Una noche, cuando Shahid Hasan salía del retrete común, volviendo a asegurar la puerta con una lazada y abrochándose en el pasillo a la pálida luz de una bombilla, se abrió la puerta de la habitación vecina a la suya y apareció un individuo con una cartera. De corta estatura, llevaba una camisa con el cuello abierto, zapatos marrones y uno de esos trajes de tono incierto, entre pajizo y descolorido.
Shahid se sorprendió. La Facultad le había asignado una habitación en una residencia junto a un restaurante chino en Kilburn, al noroeste de Londres. Las numerosas habitaciones del edificio de seis pisos estaban llenas de africanos, irlandeses, paquistaníes y algunos estudiantes ingleses. Los diversos inquilinos escuchaban música, fumaban droga e infestaban los sórdidos pasillos de olor a lociones baratas para después del afeitado y a cocido de cabra, efluvios que, entre otros, hacían que el papel de las paredes se combara como antiguos pergaminos. A todas horas, pero sobre todo de noche, los inquilinos discutían en diversas lenguas, castigaban a sus perros, ensalzaban a sus pájaros y practicaban con la trompeta. Pero hasta aquel momento Shahid no había oído el más leve rumor en la habitación de al lado. Al creer que no estaba alquilada, temía no haberse inhibido a la hora de hacer ciertos ruidos de los que ahora se avergonzaba.
La bombilla se apagó: cada tramo de escaleras se iluminaba mediante un interruptor automático cuidadosamente calculado para apagarse antes de que uno llegara a su destino, por mucha prisa que se diese. En la penumbra, el desconocido parpadeó en dirección a Shahid y pareció cortarle el paso. Shahid estaba a punto de disculparse cuando su vecino dijo algo en urdu. Shahid contestó y el desconocido, como confirmando una sospecha, avanzó otro paso, le tendió la mano y se presentó. Se llamaba Riaz Al-Hussain.
La primera impresión de Shahid fue que Riaz andaría por los cuarenta y tantos años, pero cuando aquel individuo cetrino y medio calvo habló, vio que como mucho sólo era diez años mayor que él. Tenía un aire remilgado y ojos menudos, de ratón de biblioteca.
Pero seguramente aquel aspecto amable era engañoso. Su vecino tenía algo intimidante, pues mientras intercambiaban palabras corteses y descubrían que ambos estudiaban en la misma Facultad, observaba a Shahid fijamente, como traspasándole con la mirada, haciendo que se sintiera halagado por el interés que le mostraban y a la vez un tanto tenso y vulnerable.
Riaz tomó una decisión.
—Vámonos.
—¿Adónde?
Cogió del brazo a Shahid.
—Vamos.
De buen grado, aunque por motivos que desconocía, Shahid se dejó llevar por los dos tramos de escaleras y entre las bicicletas y los montones de correo sin dueño del vestíbulo. Al salir a la calle, Riaz se volvió hacia él husmeando el aire y le indicó, amablemente, que fuese a buscar una chaqueta y una bufanda, si tenía. Parecía que iban a emprender un viaje.
Cuando Shahid se hubo abrigado y echaron a andar, Riaz se dirigió a él como si hiciera mucho que no sentía tanta comprensión ni simpatía por una persona.
—¿Has comido? Cuando me pongo a pensar o a escribir pasan horas sin que me acuerde de comer y de pronto me entra un apetito voraz. ¿Te ocurre lo mismo a ti?
Shahid, que en las dos semanas de curso apenas había tenido ocasión de dedicar ni recibir una sonrisa amistosa, se sintió efusivo.
—Hace días que se me hace la boca agua pensando en una buena comida india, pero no sé adónde ir.
—Es lógico que eches de menos la comida india. Eres compatriota mío.
—Pues... no exactamente.
—Claro que lo eres. Me he estado fijando en ti.
—¿Ah, sí? ¿Y qué estaba haciendo?
En vez de contestar, Riaz apretó el paso y siguió en línea recta. Shahid tenía que bajar y subir de la acera para mantenerse a su altura y evitar tropiezos con los irlandeses congregados a la puerta de los pubs. Aquella calle le empezaba a resultar familiar; hasta el momento, la mayoría de sus conocimientos de Londres se centraban en ella. Durante el día era famosa por las tiendas de segunda mano y la sucesión de muebles desvencijados. Los miserables propietarios se sentaban en butacas a la puerta, frente a mesas húmedas y cuarteadas, leyendo periódicos de hípica bajo lámparas de los años cuarenta con pantallas de borlas; sucios colchones con charcos en las fundas de plástico se amontonaban a su alrededor, como sacos terreros.
A Riaz parecía no interesarle la vida que le rodeaba. Shahid se preguntó si trataba de resolver algún problema filosófico o si se apresuraba a una cita y, quizá, sólo necesitaba su compañía para el camino.
Antes de que Shahid se trasladase a la ciudad, cuando en la campiña de Kent soñaba con la variopinta y turbulenta vida de Londres, su hermano Chili le había prestado Malas calles y Taxi Driver para que fuera haciéndose una idea. Pero eran películas extraordinarias, que no lo habían preparado para una pobreza tan trivial. El primer día había visto a una indigente con sandalias de plástico que cruzaba la calle tirando de tres niños y que, una vez en la otra acera, se quitó el calzado y les sacudió con él en los brazos.
Se preguntó, además, si acababan de cerrar algún manicomio en la vecindad, pues día y noche había en High Road docenas de exhibicionistas, charlatanes y locos gritando sin parar. Un hombre con el cráneo rasurado se pasaba el día en un portal con los puños apretados y murmurando entre dientes. Jóvenes vagabundos —Shahid supuso al principio que eran estudiantes— empuñaban latas de cerveza como granadas de mano; después los veía tirados en las puertas con fluidos rezumando de sus cuerpos, como si los perros se les hubiesen meado encima. Una chica se pasaba el día recogiendo leña de obras y contenedores.
De todos modos, los diversos olores a comida india, china, italiana y griega que salían por las puertas abiertas continuaban alegrando a Shahid como la primera vez que pasó frente ellas, lleno de optimismo y expectación, cargando con las maletas. Entre los restaurantes, sin embargo, había muchas tiendas cerradas y aseguradas con tablas; o convertidas en centros de beneficencia. Shahid creía que los londinenses eran especialmente generosos hasta que su casero paquistaní le explicó, riendo, que aquellos centros habían surgido de la quiebra, no de la caridad.
—Desde luego, eres muy trabajador —dijo al cabo Riaz, sin mirar a Shahid—. Todos los que hemos venido aquí lo somos. Pero además tú te dedicas a algo serio.
—¿Ah, sí?
—No me cabe duda de tu formalidad.
Shahid no se sintió inclinado a discutir el discernimiento de Riaz. Lo que le sorprendía era el carácter íntimo de la observación. Quizá había estado últimamente con demasiados ingleses, poco expresivos.
—Sí, he decidido trabajar mucho en la Facultad, porque...
—Este restaurante es excelente. La comida es sencilla. Aquí viene a comer gente corriente.
—Lo recordaré —aseguró Shahid. —Desde luego.
Situado entre una tienda caribeña de disfraces y un restaurante rumano —filas de mesas sin adornos y sillas blancas tras unas sucias cortinas de red— había un bar indio adónde Sahib siguió a su nuevo compañero.
—Te sentirás como en casa.
¿Cómo sabía Riaz que iba a sentirse cómodo en un local con cinco mesas de fórmica y asientos rojos clavados al suelo, todo tan brillantemente iluminado con blancas luces de neón como la celda de una comisaría?
La comida estaba en cazuelas rectangulares de acero bajo un mostrador de cristal, y en cada una había un letrero que indicaba si era oberjean o korjet. La comida se calentaba en dos microondas colocados en un estante. En la pared había una bandeja de cobre con inscripciones de versos coránicos. Un niño, a quien Shahid supuso hijo del dueño, estaba sentado a una mesa haciendo los deberes.
Quizá Riaz temiese haber sido un poco brusco con su nuevo amigo, pues mientras Shahid examinaba los platos le dijo en tono más suave:
—Aunque hayas comido ya, quizá quieras sentarte conmigo. ¿O te resulta demasiada molestia acompañarme?
—No, en absoluto.
—Mira, no me refería simplemente a tus estudios. Estás buscando algo, ¿verdad?
—No estoy seguro —contestó Shahid en tono meditativo—. Pero quizá tengas razón.
Shahid se sentó mientras Riaz se dirigía al mostrador para pedir la comida al dueño, que tenía los dientes enrojecidos de mascar betel. Con un cazo sirvió la comida en platos de plástico y los metió en el microondas. Shahid oyó a Riaz que preguntaba al dueño por su otro hijo, Farhat.
Luego, el de los dientes color de sangre interrumpió la tarea de su hijo pequeño para que sirviese a los clientes.
—¿Dónde está tu hermano? —le preguntó Riaz en un murmullo, sentándose.
El niño miró hacia su padre, como para asegurarse de que no estaba escuchando.
—Hat estudiando. Arriba. No permitido salir esta noche. Papi muy enfadado.
Riaz asintió con un leve movimiento de cabeza.
—Dile que le veré mañana.
—Vale.
Tras aquel extraño asunto, Riaz y Shahid, quemándose los dedos, partieron los calientes chapattis y los pringaron en dhal y en cremosa keema. Cuando Shahid alzó la cabeza y vio a Riaz comer de aquel modo —rara vez había visto comer a alguien tan deprisa, como si aprovisionara una máquina—, pensó que había tenido un golpe de suerte. Hasta aquel momento, a la espera de que empezase realmente la vida en la Facultad —tenía afán por vencer dificultades, intelectuales y de cualquier otra índole—, lo único que había hecho era leer, escribir, asistir a clase y dar vueltas por ahí. Iba al cine o conseguía entradas baratas para el teatro, y una noche fue a un mitín de los socialistas. Se dirigía a Piccadilly y se sentaba media hora en los escalones de la estatua de Eros, con la esperanza de conocer a alguna chica; vagaba por Leicester Square y Covent Garden; una vez entró en un bar «erótico» donde una mujer se sentó a su lado y un hombre intentó cobrarle cien libras por una botella de agua mineral con gas, dándole un puñetazo al salir. Nunca se había sentido tan invisible; en cierto modo, aquél no era el «verdadero» Londres.
—¿Sabías —preguntó Riaz con la boca llena— que el chile se descubrió en Sudamérica? Viene de una palabra azteca que no pasó a la India hasta la Edad Media.
—No tenía ni idea. Pero a mi hermano le llamamos Chili. Le va bien.
—¿En qué sentido?
—Simplemente le va bien. Dime qué estás estudiando, Riaz.
—Derecho. Durante mucho tiempo he prestado asesoría general y jurídica a la gente pobre y sin cultura de mi barrio que venía a verme. En mi condición de aficionado al tema, hacía lo que podía para ayudarla. Ahora empiezo a estudiarlo en serio.
—¿Y de dónde eres?
—De Lahore. Originariamente.
—Ese «originariamente» es muy importante —observó Shahid.
—Lo más importante de todo. Lo has comprendido, ¿eh? A los catorce años me trajeron a este país.
Shahid supo que Riaz había vivido y trabajado «con la gente», «enseñándole sus derechos», en una comunidad musulmana cerca de Leeds. Su acento, desde luego, tenía rasgos de ambos sitios, lo que explicaba por qué parecía una mezcla de J. B. Priestley y Zia Al Haq. Pero su inglés era preciso, de expresión formal; Shahid sentía la puntuación tendida en el aire como una red. Se acordó de un tío suyo, periodista en Pakistán (encarcelado una vez por Zia por escribir contra su política de islamización), que solía decir que los únicos que hablaban buen inglés eran los habitantes del subcontinente indio. «Ellos nos dieron la lengua, pero sólo nosotros sabemos utilizarla».
Pero a ese tío, en cuya casa pasaban el invierno Chili y él, tumbados en hamacas bajo los mangos del jardín y discutiendo sobre las fiestas a que debían asistir, le gustaba entretener a sus sobrinos con sus satíricos puntos de vista. Decía que los paquistaníes que vivían en Inglaterra tenían que hacerlo todo, ganar las competiciones deportivas, presentar las noticias, dirigir tiendas y negocios, además de follarse a las mujeres. «¡Vuestro país ha acabado en manos de los hindúes!» A eso le llamaba «la carga del hombre cobrizo». [1]
Chili, hermano mayor de Shahid, había adoptado esa idea a los diecinueve años, antes de casarse con la fascinante Zulma y de que el vídeo de su boda, más largo que El padrino (las tres partes), se convirtiera en visión obligada en todo Karachi y hasta en Peshawar. Al entrar contoneándose en la cocina para desayunar después de haber hecho otra conquista, afirmaba:
—¡Aquí tenemos que hacerlo todo nosotros, yaar! ¡Es nuestra carga..., pero yo puedo llevarla!
Shahid decidió no decir nada sobre su vida privada. Pero Riaz tampoco contaba mucho sobre sí mismo y Shahid se preguntó si no pretendía hacerle alguna proposición concreta. Sospechaba que iba a pedirle un favor. Pero desechó sus recelos; estaba resuelto a no ser una persona cerrada.
Momentos después, Shahid explicaba a Riaz que sus padres y su hermano tenían una agencia de viajes. Veinticinco años antes, la madre de Shahid había sido secretaria y su padre empleado en una pequeña agencia. Ahora, aunque su padre había muerto recientemente, la familia tenía dos oficinas en Kent, en Sevenoaks.
Riaz escuchaba.
—¿Y se perdieron al llegar aquí? —preguntó.
—¿Que si se perdieron?
—Eso he preguntado.
Era una pregunta extraña. Pero ¿no era por eso, después de todo, por lo que había venido a la universidad, para distanciarse de su familia y pensar al mismo tiempo sobre su vida y el motivo que les había traído a Inglaterra?
—Quizá estés en lo cierto. A lo mejor eso es lo que pasó. El trabajo de mi familia siempre ha consistido en trasladar a otros de una parte a otra del mundo. Ellos nunca iban a ningún sitio, aparte de a Karachi una vez al año. No sabían hacer otra cosa más que trabajar. Mi hermano Chili mantiene... una actitud más desahogada. Pero, claro, es de otra generación.
—¿Es uno de esos disolutos?
—¿Disoluto? —Shahid se rio de tan sugestiva palabra—. ¿Qué derecho tienes a decir eso?
Por un momento, fulguró la pasión bajo la fría insistencia de Riaz, quien dio una palmada en la mesa.
—¿Qué derecho?
—Sí —inquirió Shahid.
—Lo que estoy sugiriendo es: ¿qué tiene realmente esa gente, nuestra gente, en la vida?
—Seguridad y empeño, al menos.
—Entonces es que están perdidos.
—¿Cómo?
—No hay duda, si eso es todo lo que tienen. ¡Es lógico!
Shahid se miró los dedos, que la comida había teñido del color de la nicotina. Riaz intentaba provocarle. Lamentaba haber sido tan abierto. Pero también estaba disfrutando de la conversación. Sólo añadiría una cosa.
—Desde luego que han perdido algo —admitió—. No les gusta el arte, por ejemplo. Y al mismo tiempo desdeñan su propio trabajo y se burlan de sus clientes por ir a quemarse los feos cuerpos en playas extranjeras y frecuentar los bares de karaoke.
—¡Sí, tienen razón, precisamente! A ningún paquistaní se le ocurriría hacer el ridículo de esa manera en la playa..., todavía no. Pero pronto, nos pasearemos por ahí con esos biquinis, ¿no crees?
—Eso es lo que mi madre y Chili están esperando. Que los asiáticos empiecen a participar en viajes organizados.
—Disculpa si te hago una pregunta, sé que no te importa, pero veo que tu familia posee cierta distinción.
—Para mí la tiene, sí.
—¿Por qué han permitido entonces que vayas a una universidad tan desastrosa?
Con su aire tímido y sin la jactancia que daba el whisky a los tíos de Shahid, por ejemplo, Riaz resultaba cortés. Pero, al mismo tiempo, Shahid se preguntaba si no le estaba forzando un poco, como tratando de averiguar algo para otros fines. Aunque ¿cuáles podrían ser? ¿Quién era aquel individuo que hacía tales preguntas?
—A causa de una mujer que se llama Deedee Osgood. ¿La conoces?
—Ah, sí. Tiene fama en la Facultad.
—Merecida. Y porque no saqué buenas notas en el instituto.
—¿Tú? —dijo Riaz en tono de preocupación—. ¿Por qué?
—Entonces tenía yo otras cosas en la cabeza, ¿comprendes? Mi novia estaba embarazada. Debió... humm... tuvo que…
—¿Qué?
—Un aborto tardío. Fue un asunto mezquino.
Temía que Riaz se formara una mala opinión de él, probablemente porque él mismo se avergonzaba; y porque, al final, había huido. Riaz, en efecto, suspiró. Shahid prosiguió:
—Después de eso, mis padres me obligaron a trabajar con ellos.
—¿Y tú los respetabas?
—No tanto como debía. Porque en vez de mandar gente a Ibiza, me quedaba sentado en la oficina leyendo a Malcolm X, Maya Angelou y Souls of Black Folk. Leí cosas sobre el Motín, la Partición y Mountbatten. Y una mañana, en la cama, empecé Los hijos de la medianoche. ¿La has leído?
—La encontré acertada con respecto a Bombay. Pero esta vez ha ido demasiado lejos.
—¿Sí? El primer libro me pareció difícil al principio. Tiene un ritmo que no es occidental. Desbordante. Luego vi al autor por televisión, atacando el racismo, informando a la gente de cómo surgió todo. Me dieron ganas de aplaudir, te lo aseguro. Pero después me sentí peor, porque acabé dándome cuenta de algo. Empezaron a ocurrírseme cosas tremendas. Ésa es la verdad, Riaz...
—¡Qué menos!
—Sí. —El corazón de Shahid empezó a latir deprisa—. Creí que iba a volverme loco.
—¿En qué sentido?
—Riaz, yo...
En aquel momento un hombre irrumpió a tal velocidad en el restaurante que Shahid se preguntó si no se precipitaría hacia la puerta trasera perseguido por la policía. Sin embargo fue capaz de pararse en seco, y quedarse cimbreando a su lado. Antes de que abriera la boca, Riaz le impuso silencio alzando autoritariamente el índice. El hombre obedeció en el acto y se sentó, temblando.
—Continúa —dijo Riaz, mirando a Shahid.
—Empecé a sentirme...
—¿Sí, sí?
—...más extraño que de costumbre, en aquella parte del país. Con frecuencia me trataban mal, sin consideración, ¿sabes? Eso me hizo tremendamente sensible. Pensaba que me faltaba algo.
La atención de Shahid se dividía ahora torpemente entre el desconocido que tenía al lado, a quien apenas había tenido tiempo de observar y que escuchaba los detalles más íntimos de su vida, y el hombre de enfrente, que estaba resuelto a enterarse de todo.
—Adondequiera que iba, era la única persona de piel oscura. ¿Cómo me veían los otros? No me atrevía a ir a ciertos sitios. No sabía lo que pensaban. Tenía la seguridad de que estaban llenos de desprecio, asco y odio. Y si se mostraban amables, pensaba que eran unos hipócritas. Me volví paranoico. No salía. Era consciente de que estaba confuso y... jodido. No sabía qué hacer.
Shahid se volvió hacia el recién llegado, que escuchaba con atención, moviendo la cabeza y los dedos como al compás.
—Escucho el lamento de cada repliegue de tu alma —dijo el desconocido—. Llámame Chad.
—Shahid.
—Es mi vecino —explicó Riaz a Chad.
Se estrecharon la mano. Chad era de los que llenan una habitación: un individuo voluminoso, de cara ancha, con aspecto de adolescente que trata de ser adulto. Parecía reventar de apetito.
—Hay algo mucho peor. —Shahid tenía la boca seca y le temblaban las manos. Intentó levantar el vaso, pero vertió agua en la mesa—. No creo que pueda hablar de ello. Pero quizá debería.
—Debes hacerlo —le instó Riaz.
—Sí —coreó Chad.
Se inclinaron hacia él, haciendo caso omiso del agua que les empapaba las mangas.
—Quise ser racista.
La seriedad de Chad cobró aspectos más graves. Con una mirada a Riaz, se levantó y se dirigió al mostrador a buscar su comida. Shahid esperó a que volviera. Riaz parecía canturrear para sus adentros.
Shahid estaba temblando.
—Tenía la cabeza llena de fantasías de matar negros.
—¿De qué estamos hablando ahora? —preguntó Chad.
—¿De qué? De ir por ahí maltratando paquistaníes, negros, chinos, irlandeses, toda la canalla extranjera. En cuanto los veía les insultaba en voz baja. Me daban ganas de darles una patada en el culo. La idea de acostarme con una asiática me ponía enfermo. Estoy siendo muy franco con vosotros...
—Abre tu corazón —murmuró Chad, sin probar la comida.
—Ni cuando venían a mí soportaba tocarlas. Pensaba, ya sabéis, que las asiáticas pretenden casarse en cuanto las tocan. No tocaría carne cobriza a no ser con un hierro de marcar. Odiaba a todos los hijoputas extranjeros.
—¿Cómo hemos llegado a eso? —exclamó Riaz en voz baja.
—Me decía... ¿por qué no puedo ser racista como todo el mundo? ¿Por qué tengo que perderme ese privilegio? ¿Por qué sólo yo tengo que ser bueno? ¿Por qué no puedo andar fanfarroneando por ahí, molestando a los individuos inferiores? Empecé a volverme como ellos. Me estaba convirtiendo en un monstruo.
—Tú no querías ser racista —aseveró Chad—. Te lo digo desde ahora mismo, categóricamente. Y te comunico que eso ya está solucionado.
Chad miró a Riaz que, con una compasiva inclinación de cabeza, confirmó que efectivamente ya estaba todo arreglado.
—No te lo tomes demasiado personalmente —prosiguió Chad, señalándose a sí misino e incluyendo con el gesto á Riaz—. Porque nosotros sabemos de eso. Y no te consideramos racista para nada.
—Soy racista.
Chad dio una palmada en la mesa.
—¡Ya te he dicho que sólo eres un instrumento!
—Quise afiliarme al Partido Nacional Británico.
—¿Sí?
—Habría rellenado los formularios, si es que los tienen. —Shahid se volvió hacia Riaz—: ¿Cómo se solicita entrar en una de esas organizaciones?
—¿Cómo sabría nuestro hermano una cosa así?
Chad estaba perdiendo la calma. Se remitió a Riaz, que se puso a buscar algo en la cartera: había dado la aprobación definitiva con una inclinación de cabeza.
—Escucha —prosiguió Chad con tensa paciencia—. Éste ha sido el siglo racista más largo y cruel de toda la historia. ¿Cómo no recibir sus vibraciones de una forma distorsionada? Todos los blancos tienen algo de Hitler: eso es lo que te han transmitido. Lo único que han hecho nunca por nosotros.
—¡Sólo se salvan los que se purifican! —sentenció Riaz.
Se levantó y se dirigió a la puerta.
—Nuestro hermano necesita aire fresco —dijo Chad—. Vaya, todos lo necesitamos.
Chad y Shahid siguieron a Riaz de vuelta a la residencia. Shahid estaba confuso, inquieto por si había molestado a sus nuevos compañeros hasta el punto de que rechazaran su amistad. Chad le caía simpático. La risa le brotaba por todo el cuerpo, hombros, vientre, pecho, y las manos se le agitaban como ventiladores, como si le pusieran en marcha un motor en el estómago. Chad había emprendido, sin embargo, la ardua tarea de vigilar aquel exceso de risa: parecía avergonzado de hallar tantos motivos de alegría.
Frente a la puerta de Riaz, Shahid estrechó temerosamente la mano de su vecino y, con cierta deferencia implícita, le dijo:
—Me alegro de haberte conocido esta tarde.
—Gracias —repuso Riaz—. Yo también he aprendido cosas.
—Adiós.
—Nada de despedidas.
—¿Cómo?
—Nos alegramos de tenerte con nosotros.
Y Riaz sonrió a Shahid como si hubiera pasado una especie de prueba.
Notas
[1] Alusión a un poema de Rudyard Kipling, «La carga del hombre blanco» (The White Man's Burden), donde se cantan los esfuerzos del Imperio Británico por extender su modelo de vida y sociedad. (N. del T.)
1995
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