El
iceberg avanza hacia nosotros
inexorablemente.
Vedlo
cómo se suelta
del
frente del glaciar,
de
los pies del glaciar.
Sí,
es blanco,
se
mueve,
sí,
es más grande
que
todo cuanto avanza
en
el mar,
en
el aire
o
la tierra.
Sueños
mortales
que
una larga caravana
de
icebergs atraviesa.
“A
doscientos cincuenta pies de altura
sobre
el nivel del mar,
destellan
sus colores
que
son maravillosos
y
totalmente diáfanos”.
“Como
si fuese un sol
multiplicado
sobre
las celosías de cientos de palacios”.
Mejor
es no pensar en lo que pesa
un
iceberg.
Cuantos
lo han visto
no
olvidarán jamás tal espectáculo
aunque
vivan cien años.
“Ese
espectáculo aguza la imaginación
pero
llena el corazón
de
un sentimiento de involuntario horror”.
El
iceberg carece de futuro.
Flota
a la deriva.
No
podemos hacer uso de él.
Existe,
sin duda.
No
tiene valor.
La
confortabilidad
no
es su fuerte.
Es
mayor que nosotros.
Siempre
y únicamente
vemos
su cima.
Es
efímero.
No
se preocupa.
Nunca
progresa,
pero
“cuando, parecido
a
una inmensa mesa
de
mármol blanco,
veteado
de azules,
se
mueve de improviso y quiebra lo profundo,
todo
el mar se estremece”.
En
nada nos concierne,
sigue
su ruta monocorde,
no
necesita nada,
no
se reproduce,
y
se derrite.
No
deja huellas.
Se
disipa perfectamente.
Sí,
ésa es la palabra:
perfectamente.
en El hundimiento del Titanic, 1998
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