martes, junio 25, 2013

“Perdonando a Dios”, de Clarice Lispector









Iba caminando por la avenida Copacabana y miraba distraída los edificios, la franja del mar, las personas, sin pensar en nada. No me había dado cuenta aún de que en realidad no estaba distraída, de que era un momento de atención sin esfuerzo, de que yo era una cosa muy rara: era libre. Veía todo, y por casualidad. Sólo poco a poco empecé a advertir que estaba percibiendo las cosas. Entonces mi libertad, sin dejar de ser libertad, se intensificó un poco más. No se trataba de un tour de propriétaire, nada de aquello era mío ni yo lo deseaba. Pero creo que me sentía satisfecha con lo que veía.

            Entonces tuve una sensación de la que no había oído hablar nunca. Por puro cariño me sentí madre de Dios, que era la tierra, el mundo. Por puro cariño, así de simple, sin prepotencia ni gloria alguna, sin el menor sentimiento de superioridad o igualdad, yo era por cariño la madre de lo que existe. Supe también que si lo que yo sentía «hubiese sido cierto» —y no posiblemente una equivocación del sentimiento—, Dios se habría dejado querer sin ningún orgullo, sin ninguna pequeñez y sin ningún compromiso conmigo. Le habría parecido aceptable la intimidad con que yo le daba el cariño. Para mí el sentimiento era nuevo, pero muy real, y no se había presentado antes porque no había sido posible. Sé que se ama lo que Dios es. Con amor grave, con amor solemne, con respeto, miedo, reverencia. Pero nunca me habían hablado de sentir por Él un cariño maternal. Y así como mi cariño por un hijo no lo reduce, incluso lo agranda, ser madre del mundo no hacía mi amor menos libre.

            Y fue entonces cuando casi pisé una enorme rata muerta. En menos de un segundo estaba erizada por el terror de vivir, en menos de un segundo estallaba entera de pánico y controlaba como podía mi grito más profundo. Corriendo casi de miedo, ciega entre la gente, acabé en la otra manzana recargada en un poste, cerrando violentamente los ojos, que no querían ver más. Pero la imagen se filtraba por los párpados: una gran rata rubia, de enorme cola, con las patas aplastadas, y muerta, quieta, rubia. Tengo un miedo desmesurado a las ratas.

            Toda estremecida, logré seguir viviendo. Seguí caminando, perpleja, con la boca infantilizada por la sorpresa. Intenté cortar la conexión entre los dos hechos: lo que había sentido minutos antes y la rata. Pero era inútil. Los vinculaba por lo menos la contigüidad. Ilógicamente, ambos hechos tenían un nexo. Me horrorizaba que una rata hubiese sido mi contrapunto. Y de pronto me invadió la rebeldía: entonces, ¿yo no podía entregarme desprevenida al amor? ¿Qué quería Dios hacerme recordar? No soy de esas personas que necesitan que les recuerden que dentro de todo hay sangre. No sólo no olvido la sangre de dentro sino que la admito y la quiero, soy demasiado la sangre como para olvidar la sangre y para mí la palabra espiritual no tiene sentido ni tampoco la palabra terrena tiene sentido. No hacía falta arrojarme una rata a la cara desnuda. No en ese instante. Bien se podría haber tenido en cuenta el pavor que me alucina y persigue desde pequeña, las ratas ya se habían reído de mí, en el pasado del mundo las ratas ya me habían devorado con impaciencia y con rabia. Pero ¿entonces era así? ¿Yo andando por el mundo sin pedir nada, sin necesitar nada, amando con puro amor inocente, y Dios que me muestra su rata? La grosería de Dios me hería y me insultaba. Dios era un bruto. Mientras caminaba con el corazón cerrado, sentía una decepción tan inconsolable como sólo había sentido cuando niña. Seguí caminando, trataba de olvidar. Pero sólo se me ocurría vengarme. Pero ¿qué venganza podría tomarme yo contra un Dios todopoderoso, con un Dios que hasta con una rata aplastada podía aplastarme? La mía era una vulnerabilidad de criatura sola. En mi deseo de venganza no podía siquiera enfrentarme con Él, porque no tenía ni idea ni dónde estaba. ¿Cuál sería la cosa en donde Él estaría y más que yo, mirándola con rabia, fuese capaz de ver? ¿En la rata? ¿En aquella ventana? ¿En las piedras del suelo? Era en mí en donde Él ya no estaba. Era en mí en donde ya no lo veía.

            Entonces se me ocurrió la venganza de los débiles. ¿Ah, sí? Pues entonces, en vez de guardarme el secreto, lo contaré. Sé que entrar en la intimidad de Alguien y después contar los secretos es innoble, pero yo voy a contar —no cuentes, aunque sólo sea por cariño no cuentes, guárdate para ti sola las miserias de Dios—, sí, voy a contar, voy a difundir lo que me pasó, esta vez no se va a quedar así, voy a contar lo que Él hizo, voy a arruinarle la reputación.
             
Pero a lo mejor fue porque el mundo mismo es rata, y para la rata había pensado yo que también estaba preparada. Porque me imaginaba más fuerte. Porque hacía del amor un cálculo matemático equivocado: pensaba que, sumando las comprensiones, amaba. No sabía que sumando las incomprensiones es como se ama verdaderamente. Porque sólo por haber sentido cariño pensé que amar era fácil. Y porque rechacé el amor solemne, sin comprender que la solemnidad ritualiza la incomprensión y la transforma en ofrenda. Y también porque siempre he sido muy de pleito, mi modo es pelearme. Y porque siempre intento llegar a mi modo. Y porque todavía no sé ceder. Y porque en el fondo quiero amar lo que yo amaría, no lo que es. Y porque todavía no soy yo misma, y por lo tanto, el castigo es amar un mundo que no es él mismo. Y también porque me ofendo sin razón. Y porque acaso necesito que me hablen con brutalidad, pues soy muy testaruda. Y porque soy muy posesiva y entonces empecé a preguntarme con algo de ironía si no quería también la rata para mí. Y porque sólo podré ser la madre de las cosas cuando sea capaz de agarrar una rata con la mano. Sé que nunca podré agarrar una rata sin morir de mi peor muerte. Use yo entonces el magnificat que se entona a ciegas sobre aquello que no se conoce ni se ve. Y use yo el formalismo que me aparta. Porque el formalismo no ha herido mi simplicidad sino mi orgullo, pues por el orgullo de haber nacido me siento tan íntima del mundo, pero de este mundo que ya extraje de mí con un grito mudo. Porque la rata existe tanto como yo, y quizá ni yo ni la rata seamos para ser vistas por nosotras mismas, la distancia nos iguala. Quizá antes que nada yo tenga que aceptar esta naturaleza mía de querer la muerte de una rata. Tal vez me crea demasiado delicada sólo porque no cometí mis crímenes. Sólo porque contuve mis crímenes creo que mi amor es inocente. Quizá no pueda mirar la rata mientras no pueda mirar sin lividez esta alma mía apenas contenida. Tal vez tenga que llamar «mundo» a esta forma mía de ser un poco de todo. ¿Cómo puedo amar la grandeza del mundo si no puedo amar el tamaño de mi naturaleza? Mientras imagine que «Dios» es bueno por el solo hecho de que yo soy mala, no estaré amando nada: tan sólo será una forma de acusarme. Yo, que sin siquiera haberme recorrido toda ya elegí amar a mi contrario, y a mi contrario quiero llamarlo Dios. Yo, que jamás me acostumbraré a mí misma, pretendía que el mundo no me escandalizase. Porque yo, que de mí sólo logré no someterme a mí misma, pues soy mucho más inexorable que yo, pretendía recompensarme de mí misma con una tierra menos violenta que yo. Porque mientras ame a un Dios únicamente porque no me quiero a mí, seré un dado marcado y el juego de mi vida mayor no podrá realizarse. Mientras yo invente a Dios, Él no existirá.




en Cuentos reunidos, 2008

















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