miércoles, marzo 13, 2013

"Huellas del imperio", de Michel Onfray






Michel Foucault llamaba episteme a ese dispositivo invisible pero eficaz del discurso, de la visión de las cosas y del mundo, de la representación de lo real, que encierra, cristaliza y petrifica una época en representaciones estereotipadas. La episteme judeocristiana nombra lo que, desde las crisis de histeria de Pablo de Tarso en el camino de Damasco hasta las intervenciones globales televisadas de Juan Pablo II en la plaza de San Pedro, constituye un imperio conceptual y mental difuso dentro del conjunto de engranajes de una civilización y una cultura. Dos ejemplos, entre muchos, para ilustrar mi hipótesis de la impregnación: el cuerpo y el derecho.

La carne occidental es cristiana. Incluso la de los ateos, musulmanes, deístas y agnósticos educados, criados o instruidos en la zona geográfica e ideológica judeocristiana... El cuerpo que habitamos, el esquema corporal platónico-cristiano que heredamos, la simbólica de los órganos y sus funciones jerarquizadas —la nobleza del corazón y el cerebro, la grosería de las vísceras y el sexo, neurocirujano contra proctólogo...—, la espiritualización y desmaterialización del alma, la articulación de una materia pecaminosa y un espíritu luminoso, la connotación ontológica de esas dos instancias opuestas de modo artificial, las fuerzas turbadoras de una economía libidinal moralmente captada, todo eso estructura el cuerpo a partir de dos mil años de discursos cristianos: la anatomía, la medicina, la fisiología, desde luego, pero también la filosofía, la teología y la estética contribuyen a la escultura cristiana de la carne.

La mirada que uno se dirige a sí mismo, la del médico, la del especialista en diagnóstico por imágenes, la filosofía de la salud y la enfermedad, el concepto de sufrimiento, el papel que se le otorga al dolor, por lo tanto, la relación con la farmacopea, las sustancias, las drogas, el lenguaje que usa el que cura para dirigirse al enfermo, así como también la relación de uno consigo mismo, la integración de una imagen de sí y la construcción de un ideal del yo fisiológico, anatómico y psicológico, nada de eso se construye sin los discursos mencionados. Así pues, la cirugía o la farmacología, la medicina alopática y los cuidados paliativos, la ginecología y la tanatología, el servicio de emergencias y la oncología, la psiquiatría y la clínica experimentan la ley judeocristiana sin percibir en particular de modo claro los síntomas de esa contaminación ontológica.

La pusilanimidad bioética contemporánea proviene de ese dominio invisible. Las decisiones políticas laicas al respecto corresponden poco más o menos a las posiciones que la Iglesia formula sobre esos grandes temas. No es sorprendente que la ética de la bioética siga siendo fundamentalmente judeocristiana. Aparte de la legislación del aborto y la contracepción artificial, esos dos avances hacia un cuerpo poscristiano —que he llamado, por otro lado, cuerpo fáustico—, la medicina occidental sigue muy de cerca las incitaciones de la Iglesia.

La Carta al personal de la salud del Vaticano condena la transgénesis, la experimentación con el embrión, la fecundación in vitro y la transferencia embrionaria, las madres portadoras, la procreación asistida médicamente para las parejas no casadas u homosexuales, el clonaje reproductivo y también el terapéutico, los cócteles analgésicos que anulan la conciencia al final de la vida, la utilización terapéutica del cannabis, la eutanasia. En cambio, elogia los cuidados paliativos e insiste en el papel salutífero del dolor, posiciones que los comités de ética, en apariencia laicos y separados falsamente de la religión, repiten a coro...

Por cierto, cuando en Occidente los que curan abordan el cuerpo enfermo, la mayoría de las veces ignoran que piensan, actúan y diagnostican a partir de su formación, que incluye la episteme cristiana. No entra en juego la conciencia, sino una serie de determinismos más profundos y antiguos que remiten a los momentos en que se elaboró el temperamento, el carácter y la conciencia. El inconsciente del terapeuta y el del paciente provienen de un mismo baño metafísico. El ateísmo exige trabajar sobre esos formateos invisibles pero que se imponen en los detalles de la vida cotidiana corporal: el análisis minucioso del cuerpo sexuado, sexual y de las relaciones correspondientes ocuparía un libro entero...







en Tratado de ateología, 2005










Traducción de Luz Freiré










Fotografía original de Joelle Dolle


























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