Liverpool – Arsenal
26 de mayo de 1989
En todo el tiempo
que llevo viendo fútbol, veintitrés temporadas, sólo son siete los equipos que
han ganado el Campeonato de Liga de Primera División: el Leeds United, el
Everton, el Arsenal, el Derby County, el Nottingham Forest, el Aston Villa y —nada
menos que once veces— el Liverpool. Durante mis primeros cinco años, cinco
equipos distintos se alzaron con el título. Me pareció que el Campeonato de
Liga era algo que sólo se conquistaba muy de vez en cuando, y que aunque
hubiese que esperar, antes o después llegaría. En cambio, según pasaron los años
setenta y luego los ochenta, empezó a darme por pensar que el Arsenal quizá
nunca más volviera a ganar la Liga durante toda mi vida. No es tan melodramático
como parece. Los hinchas del Wolverhampton que celebraron en 1959 el tercer título
de Liga logrado en sólo seis años difícilmente podían imaginar que iban a pasar
gran parte de las tres décadas siguientes dando tumbos por Segunda y Tercera
División; los aficionados del Manchester City que eran cuarentones cuando el
equipo azul ganó la Liga por última vez en 1968 ya han cumplido setenta y
tantos.
Igual que cualquier
otro hincha, la inmensa mayoría de partidos que he ido a ver han sido partidos
de Liga. Como las más de las veces el Arsenal no ha tenido auténticas
posibilidades de ganar la Liga después de Navidad, y como tampoco ha estado
nunca cerca de bajar a Segunda, calculo que más o menos la mitad de esos
partidos han sido intrascendentes, al menos según definen los periodistas
deportivos esos partidos en los que nadie se juega nada. Nadie se muerde las uñas,
nadie se retuerce las manos, nadie pone cara de tensión. No te duele la oreja
por tenerla noventa minutos apretada contra un transistor, desesperado por
saber cómo le va al Liverpool o a otro rival; a decir verdad, nadie se ve
baqueteado por la agonía de la desesperación, y a nadie se le salen los ojos de
las órbitas por el éxtasis que pueda producir el resultado. La única
importancia que tienen esos partidos es la que cada uno, y no la tabla
clasificatoria de Primera División, quiera endosarles.
Puede que tras diez
años así, el Campeonato se convierta un buen día en algo en lo que se cree o no
se cree, algo similar a Dios. Hay que reconocer que es posible, por supuesto, y
hay que intentar respetar el punto de vista de los que han conseguido seguir
siendo creyentes. Aproximadamente entre 1975 y 1989 yo perdí la fe en el título.
Al comienzo de cada temporada sí tenía alguna esperanza; en un par de
ocasiones, como a mediados de la temporada 86-87, cuando estuvimos en cabeza de
la clasificación durante ocho o nueve jornadas, a punto estuve de salir de mi
caverna de agnóstico impenitente. Sin embargo, en lo más profundo de mi corazón
supe que nunca llegaría a suceder, tal como sabía, como pensaba de pequeño, que
nunca se va a encontrar una cura, un remedio para la muerte, antes al menos de
que yo me haga viejo.
En 1989, dieciocho
años después de ganar la Liga por última vez, a regañadientes y con un inexcusable
punto de estupidez me dejé arrastrar por la creencia de que sí era posible que
el Arsenal ganase el Campeonato. Estuvieron en cabeza de la clasificación entre
enero y mayo; durante el último fin de semana de la temporada que se prolongó
por los sucesos de Hillsborough,
estaban cinco puntos por delante del Liverpool y faltaban sólo tres partidos.
El Liverpool tenía un partido fácil, pero se daba por supuesto que Hillsborough
y las tensiones resultantes de la catástrofe les pesarían tanto que difícilmente
ganarían los tres. El Arsenal, a su vez, tenía dos partidos en casa, frente a
equipos en teoría más débiles. El otro partido era precisamente contra el
Liverpool en su campo de Anfield Road, y con ese partido iba a concluir la
temporada en Primera División.
En cuanto me hice
miembro renacido de la Iglesia de los Creyentes en el Campeonato del Ultimo Día,
el Arsenal perdió gas de forma catastrófica. Perdieron de forma inexplicable
contra el Derby en Highbury; en el último partido jugado en casa, contra el
Wimbledon, malgastaron las dos veces en que se pusieron por delante en el
marcador para terminar con un patético empate a dos, precisamente contra un
equipo al que habían vapuleado por 1-5 en el primer partido de la temporada.
Después del partido contra el Derby tuve una discusión endemoniada con mi compañera
sobre si ir o no a tomar el té en casa de unos amigos. En cambio, después del
partido contra el Wimbledon ya no me quedaba ni gota de rabia en las venas: sólo
me quedaba una aplastante desilusión. Por primera vez comprendí a las mujeres
que en las series de televisión se han quedado tan destrozadas por una historia
de amor frustrada, y que ya no se permiten el lujo de enamorarse de nadie más:
hasta entonces nunca había pensado que fuera posible elegir, pero entendí que
me había dejado exponer en toda mi desnudez, cuando podría haber seguido siendo
un tío duro, cínico y correoso. Nunca más, nunca dejaría que volviera a pasarme
una cosa así. Me había portado como un perfecto imbécil, lo entendí sobre la
marcha, tal como supe que me harían falta varios años para recuperarme del terrible
disgusto que había supuesto estar tan cerca del triunfo y aun así fracasar.
Sin embargo, no
todo había terminado. Al Liverpool le quedaban dos partidos, uno contra el West
Ham y otro contra nosotros. Los dos los disputarían en Anfield Road. Como ambos
equipos estaban tan a la par, las posibilidades matemáticas del caso eran
realmente complicadas: si el Liverpool ganase al West Ham por la diferencia que
fuera, a nosotros nos bastaría con ganarles por la mitad. Si el Liverpool
ganase por 2-0, nosotros tendríamos que ganar por 0-1 para conseguir el título.
A la postre, el Liverpool ganó por 5-1, así que nosotros teníamos que ganar por
dos goles de diferencia. «EL ARSENAL NO TIENE NADA QUE RASCAR», fue el titular
de la última página del Daily Mirror.
No fui a Anfield Road. El partido estaba programado para un
momento muy anterior, en plena temporada, y el resultado seguramente no habría
sido tan determinante. Cuando quedó bien claro que ese partido iba a decidir el
Campeonato de Liga, ya no quedaba ni una sola entrada. Por la mañana fui a
Highbury a comprarme una camiseta del equipo, pues supuse que algo tenía que
hacer, si bien es cierto que ponerse la camiseta del equipo delante del
televisor no iba a servir, hay que reconocerlo, para transmitir muchos ánimos
al equipo. No obstante, tuve muy claro que a mí me ayudaría a sentirme mejor. A
mediodía, cuando aún faltaban ocho horas para el comienzo del encuentro, ya se
habían reunido decenas de autocares en los alrededores del estadio. Al volver a
casa, deseé buena suerte a todo el que me encontré por allí; el buen ánimo que
tenía todo el mundo («Tres a uno», «Dos a cero, ya verás», y hasta un salvaje «Cuatro
a uno, seguro») en aquella hermosa mañana de mayo me imbuyó de tristeza y de lástima
por todos ellos, como si aquellos jóvenes de uno y otro sexo, valientes,
confiados, tan positivos, estuvieran a punto de marcharse a la batalle del
Somme, en vez de ir a Anfield a perder, en el peor de los casos, toda su fe.
Fui a trabajar por
la tarde, y muy a mi pesar me puse enfermo de puro nerviosismo. Al terminar, me
fui directamente a casa de un amigo que vive a sólo dos calles del Fondo Norte
y que también es hincha del Arsenal, con la idea de ver el partido con él.
Aquella noche todo fue memorable, desde el momento mismo en que salieron los
dos equipos al campo y los jugadores del Arsenal llegaron corriendo hasta el
Kop para ofrecer ramos de flores a los espectadores de aquella zona. Y a medida
que fue pasando el tiempo, quedó bien claro que el Arsenal iba a caer con la
cabeza bien alta, luchando hasta el final. En ese momento me di cuenta de lo
bien que conozco a mi equipo, las caras de los jugadores, sus gestos, y del
inmenso aprecio que siento por todos y cada uno de ellos. La sonrisa desdentada
de Paul Merson, su corte de pelo estilo soul; los viriles y empecinados
esfuerzos de Adams, decidido a aceptar sus propias limitaciones; la potencia y
la elegancia de Rocastle, la diligencia de Smith... Me di cuenta de que podría
muy bien perdonarles que hubieran estado tan cerca y que sin embargo no lo
consiguieran: eran jóvenes, habían hecho una temporada excepcional, y un hincha
en realidad no puede pedir más.
Me excité mucho
cuando marcamos nada más empezar la segunda parte, y me excité más cuando a
falta de diez minutos Thomas tuvo una ocasión inmejorable, que sin embargo acabó
en manos de Grobbelaar. Sin embargo, el Liverpool estaba cada vez más fuerte,
empezó a disfrutar de algunas oportunidades al final, y el reloj sobreimpreso
en la esquina del televisor ya indicaba que habían terminado los noventa
minutos: me dispuse a esbozar mi mejor sonrisa en honor de un equipo fenomenal.
«Si el Arsenal pierde el Campeonato tras haber gozado de una ventaja tan clara
al frente de la clasificación, no deja de ser auténtica justicia poética que
pierdan ganando el último partido, aun cuando no parece que vayan a ganar»,
dijo uno de los comentaristas, creo que David Pleat, mientras Kevin Richardson
era atendido de una lesión en la banda y toda la gente del Kop ya celebraba la
consecución del título. «Pues les va a parecer un flaco consuelo», apostilló
Brian Moore. Flaco consuelo, qué duda cabe, para todos nosotros.
Richardson por fin
se puso en pie: habían pasado noventa y dos minutos, y sin embargo logró
quitarle el balón a John Barnes en nuestra área de penalti. Lukic lanzó un pase
largo a Dixon, Dixon inevitablemente se lo pasó a Smith, Smith dio un pase al
hueco mirando al tendido, un prodigio de ingenio futbolístico, y Thomas se
encontró con una ocasión toda suya para darle el título de Campeón al Arsenal. «¡Ésa
es la buena!», aulló Brian Moore, y aún entonces me di cuenta de que me contenía,
de que me apoyaba en la reciente experiencia de mi endurecido escepticismo, y
pensaba que, bueno, al menos ha faltado muy poco, en vez de pensar por favor,
Michael, por favor, Michael, por lo que más quieras, no falles, no puedes
fallar, por favor, Dios mío, déjale que marque. Y de pronto Thomas dio un salto
mortal y yo me tiré por el suelo, y todos los que estaban conmigo en el cuarto
de estar se me echaron encima. Dieciocho años, dieciocho, olvidados en un
santiamén.
¿Cuál puede ser la
analogía correcta de un momento así? En el brillante libro que ha escrito Pete
Davies sobre los Mundiales del 90, titulado All
Played Out, comenta que los jugadores suelen utilizar símiles sexuales para
intentar explicar qué se siente cuando se marca un gol. Lo entiendo bastante
bien, al menos en algunos de los momentos más trascendentes de un día laboral
como cualquier otro. Por ejemplo, el tercer gol que marcó Smith cuando le
ganamos al Liverpool en diciembre de 1990, cuatro días después de la paliza que
nos dio el Manchester United al ganarnos por 2-6 en casa, me sentó de
maravilla: una perfecta liberación tras una hora de excitación creciente. Y
hace cuatro o cinco años, en campo del Norwich, el Arsenal marcó cuatro goles
en dieciséis minutos, tras ir por detrás durante casi todo el partido. Fue un
cuarto de hora que también tuvo un cariz sexualmente ultraterreno.
El problema que aquí
se plantea con la metáfora del orgasmo es que un orgasmo, por muy obviamente
placentero que sea, es algo familiar, que se puede incluso repetir (al cabo de
un par de horas si uno se ha comido un buen plato de espinacas) y que es
previsible, al menos en el caso de un hombre: por así decir, cuando te embarcas
en una relación sexual, ya sabes qué te espera. Puede que si no hubiese hecho
el amor durante dieciocho años, y si hubiese renunciado a toda esperanza de
hacer el amor durante otros dieciocho, y si de golpe y porrazo, de imprevisto,
se presentase una oportunidad... Puede que en tales circunstancias fuera posible
recrear una aproximación bastante exacta al momento que viví en Anfield. Aun
cuando no cabe la menor duda de que hacer el amor es una actividad mucho más
grata que ver un partido de fútbol (no hay empates a cero, ni el contrario
practica la trampa del fuera de juego, no te llevas ningún disgusto copero y
encima estás calentito), en condiciones normales no engendra sensaciones tan
intensas como las que produce ganar el Campeonato en el último minuto, que es
algo que sólo sucede una vez en la vida.
Ninguno de los
momentos que la gente suele describir como los mejores de sus vidas me parecen
en modo alguno análogos. Dar a luz debe de ser algo extraordinariamente
conmovedor, pero carece del elemento sorpresa, que es crucial, y además es algo
que dura demasiado. Ver cumplida una ambición personal —un ascenso, un premio,
lo que sea— no entraña ese factor muy de última hora, ni la sensación de
impotencia total que sentí yo aquella noche. ¿Qué otra experiencia podría
aportar ese atributo de lo repentino? Puede que recibir un premio enorme en la
lotería, pero es que ganar una fortuna es algo que afecta a una parte de la
psique radicalmente distinta, y carece del éxtasis comunitario que se tiene en
el fútbol.
Hay que llegar a la
conclusión de que no hay literalmente nada que lo describa. He agotado todas
las opciones disponibles. No recuerdo ninguna otra cosa que haya podido
codiciar durante veinte años (¿hay algo que se puede codiciar razonablemente
durante tantísimo tiempo?), ni tampoco recuerdo nada que haya deseado tanto lo
mismo de niño que de adulto. Por eso, pido tolerancia para quienes describimos
un logro puramente deportivo como el mejor momento de nuestras vidas. No es que
nos falte imaginación, ni tampoco llevamos una vida triste y yerma; lo único
que sucede es que la vida real es más tenue, más apagada, y contiene un
potencial menor para entrar en un delirio inesperado.
Cuando el árbitro
señaló el final del encuentro (otro momento en el que se me paró el corazón,
cuando Thomas se volvió atrás y dio un pase a Lukic, perfectamente inofensivo,
aunque lo hizo con una frialdad que yo no hubiera sentido ni de lejos), salí
corriendo a la licorería de Blackstock Road. Iba con los brazos abiertos, como
un niño que jugase a volar en avioneta. Según iba corriendo, algunas ancianas
salieron a la puerta y aplaudieron mi gesto como si fuera Michael Thomas en
persona. Acto seguido —aunque sólo me di cuenta después— me desplumó un
comerciante que, al venderme una botella de champán, se dio perfecta cuenta de
que la luz de la inteligencia se me había apagado en los ojos. Oí los gritos de
alborozo en los pubs y en las tiendas, en las casas de los alrededores; a
medida que los hinchas fueron congregándose en Highbury, algunos envueltos en
banderas, otros encima de los coches que tocaban el claxon sin parar, todos
repartiendo abrazos a perfectos desconocidos, y cuando llegaron las cámaras de
televisión para filmar la fiesta y dar la noticia en el último telediario del día,
cuando los empleados del club se asomaron a las ventanas para saludar al gentío,
se me ocurrió que en el fondo me alegraba de no haber ido a Anfield, de no
haberme perdido esa explosión de alegría casi al más puro estilo latino que se
produjo espontáneamente en mi barrio. Al cabo de veintiún años ya no sentí, al
contrario que en el año del doblete, que si no iba a los partidos no tendría
derecho a participar en las celebraciones. Había hecho mi tarea durante años y
más años, y estaba en todo mi derecho, estaba donde me correspondía estar.
en Fiebre en las gradas, 1992
(En español, 1996)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario