Abrí
la puerta del apartamento para salir, y se metió rápidamente un bicho negro,
peludo; demasiado grande para araña, pensé. Tenía que ser un perro chico, un
cachorrito. Cerré la puerta y empecé a buscarlo; se había escondido. Durante un
rato no hubo forma de encontrarlo. Al fin, al mover un sillón, salió de atrás a
toda velocidad y volvió a esconderse. Me armé de paciencia y seguí buscando,
pero me cansé sin haberlo encontrado. Como tenía que salir, salí. Al volver, dos
horas más tarde, el bicho seguía escondido. En la cocina puse un plato en el
piso y le eché un poco de leche. Me senté en un sillón del living y me quedé
quieto, esperando. Desde ahí podía ver la puerta de la cocina, abierta, y el
plato en el suelo. En algún momento tendría que aparecer, pensaba yo.
Y
apareció, mucho más tarde, moviéndose con cautela; venía desde el corredor que
da al dormitorio. Se metió en la cocina pero no le prestó atención al plato con
leche. Se movía con rapidez y con gran liviandad, casi como si flotara,
explorando la cocina, que sin duda no había podido explorar en mi ausencia
porque la puerta había quedado cerrada. Después salió de la cocina y se quedó
mirándome cerca de la puerta. Digo que me miraba, pero no sé con qué, tenía tanto
pelo que no se le veían los ojos. Hasta me pareció que no tenía ojos. Tampoco
llegué a verle patas; parecía que fuese sólo una masa de pelos negros.
Cuando
me fui a acostar, cerré la puerta del dormitorio para que no se metiera. Nunca
cierro esa puerta porque me gusta que circule bastante aire, y con la puerta
cerrada me parece que me asfixio, por más que siempre se cuela alguna corriente
de aire entre las junturas de las ventanas. Cuando desperté al otro día, el
bicho estaba en la cama, a los pies de la cama, como enrollado sobre sí mismo
sobre la frazada. Pensé que lo iba a agarrar dormido, y me pregunté que haría
con él cuando lo agarrara. Pero apenas me moví, se movió, y se filtró
rápidamente por abajo de la puerta. Es una puerta de madera, y no de metal como
la de la cocina, y hay como un dedo de luz entre la parte inferior de la hoja y
el piso. Entendí entonces que no era un perro. Era sólo pelo. Después lo pude
comprobar, mirándolo al trasluz cuando se paseaba por el alféizar de alguna
ventana; no había propiamente un cuerpo, ni patas, ni ojos, ni nada. Tampoco
comía ni bebía nada. Y no sé si dormía, o si de noche simplemente se acomodaba
a los pies de la cama buscando compañía. Ni siquiera buscaba calor, porque se
ponía lejos de mi cuerpo.
Nunca
me picó, ni me mordió, ni me hizo daño alguno; pero tampoco hicimos amistad.
Siempre que trataba de acercarme, se movía muy rápido para ponerse fuera de mi
alcance. Después de algunos intentos, no volví a insistir. Ya vendrá solo,
pensé, pero nunca vino.
Mientras
estuvo en mi casa, durante un par de años, nadie alcanzó a verlo; ni siquiera
la empleada, que venía dos veces por semana, en alguna de sus limpiezas a
fondo. No sé dónde se escondería. Mis visitas nunca sospecharon su existencia,
ni siquiera las mujeres que ocasionalmente se quedaban a dormir; esas noches el
bicho no aparecía en el dormitorio. Y al día siguiente no se mostraba resentido
ni variaba en lo más mínimo su conducta de siempre.
Una
tarde de verano estaba apoyado en el alféizar de la ventana más grande del
living, su lugar favorito. Las otras ventanas estaban también abiertas, por el
calor. Hubo un soplo de viento que formó una fuerte corriente de aire en el
apartamento y se lo llevó; lo vi alejarse con la ráfaga y después ir
descendiendo lentamente hasta que otra ráfaga lo levantaba y lo hacía cambiar
de dirección. Yo lo seguí con la vista hasta que dejé de verlo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario