perfección unilateral, homérica: el grito
de Stentor, la carrera de Aquiles, la tijera de Hugo, el toque de Platini. El
fútbol depende tanto de una habilidad insólita que el mejor extremo ha sido un poliomielítico:
Garrincha, el ángel de las piernas torcidas, como lo llamó Vinicius de Moraes.
Los fanáticos quieren héroes definidos y la única excepción
que aceptan, por ser la más total, es la del portero que sube a buscar un gol
desesperado (jugada que inmortalizó al Tubo Gómez en el Oro-Guadalajara).
Así como no hay cuerpos que garanticen goles, no hay
grandes partidos sin equivocaciones. El fútbol vive de imponderables, a tal
grado que en una singular entrevista con Marguerite Duras, Michel Platini
afirmó: "Un juego perfecto debería terminar 0-0". El fútbol también
depende de los resbalones del portero, los absurdos pases al contrario, los
cruentos autogoles. En ningún otro deporte los astros fallan tanto las jugadas
fáciles (baste recordar los penales malogrados por Zico, Van Basten, Maradona y
Platini en copas del mundo o europeas).
Si no existe el jugador versátil, ¿qué atributos
arquetípicos se le piden a las distintas posiciones? El portero es el solitario
del equipo, el que más depende de la fortuna (el rebote insólito en los tres
postes) y, sobre todo, el que tiene más tiempo de pensar en ella. Cuando
Napoleón quería ascender a un oficial le preguntaba si tenía suerte. Ésta es la
pregunta que los entrenadores deben hacer a sus porteros. Lev Yashin detuvo más
de cien penales, por cada uno de ellos recogió un curioso trébol crecido entre
las redes. Hombres de supersticiones, los porteros se arrodillan a rezar y
colocan amuletos junto al poste más temido. El célebre Zamora hacía el ademán de
cerrar con candado la portería antes de la contienda. Por lo demás, el portero
es el longevo de la guerra; su vida tiene otro reloj (Yashin fue internacional
hasta los 41 años, por no hablar del Cinco
Copas, Antonio Carbajal).
En el área grande están los defensas, que a veces
reciben un mote de conjunto, como el Trío de Granito o la Cortina de Hierro y
suelen ser guiados por alguien que combina la fibra con la caballerosidad. Una
buena defensa depende de su dureza y, sin embargo, los grandes zagueros se han
caracterizado por una educadísima reciedumbre: Pirri, Beckenbauer, Faccheti, el
Halcón Peña, Chesternev. Hombres que se barren sin intención de fracturar una
tibia, pero a los que más vale cederles la pelota. Un equipo con un zaguero de
tal naturaleza es un equipo con espinazo; sus carreras liberales de la defensa
a la portería contraria accionan y definen al conjunto. El paradigma superior
de este héroe es Beckenbauer en el Mundial de México '70, jugando con el brazo
roto contra Uruguay; aun con el cuerpo fracturado, impuso la elegante violencia
que ha hecho de su posición un ingrediente infaltable en el fútbol.
Más arriba están los hombres del toque excelso,
generalmente rubricados con un 8 o un 10, los mariscales de campo que proyectan
pero rara vez deciden las jugadas. Para muchos de ellos meter un gol es una
especie de vulgaridad que hay que dejar en pies de los artilleros, esos hombres
menudos y agresivos que sólo aparecen para empujar la pelota a las redes
(Rossi, Borja, Müller, Rrankl). Los cazagoles existen un par de segundos por
partido, caen como un rayo letal y luego se pierden entre las anchas espaldas
de sus oponentes.
En ocasiones, un goleador tiene un alma gemela que le
pone pases de magnética exactitud. Nada más temible que un binomio: Careca y Maradona,
Coutinho y Pelé, Peniche y Dante Juárez, Borja y Reinoso. Estas parejas se ven
sin verse, se "entienden" de tal modo que no juegan donde están sino
donde van a estar: Michel filtra el balón a la punta sin nadie donde ya ronda
el fantasma de Butragueño. "Soy Clodoaldo rima de Everaldo", escribió Carlos Drummond de Andrade en
su poema "Copa del Mundo '70". Cuando los jugadores riman entre sí,
se logra algo más que un juego de conjunto: individualistas que, lejos de
neutralizarse, se fortalecen. Las tácticas de equipo (el cerrojo, el
contragolpe, la matea por zona, la rotación de extremos y laterales) dependen
poco de la inspiración y generalmente resultan predecibles. El jugador tocado
por la gracia puede causar otro tipo de problemas: que nadie sepa adonde
conducen sus gambetas. El brasileño Dirceu justificó su fracaso en el América como
un problema de lenguajes: "Yo les mandaba balones y me devolvían sandías".
Como señaló Pasolini en su curiosa semiología de las canchas,
el mejor fútbol es un lenguaje de poetas, siempre y cuando versifiquen juntos. La
amenaza del binomio adquiere rango mítico cuando dos hermanos juegan en el
mismo equipo: Chuy y Pepe Delgado en el Atlas, Gonzalo I y Gonzalo II en el
Barcelona. Sin duda, el summum de
esta tendencia fueron los gemelos René y Willy Van der Kerkhof. En 1978 la
selección holandesa lució tan devastadora, tan agresivamente idéntica a sí
misma, que fue un alivio que Argentina, una selección más bien mediana, ganara
la copa. Anticipo de los once mellizos que la ingeniería humana logrará para el
primer Mundial que se celebre en Plutón, los Van der Kerkhof difundieron el
terror del fútbol futuro.
Por último, perdido en la pradera izquierda, está el
número 11, el zurdo salido del otro lado del espejo. Sus gambetas desafían la
geometría; los zurdos hacen su propio juego y sacan parábolas de despiste que
pueden ser cualquier cosa (centros, pases o despejes) y muchas veces son goles.
A Riva, Futre o Pata Bendita se les pide el tiro inopinado, el fogonazo
insólito. En esa punta, en la estepa siniestra, sólo sobreviven los hombres del
revés.
Para el fanático el fútbol es todo esto y algo más. Los
lances en la cancha sólo justifican en parte el estadio lleno. También están
las camisetas, los escudos, los apodos, los estandartes, las viejas
rivalidades. En los clásicos Flamingo-Fluminense, Guadalajara-América, Boca-River
o Barcelona-Real Madrid, cristaliza como nunca esa noción de pertenencia, de
ser parte de un equipo.
Cuando los héroes numerados saltan a la cancha, lo que
está en juego ya no es un deporte. Alineados en el círculo central, los
elegidos saludan a su gente. Solo entonces se comprende la fascinación atávica
del fútbol. Son los nuestros. Los once de la tribu.
en Los once de la tribu, 1995
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