viernes, mayo 10, 2013

“El iceberg”, de Hans Magnus Enzensberger









El iceberg avanza hacia nosotros
inexorablemente.
Vedlo cómo se suelta
del frente del glaciar,
de los pies del glaciar.
Sí, es blanco,
se mueve,
sí, es más grande
que todo cuanto avanza
en el mar,
en el aire
o la tierra.

Sueños mortales
que una larga caravana
de icebergs atraviesa.
“A doscientos cincuenta pies de altura
sobre el nivel del mar,
destellan sus colores
que son maravillosos
y totalmente diáfanos”.
“Como si fuese un sol
multiplicado
sobre las celosías de cientos de palacios”.

Mejor es no pensar en lo que pesa
un iceberg.
Cuantos lo han visto
no olvidarán jamás tal espectáculo
aunque vivan cien años.

“Ese espectáculo aguza la imaginación
pero llena el corazón
de un sentimiento de involuntario horror”.

El iceberg carece de futuro.
Flota a la deriva.
No podemos hacer uso de él.
Existe, sin duda.
No tiene valor.
La confortabilidad
no es su fuerte.
Es mayor que nosotros.
Siempre y únicamente
vemos su cima.

Es efímero.
No se preocupa.
Nunca progresa,
pero “cuando, parecido
a una inmensa mesa
de mármol blanco,
veteado de azules,
se mueve de improviso y quiebra lo profundo,
todo el mar se estremece”.

En nada nos concierne,
sigue su ruta monocorde,
no necesita nada,
no se reproduce,
y se derrite.
No deja huellas.
Se disipa perfectamente.
Sí, ésa es la palabra:
perfectamente.




en El hundimiento del Titanic, 1998















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