Capítulo
3
Con veintiochos años de edad, y ya dos
metros de estatura, Gregor decide tomar un barco hacia los Estados Unidos de
América. Desembarca en un muelle de Nueva York provisto de su pasaporte y de su
bombín, de una maletita con apenas ropa, de otra con apenas instrumentos, de veinte
dólares doblados en un bolsillo y en otro bolsillo una carta de recomendación
para Thomas Edison.
Edison es un inventor rico y poderoso,
director de la sociedad General Electric y tan famoso universalmente que por
ejemplo, en vida, ha accedido ya al estatuto de personaje central de una novela
de Villiers de L'Isle-Adam publicada por entregas a la sazón en París en la
revista La Vie moderne. Autor de mil noventa y tres inventos —sin empacho en
atribuirse un buen número de ellos realizados por otros—, reivindica
fundamentalmente los del teléfono, el cine y la grabación de sonido, por no
hablar de la electricidad, tema que ocupará no poco nuestra atención.
Después de inventar, tras multitud de otras
cosas, la bombilla de incandescencia, Thomas Edison ha ideado un sistema de
distribución para alimentar esas bombillas e inaugurar, dos años después, la
primera central eléctrica del mundo. Al llegar Gregor, ésta suministra ya
corriente continua de 110 voltios a cincuenta y nueve clientes residentes en
Manhattan, en la periferia inmediata del laboratorio de Edison, pero, para el
inventor, eso sólo supone un comienzo: acaba de desarrollar el sistema creando
una red que comunica distintas fábricas y manufacturas, así como teatros
repartidos por Nueva York. Todo ello está pidiendo a ojos vistas que se amplíe,
pero requiere aportación de fondos e inversiones. Sin embargo, los financieros
no parecen acabar de calibrar las ventajas de esa electricidad, salvo el más
rico de todos ellos, un tal John Pierpont Morgan. Temible, temido por su poder
y su endiablado mal genio, John Pierpont Morgan lo es también por su
clarividencia: prefiriendo callar y aguardar el momento propicio, ha
comprendido enseguida que, tras la invención del tornillo por Arquímedes, esa
energía es lo mejor de cuanto se ha descubierto en la historia de las ciencias.
Gregor, con ser muy guapo no
obstante su gigantismo, espigado, distinguido, de apariencia resuelta, largo
rostro acotado por un elegante bigote, se muestra bastante intimidado al llegar
a casa de Edison aun cuando éste no descollé por su físico, y tal vez
precisamente por eso. Thomas Edison es un hombre feo, encorvado,
desmañado y desagradable, que camina arrastrando los pies, de mirada huidiza,
siempre embutido en batas de algodón beige o marronosas, confeccionadas por su
mujer y que se abotona hasta la barbilla. Amén de eso, es sordo desde los trece
años de resultas de una escarlatina traicionera, obstáculo que no le impidió
imaginar y construir, siete años atrás, el primer fonógrafo.
Encima, cuando Gregor se presenta en su
casa, Edison está de un humor de perros: en los últimos días se multiplican los
incidentes en las instalaciones que trabajan con corriente continua, tanto en
algunas empresas como en domicilios de particulares. Tras acudir todos sus
ingenieros a reparar urgentemente la de los Vanderbilt, en la Quinta Avenida,
una compañía de navegación acaba de comunicarle en ese instante que las dinamos
del paquebote Oregon, suministradas por su sociedad, sufren también averías. Al
tener que permanecer atracado, la compañía pierde a diario cuantiosas sumas y
amenaza con querellarse contra Edison. Este, tan avaro como desagradable,
carece de personal disponible cuando Gregor le alarga tímidamente la carta, que
expone sus cualidades de electricista. Por si las moscas pero sin abrigar
ninguna esperanza, Edison echa un vistazo al papel, sin mirar siquiera al
joven, y lo envía a analizar la situación a bordo del Oregon.
A Gregor le cuesta lo suyo dar con
el puerto y con el muelle donde está amarrado el paquebote, sobre el que vuelan
gaviotas que captan su atención, pues siempre le ha interesado todo cuanto
vuela, en especial, a saber por qué, palomas de toda suerte, tórtolas y demás
familia. Pero,
en fin, los gaviones tampoco carecen de interés. Tras mirarlos planear y
zambullirse un rato, un hosco sobrecargo le indica el camino de la sala de
máquinas, donde se encierra a solas con sus instrumentos. Se pone enseguida
manos a la obra y arregla las dinamos durante la noche. Cuando regresa a las oficinas
de Edison a la mañana siguiente, éste, sin decir una palabra, lo contrata como
ayudante a cambio de un sueldo de botones.
2010
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