Mi sala de doce camas fue mi punto de partida, no podía esperar salir pronto de aquella sala, después de todo, por qué razón. Poco a poco aprendí a conocer los nombres y las particularidades de mis compañeros de enfermedad, si originalmente había sido educado por mi abuelo para ser una persona absolutamente aislada, con todos los medios, con todas las consecuencias de acuerdo con sus posibilidades y las mías, en los últimos años había aprendido a estar con otros, y lo había aprendido mejor y con más insistencia que otros, entretanto estaba acostumbrado a una comunidad bastante grande, el internado me lo había enseñado, los hospitales me habían hecho madurar para ello, eso no me planteaba ya dificultades, estaba ya acostumbrado a estar en medio de muchos, con las mismas posibilidades o imposibilidades, con iguales requisitos, en las mismas condiciones, que no eran fáciles. Por eso tuve pocas dificultades al entrar en Grafenhof, en lo que a la comunidad se refiere, otra vez era una comunidad de sufrimiento. Aquella sala de doce, salvo un doctor en derecho, estaba ocupada por aprendices y trabajadores no cualificados, todos ellos de mi edad, entre los diecisiete y los veintidós. También aquí reinaban todos los inconvenientes imaginables de una comunidad humana cuyos miembros dependían unos de otros, también aquí reinaban el recelo, la envidia, el espíritu de contradicción, pero también la alegría y el humor, aunque éstos muy amortiguados, adaptados al estado de sufrimiento de aquellos jóvenes. Predominaba la impasibilidad, no la indiferencia. No se renunciaba a ninguna de las bromas que son corrientes en esas salas comunes, pero la rudeza y la brutalidad eran sólo la mitad, lo mismo que, lógicamente, la alegría.
1981
Fotografía original de Sepp Dreissinger
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