Leyendo a Vila-Matas es una señal. Mejor dicho, Leyendo a Vila-Matas es una señal
violenta. Más exactamente, Leyendo a
Vila-Matas termina con el arte de un certero púgil. No hay que darse cuenta,
aunque sí. El homenaje, que no es tan homenaje, finalmente, culmina –se hace
evidente a medida que el relato avanza- con el único final posible: Le saludé y, al parecer, superé lo que se
esperaba de mí, pues pronuncié la primera palabra de mi vida, dije «Adiós» (Enrique
Vila-Matas).
Aún así, y siendo ya tarde para algunas cosas, Leyendo a Vila-Matas nos recuerda
quienes somos, o quienes pretendemos ser, más bien, y el final de honestidad
brutal -de epifanía literaria, de valentía- traspasa acaso el cúmulo, la nube
de ficción, para ubicarse justo al frente, como una idea mala que no ceja, como
un dolor que de a poco se diluye, como una verdad que se espera, pero que se
evita.
No es necesario agradecer, tampoco reclamar. Es la
decisión de un hombre libre, que transita a oscuras por nevadas alamedas,
vertiginosas, que transcurren lentamente, mucho más que aquella recordable, a
mi pesar, película de Linklater, que -no sé por qué- siempre se me termina
apareciendo, ya no como película, sino que como referencia. Algo tiene de ella,
de la película, Leyendo a Vila-Matas.
Más bien, mucho tiene de ella. Sin entrar en detalles, o adelantarlos, la
narración nos lleva de la mano, al sonido de los trenes, con el frío que proporciona
la velocidad y el ruido leve, las muchachas rubias y los señores serios que
leen autores clásicos. Y también la conversación en el coche-comedor –diríamos
en Chile-, y una historia que se compone de otras que no suceden, sino que son narradas,
también. Y el temor inicial, de encontrarse con un autor joven, que inunda
párrafos enteros de marcas, nombres y lugares; tal temor desaparece para dar
lugar a una historia, que en realidad son tres o cuatro (tal vez más), y que
juntas conforman otra, la final, la que se presenta como saludo, legado o
testamento. Una historia que no es triste ni divertida, ni especialmente
inteligente. Sin embargo, entre esos vericuetos simples –compuestos de recursos
tan sencillos como mezclar historias, hacer recuerdos y sorprender mínimamente-
se oculta expresamente (si es que algo así pudiera decirse) una verdad tan
sólida como una catedral.
Acá aparece Linklater nuevamente. Y nos imaginamos un
paseo en tren, por la ciudad, por un parque de estilo francés… en donde,
prácticamente, nunca pasa nada; pero finalmente pasa mucho, o pasa todo; o pasa todo lo que tiene que pasar
(esta frase la incluyo a riesgo de sonar cursi, o tramposo).
Leyendo a Vila-Matas viaja por países, tiempos y
espejismos literarios. Sin embargo, no se mueve nada. Es una novela estática,
de reflexión, imaginación y pensamiento. Es una novela de intromisión, de
bagaje, de pequeños timos. Es una novela sentimental, algo cursi y predecible.
Aún así, supongo que por el viejo guiño que existe entre un buen escritor y un
lector atento, este último se deja llevar, se deja atrapar y continúa
entreverado en rieles congelados, visiones repetidas y el placer, todavía más
antiguo, de ocultar el cierre hasta que no sea posible más; porque el ritmo de
lectura es lento, pausado y constante; porque la sonrisa reaparece y el mentón
asiente, especulando tal o cual final para el científico, un cuarto de hotel
para acompañarse de una alemana, o unos celos tan justificados como
injustificados –dependiendo del origen, paranoia o inmanencia-.
Siempre he desconfiado de los personajes –literarios,
me refiero acá- que visitan al sicoanalista; por cliché, por extemporáneo, por
impostado que resulta a estas alturas un ejercicio de ese tipo. Tan impostado
como un escritor chileno viajando por Europa en el siglo XXI. Pero, y como dice
Maier-personaje: en las calles húmedas de
Amberes –Amberes nuevamente-
queríamos dejar atrás lo que erróneamente pensábamos que habían sido malas
decisiones, pero en realidad pretendíamos dejar de ser quiénes éramos.
Viaje que sirve de excusa. La narración que se mueve
apenas, como arriba de un tren. Un encuentro. Una casualidad que no se sabe si
es casualidad, que se piensa que no es, pero puede ser. Un pensamiento obsesivo.
El viaje continúa. La narración se mece, como una cuna, avanza rápido, sin
trastabillar. El tren es cómodo, complaciente, algo inquieto, pero seguro. Una
llamada. La siguiente llamada. Otra llamada. Un leve roce de manos. Una mirada.
Otra mirada. Un sujeto un poco hipocondriaco –que el páncreas, que el duodeno,
que el sistema digestivo, que el escaso sueño-. Un sujeto que huye, o que
encuentra. Un sujeto que huye siempre es
un sujeto que encuentra, se diría en clave evidente. Miedo a esto. Miedo a
lo otro. El miedo es como un spray
paralizante. Un tanto impostado –odia decir “postmoderno”, pero lo dice-.
El pensamiento sobre el pensamiento se hace realidad… hablo de la realidad intermedia,
la que está entre la segunda y la no ficción. No es tan complejo como esto,
aunque pudiera llegar a serlo. Acá desaparece Vila-Matas, también desaparece
Maier. Desaparecemos todos, incluso Linklater.
En breves páginas, y con sobriedad medida, Maier se
devuelve, observa desaparecer el tren, un
tren maldito en el horizonte. Ya no hay escaleras que bajar, ni ropa que
guardar. Simplemente mirar cómo se aleja el tren, y sentir el frío, quizás,
levantar el cuello del abrigo y caminar durante horas, o más… sin rumbo
conocido. O, como diría un clérigo en tiempos de Montaigne: Fortis imaginatio generat casum.
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