Hace cinco años, cuando la institucionalidad política naufragaba tras chocar con el iceberg del estallido, los municipios actuaron como botes salvavidas.
Mientras La Moneda y el Congreso se hundían en la impotencia, los alcaldes, en contacto con las incipientes organizaciones barriales y cabildos que emergían por todo Chile, comenzaron a articularse para buscar una salida. La Asociación Chilena de Municipalidades anunció una consulta nacional sobre un proceso constituyente y temas sociales como el IVA y las pensiones. 330 de las 345 municipalidades, incluyendo alcaldes de derecha, centro e izquierda, adhirieron al proceso.
Fue un primer salvavidas desde el sistema institucional.
Finalmente, 225 municipios realizaron la consulta, con una mezcla de voto presencial y electrónico, y sin la supervisión del Servel. Más de 2.300.000 personas participaron.
Los alcaldes mostraron así un músculo y una legitimidad esperanzadora en un escenario de desplome del poder de la política cada vez más pronunciado.
Como advierte Juan Pablo Luna en su último libro, ¿Democracia muerta?, ese desplome no ocurre sólo en Chile, y no se debe solo a causas internas de la política institucional. Son problemas «estructurales, porque van más allá de lo que pueden hacer los líderes políticos y las reglas que definen sus incentivos».
Estos problemas se expresan en fenómenos como la incapacidad del Estado para controlar amplios territorios y los mercados ilegales; el debilitamiento de la promesa de ascenso social mediante la educación; la decadencia de instituciones intermedias que ejercían legitimidad en los barrios, como la Iglesia Católica; y la ruptura de los vínculos entre los partidos políticos y sus supuestos representados.
La política democrática está herida de muerte porque ya no puede sostener un compromiso básico: que tiene la capacidad para mejorar la vida del pueblo. En su libro, Luna recuerda la promesa de Raúl Alfonsín al asumir el poder en 1983, como símbolo de la primavera democrática en América Latina. «Con la democracia no sólo se vota, sino también se come, se cura y se educa».
La democracia era más que un procedimiento para elegir un gobierno y resguardar los derechos de los ciudadanos. Al poner el poder en el pueblo, era una garantía de que la vida mejoraría para ese pueblo que tomaba las riendas de su destino.
Como sabemos, Alfonsín no pudo cumplir su promesa: la hiperinflación se desató, mientras la democracia crujía y el presidente debía acortar su mandato. En Chile, en cambio, la Concertación sí pudo jactarse de haber cumplido esa parte del contrato. La democracia era incompleta, pero los índices sociales marcaban la caída de la pobreza y la incorporación de las grandes masas a la sociedad de consumo.
Ese encanto se rompió hace rato, y el creciente hastío se expresó mediante la abstención, que pasó del 13% en 1989 al 57% en las últimas municipales, en 2021. La reintroducción del voto obligatorio hizo carne el lema de nuestro escudo: si no podía convencerse a los electores de participar por la razón, entonces se haría por la fuerza. El fantasma de las multas elevó la participación a niveles comparables a los de la vuelta a la democracia, y trajo al padrón electoral a millones de electores obligados.
Es paradojal que, ante la impotencia del Estado para encantar a los ciudadanos con la democracia entregando seguridad frente a la delincuencia, buena educación y salud, y prestaciones sociales de calidad, a este no le quede más que recurrir al poder coercitivo de las multas.
Parafraseando a Alfonsín, si con la democracia ya no se come, se cura ni se educa, hay que asegurar que el menos se vote.
Aunque sea por obligación.
Este domingo sabremos si ese hastío se traduce en una gran masa de votos blancos y nulos, que reemplazan a la abstención como forma de expresar protesta, desinterés o desconocimiento. En las últimas elecciones de alcaldes con voto obligatorio, en 2008, los nulos y blancos llegaron al 8,6%.
Si la votación de los alcaldes naufraga a una ola de blancos y nulos, será una señal ominosa. Esa ola sí es esperable en elecciones como la de consejeros regionales, que cargan con una combinación fatal: son cargos invisibles, con poco interés y muchos candidatos que convierten la papeleta en una sábana ininteligible. Demasiada oferta para tan poca demanda.
Toda la discusión que tendremos el domingo en la noche sobre quién ganó y quién perdió (las alcaldías obtenidas, las gobernaciones arrebatadas, los trozos de poder masticados por cada coalición) puede sonar crucial. Pero, cuando levantamos un poco la mirada, vemos que es irrelevante en el largo plazo.
Porque lo fundamental aquí no es si cae más la oposición arrastrada por Hermosilla, o el oficialismo golpeado por Monsalve, sino la constatación de que la clase dirigente completa ha perdido su legitimidad.
En cierto sentido, es afortunado que estos escándalos toquen uno y uno: Hermosilla a la oposición y Monsalve al oficialismo. Porque permite entender mejor que la felicidad cuando el escándalo de turno toca «a los otros» es suicida.
Oficialistas y opositores parecen tan razonables como lo serían dos apostadores jugando a las cartas en la cubierta del Titanic, celebrando o lamentando cada mano del destino, mientras el agua comienza a cubrirlos y a llevarse sus cartas. El problema que enfrenta Chile es mucho más grande que cualquier escándalo, y mucho más profundo que ganar o perder una elección.
Por eso, al menos, tener a alcaldes electos con una proporción apreciable del padrón electoral sería esperanzador.
No nos hagamos trampas al solitario: sabemos que esos votos son más resignados que entusiastas. Que esos botes salvavidas son frágiles, están mal remendados y tienen hoyos por todos lados.
Pero, a estas alturas del naufragio, contar con esos salvavidas es mejor que nada.
en La Tercera, 26 de octubre, 2024
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