Uno de los camaradas que allí tuve, otra víctima de dieciocho
años de penosos esfuerzos nunca recompensados y de esperanzas frustradas, era
una de las almas más cándidas que nunca hayan cargado pacientemente con su cruz
en un agotador exilio; me refiero al serio y sencillo Dick Baker, buscador de
oro en el barranco del Caballo Muerto. Tenía cuarenta y seis años, era gris
como una rata, adusto, reflexivo, de cultura poco pulida, indumentaria
descuidada y siempre estaba sucio de barro; pero su corazón estaba hecho de un
metal más noble que todo el oro que su pala hubiera logrado sacar a la luz...
más noble incluso que el mejor oro que nunca se haya podido arrancar a la
tierra o acuñar.
Siempre que estaba de mala racha y un poco decaído, le daba por
lamentarse de la pérdida de un gato maravilloso que había tenido en otros
tiempos (porque allí donde no hay mujeres ni niños, los hombres de
inclinaciones bondadosas se encariñan con alguna mascota, ya que necesitan
volcar su afecto en algo). Cuando hablaba de la singular astucia de aquel gato,
se veía que en su fuero interno estaba convencido de que aquel animal tenía
algo de humano... o incluso de sobrenatural.
Yo le oí hablar de su gato en una ocasión. Y lo que contó fue
lo siguiente:
—Caballeros, en otra época tuve un gato que respondía al nombre
de Tomás Cuarzo y que, creo yo, les habría interesado... porque casi todo el
mundo lo encontraba interesante. Ocho años lo tuve conmigo, y era el gato más
extraordinario que he visto en mi vida. Era un gatazo gris con más sentido
común que cualquier hombre de este campamento; y con tanta dignidad y poderío que
ni al mismísimo gobernador de California le hubiera permitido tomarse
confianzas con él. En su vida no atrapó ni una sola rata, no señor, no se
dignaba hacer esas cosas. Nunca demostró interés por nada que no fuera la
minería. Sabía más de minería, ese gato, que cualquier hombre de cuantos he
conocido. No le podías explicar nada que no supiera sobre lavaderos de oro, y
en cuanto a la explotación de bolsas, bueno, era como si hubiera nacido para
dedicarse a ello. Se ponía a escarbar con Jim y conmigo cuando salíamos a hacer
prospecciones por los montes, y si nos alejábamos ocho kilómetros, ocho
kilómetros venía trotando detrás de nosotros. Además tenía un ojo clínico para
los terrenos de laboreo, era algo nunca visto. Cuando nos poníamos a trabajar,
echaba una ojeada a su alrededor y, si los indicios no le daban buena espina,
nos miraba como diciendo: «Bueno, ustedes sabrán disculparme», y sin una
palabra más levantaba la nariz y echaba a andar hacia casa. Pero si el terreno
escogido le parecía bien, se tumbaba y no rechistaba hasta que lavábamos la
primera batea, y entonces se acercaba a echar un vistazo, y si había allí seis
o siete pepitas de oro, se daba por satisfecho... no aspiraba a una prospección
mejor que aquélla; luego se tumbaba sobre nuestros abrigos y se ponía a roncar
como un barco de vapor hasta que dábamos con la bolsa; entonces se levantaba
para dirigirnos. Eso sí que no le daba ninguna pereza.
»Pues bien, pasó el tiempo y llegó aquel año de la locura por
el cuarzo. Todo el mundo se metió en ello; ya nadie removía la tierra de las
montañas a paletadas, todo era cavar y cavar y perforar el suelo con barrenos;
no quedó nadie que no abriera un pozo en lugar de escarbar en la superficie.
Jim no quería saber nada del asunto, pero como también nosotros tenemos que
explotar las vetas, nos pusimos a buscar. Comenzamos por abrir un pozo y Tomás
Cuarzo se preguntaba qué demonios hacíamos. Nunca había visto buscar oro de esa
manera y no sabía cómo explicárselo; se podría decir que no lograba
comprenderlo por más que lo intentara, aquello le superaba. Y además le
fastidiaba, claro está; le fastidiaba muchísimo, y siempre parecía estar
diciendo que era una condenada sandez. Pero es que ese gato siempre estaba en
contra de cualquier método nuevo que se pusiera de moda, no los soportaba. Ya saben
lo que pasa cuando uno se acostumbra a algo. Con el tiempo, Tomás Cuarzo empezó
a ceder un poco, aunque sin llegar a comprender del todo a qué se debía esto de
pasarse la vida excavando un pozo del que nunca se sacaba nada. Al final se
decidió a bajar al pozo para tratar de aclarar el asunto. Y cuando le entraba
la tristeza y se sentía un inútil, y se enfadaba y se hartaba de todo, sabiendo
que cada vez debíamos más dinero y no estábamos ganando ni un céntimo, se
enroscaba en un rincón sobre un saco y echaba un sueñecito. Pues bien, cuando
ya habíamos llegado a dos metros y medio de profundidad, la roca se volvió tan
dura que tuvimos que meterle un barreno, el primer barreno que utilizábamos
desde que había nacido Tomás Cuarzo. Prendimos la mecha, salimos al exterior y
nos alejamos a unos cincuenta metros, pero nos olvidamos de que habíamos dejado
a Tomás Cuarzo profundamente dormido sobre un saco. Habría pasado un minuto
cuando vimos salir del agujero una nubecita de humo y al poco un estallido
formidable hizo saltar todo en pedazos; algo así como cuatro toneladas de
piedras, tierra, humo y esquirlas volaron hasta unos dos kilómetros de
distancia y, ¡Santo Dios!, justo en medio de todo aquello el pobre Tomás Cuarzo
había salido despedido por los aires dando volteretas, entre bufidos y
resoplidos, mientras trataba de agarrarse a algo como un poseso. Pero no le
valió de nada, no señor, de nada. Durante un par de minutos y medio no volvimos
a verlo; luego, de repente, comenzaron a llover piedras y escombros y Tomás
Cuarzo cayó como un plomo a unos tres metros de donde estábamos. Apuesto a que
en aquel momento era el animal de aspecto más desastrado que nunca se haya
visto. Tenía una oreja en el cogote, la cola de punta, las pestañas
chamuscadas, y estaba tiznado de polvo y de humo, todo pringado de barro de
arriba abajo. En fin, como no era cuestión de pedirle disculpas, nos quedamos
sin saber qué decir. Él se miró con expresión de asco y luego nos miró a
nosotros, y fue tal y como si nos dijera: «Caballeros, quizá ustedes crean que
es muy gracioso burlarse de un gato sin experiencia en la extracción de cuarzo,
pero yo soy de una opinión muy distinta»... y a continuación dio media vuelta y
se marchó a casa sin pronunciar ni una palabra más.
»Él era así. Y aunque no me crean, a partir de entonces nunca
se vio un gato con tantos prejuicios contra la explotación de las minas de
cuarzo como él. Con el tiempo, cuando volvió a acostumbrarse a bajar al pozo,
se habrían quedado asombrados de su sagacidad. En cuanto cogíamos un barreno y
la mecha empezaba a chisporrotear, nos echaba una mirada que quería decir:
«Bueno, tendrán ustedes que disculparme», y era increíble la velocidad a la que
salía del pozo para trepar a un árbol. ¿Sagacidad? Lo suyo era algo más.
¡Verdadera inspiración!
—Desde luego, señor Baker, los prejuicios que tenía su gato
contra las minas de cuarzo resultan asombrosos si se tiene en cuenta cómo los
adquirió —comenté—. ¿Nunca logró curarlo de esos recelos?
—¡Curarlo! ¡Claro que no! Cuando Tomás Cuarzo le cogía manía a
algo, se la cogía para siempre... y aunque hubiéramos tratado de convencerlo
tres millones de veces, no habríamos logrado quitarle sus condenados prejuicios
contra las minas de cuarzo.
en
Cuentos completos, 2012
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