En una entrevista a Jorge Luis Borges publicada recientemente, el poeta argentino contaba cómo había conocido a Federico García Lorca cuando ambos eran jóvenes, y como a Borges el poeta-dramaturgo español le había caído mal desde el primer momento:
Lorca quería impresionarnos. Me dijo que estaba muy preocupado acerca de un personaje muy importante del mundo contemporáneo. Un personaje en el que se podía contemplar toda la tragedia de la vida americana. Y siguió con el tema hasta que le pregunté quien era ese personaje y resultó que el personaje era Mickey Mouse. Supongo que intentaba ser ingenioso. Y pensé, eso es lo que uno puede decir cuando es muy joven y quiere impresionar a alguien. No obstante, después de todo, él era un hombre adulto, no tenía necesidad de ello, podría haberse expresado de una forma distinta. Pero cuando empezó a decir que Mickey Mouse era el símbolo de América, allí había un amigo mío que me miró y yo lo miré a el y los dos nos fuimos porque ya estábamos demasiado viejos para aquellas tonterías, ¿no? Incluso entonces.
En Easy Rider, de Dennis Hopper, éste le pregunta al líder de la comunidad hippie, Robert Walker: “Alguna vez has deseado ser alguien diferente?”. Después de una pausa contemplativa, Walker responde con tono solemne: “Muchas veces he pensado en ser el cerdito Porky”. Y el grupo se sume en un respetuoso silencio. Easy Rider está plagada del tono sentencioso que Borges encontró en el joven Lorca, del deseo petulante de “impresionar” (no en el sentido de Cocteau), la autocomplaciente condescendencia de un aficionado a los aforismos que acaba de derribar una serie de hombres de paja.
Easy Rider es una película muy importante... Y muy mala, y no creo que su importancia deba ser utilizada para esconder el pésimo tratamiento de su trama. El filme de Dennis Hopper sobre dos moteros conectados con la cultura de la droga (Hopper y Peter Fonda) que, en palabras de la publicidad de Easy Rider, “se van a descubrir América”, ha captado por igual la imaginación de la prensa seria y de la marginal.
La identificación marginal fue instantánea y comprensible. Easy Rider alimentaba la paranoia que constituye la materia prima de la cultura juvenil (a menudo con toda la razón). Como dijo un amigo, “Es una película que no va ningún sitio”, quizá dando a entender que los jóvenes idealistas son masacrados sin sentido y que al público no se le deja ninguna esperanza. Las objeciones de los críticos de Life y de Newsweek no tuvieron eco alguno debido al entusiasmo por mostrase afines a las propuestas del film. Como escribió Joseph Morgenstern, “La verdad fundamental de Easy Rider salta a nuestros ojos gracias a lo que nosotros mismos conocemos de esta nación nuestra, enamorada del gatillo y poseída por el odio, un lugar en el que una cantidad más grande de imbéciles lleva una cantidad cada vez más grande de armas”. Los medios de comunicación, tras haber explotado todas las demás verdades de la juventud, ahora estaban usurpando su paranoia.
Mi reproche es que Easy Rider, a pesar de todas sus buenas intenciones, funciona del mismo modo superficial que siempre han funcionado las películas “liberales” de Hollywood. Las superficiales caracterizaciones y la ingeniosilla perspicacia de Easy Rider surgen de la misma mentalidad bobalicona que creó repugnantes películas “liberales” del estilo de La barrera invisible (Gentleman’s agreement, 1947), de Elia Kazan, y Fugitivos (The defiant ones, 1958), de Stanley Kramer. Pero dado que los liberales y los izquierdistas de todo tipo necesitan con desesperación aferrarse a las tesis de Easy Rider, están dispuestos a pasar por alto el método de debate vacío y convencional del filme.
Fugitivos (una sincera sensiblera fábula de 1958 acerca de las relaciones raciales) tuvo un fugaz valor sociológico (como Easy Rider), pero su valor en cuanto a arte era insignificante y en la actualidad nadie se tomaría su moral de blancos y negros en serio. Los personajes de Easy Rider terminarán siendo ridículos también, porque Hopper ha dado el primer paso para protegerlos de los estragos del tiempo, no los ha apartado del mundo de marionetas de la propaganda y no los ha convertido en seres humanos de verdad.
Easy Rider toma sus personajes y su situación de una reserva de trucos cinematográficos que históricamente ha utilizado para “poner a prueba” cualquier premisa contradictoria. ¿No conocían ya a estos personajes... ? La prostituta de buen corazón, el hombre sencillo del campo, el poli bravucón, los cerrados pueblerinos sureños, el borracho bienintencionado y el impasible héroe de tintes picarescos que no deja de mirar hacia el futuro: las películas de moda en los años veinte siempre incluían una imagen de personaje-actor juguetón y bebido que se echaba todo encima, hacía muecas y terminaba dándose un porrazo.
En nuestros días tenemos a Jack Nicholson, el pueblerino, el abogado de ACLU, el niño de mamá, poniéndose hasta arriba de hierba, haciendo muecas, y al final, dándose un porrazo. La sensibilidad es la misma y, por lo tanto, también son las bromas. (Y cuando le dio por decir, con gesto serio, “Oye, este era un país increíblemente bueno. No sé lo que ha pasado”, yo, por algún motivo, no podía parar de reír).
Cuando un recién “conectado” Nicholson es asesinado y Peter Fonda murmura algo así como que era un buen hombre, pensé que, por un instante, estaba viendo en exposición doble la imponente figura de John Wayne rondando la aún fresca del viejo y fiel Walter Brennan. Nos encontramos de lleno en el corazón del Viejo Oeste cuando Fonda visita una comuna hippie dice que sus habitantes, sembradores de semillas “Lo van a conseguir”.
En lugar de las redundancias musicales de Max Steiner, ahora tenemos a Jimi Hendrix y a Steppenwolf para reforzar cada uno de los pasajes temáticos. Nos podríamos haber tomado con mejor humor estas situaciones si Hopper no hubiese mostrado en cada momento su inmadurez. Intercala de forma rudimentaria el herrado de un caballo con el cambio de un neumático de la moto, se recrea en unos graffiti sobre Cristo (¡no podía ser en otro lugar!) de una casa de putas.
La idea de Hopper de dar en el clavo es algo como lo siguiente: largo travelling de lujosas mansiones sureñas de blancos; corte: largo travelling de míseras chozas de negros. Hasta el pobre Stanley Kramer, que es el típico ejemplo de pretenciositas liberal para cualquier estudiante de cine, es más sutil que todo esos. Hopper no encuentra nuevas metáforas para la cultura de la droga, se limita a adaptar a la escena contemporánea las situaciones utilizadas por el cine antediluviano. Los clichés liberales han cambiado, pero siguen siendo clichés.
El villano de Hopper es el chivo expiatorio favorito de cualquier liberal: el redneck, el sureño reaccionario de clase baja. No hay necesidad de motivar, caracterizar o desarrollar a los asesinos: el pasado del cine nos ha enseñado que los blancos pobres del Sur cometen crímenes así de atroces porque sí. Fonda ha dicho que muy bien podrían haber situado el asesinato en el Norte. Es cierto, pero eso hubiera obligado a Hopper a definir a sus villanos con mayor precisión (a menos que trasladara gente del Sur al Norte) y se habría privado de la diversión que supone fustigar el estereotipo sureño. Rodeado de majorettes (un claro signo de decadencia) y con su característico acento, el sureño reaccionario es el villano idóneo para un director ingenuo: defender a ese villano sería como estar en contra, en el nombre de Dios, del AMOR.
Los estudiantes universitarios que se quejan del Supernegro bidimensional de Sydney Portier se tragan a los Superfanáticos de Hopper sin escrúpulos. Supongo que depende del lado de la valla paranoica en que uno se encuentre.
Un amigo mío al que le gusta Easy Rider admite que la película es superficial pero dice: “Ahí está su belleza. No profundiza más de un centímetro en esos personajes hippies, pero esos es todo lo que hay, en cualquier caso”. Me niego a creer que nadie sea tan superficial como los hippies y los sureños cerrados de Hopper… incluso cuando actúan de ese modo. Hay sentimientos (quizá indeseables) que comparto con ambos grupos y quiero una película que explore y analice esa identificación.
Lo que sitúa a Easy Rider en la línea de cualquier otro cobarde ejemplo de liberalismo empalagoso es el rechazo de Hopper a jugar con unas cartas que no estén marcadas. Es imposible perder en una trama que lanza estereotipos contra hombres de paja. El problema de un propagandista como Hopper es que los seres humanos son siempre más llamativos que los eslóganes, y arriesgarse en una caracterización es arriesgarse a fracasar. Si la caracterización es demasiado honesta, el público puede no identificarse con el grupo correcto, como en la primera mitad del filme anticomunista de 1952 de Leo McCarey, Mi hijo John (My son John, 1952), donde MaCarey describía al comunista Robert Walter demasiado concienzudamente. Podemos imaginar el formato de Easy Rider utilizado para dar a conocer cualquier tipo de propaganda de agitación.
Podría haberse tratado de una película nazi con Hitler y Goering pasando revista a sus ametralladoras en Renania y abatidos al final por un grupo furibundo y variopinto de banqueros, científicos y artistas judíos de fuerte acento (al menos de esa manera hubiese sido divertido). Aunque corra el riesgo de ser frívolo, se podría decir que Easy Rider fue un film hecho con el objeto de recaudar fondos para Sam Yorty. Los votantes de derechas habrían llenado las arcas del alcalde Sam tras verla por primera vez. No hay peligro de que los conservadores se emocionen o cambien de opinión al ver la película; reaccionan de un modo tan automático como los izquierdistas.
Easy Rider trata los temas más importantes que se le presentan a América… y por eso mismo su superficialidad es de lo más deplorable. Creo que sirve de ayuda realizar una distinción entre documentales y películas de ficción sobre tendencias políticas. Hace poco he visto un importante documental llamado American Revolution 2 (1969), que hace el intento de unir a dos organizaciones militantes marginales, una de blancos pobres sureños y la otra de los Panthers. American Revolution 2 no profundiza más en los personajes que Easy Rider, y sin embargo a mí me llegó mucho más que Easy Rider. Es necesaria una descripción más honesta de los acontecimientos que, aunque superficial, informe a los espectadores de los puntos de vista que hay en el país. Pero cuando un cineasta moldea gente y lugares es responsable de mucho más: es responsable de sus almas y de sus mentes tanto como de sus acciones.
Easy Rider habría sido una película de gran impacto si Hopper hubiera sido capaz de captar esos acontecimientos tal y como suceden (y no dudo de que sucedan), pero como obra de arte y de la imaginación se queda corta por completo. Exijo más al arte que a la vida; anhelo la sensibilidad y la perspicacia que puede ofrecer un artista. Y cuanto más importante es el tema fundamental, más crucial es la perspicacia.
Si los medios de comunicación deciden explotar la paranoia de Hopper-Fonda, lograrán algo de tan poco valor como las tendencias de la moda del año pasado y de las obras teatrales con desnudos. Hopper y Fonda están demasiados obnubilados con la idea de sí mismos como expertos, Cristos, mártires y cerditos Porky y como para analizar a sus héroes, sus villanos o a ellos mismos… y esta forma de paranoia inofensiva es fácilmente engullida y comercializada a través de los medios. Pero ya estamos demasiado viejos para estas tonterías, ¿no?.
Lorca quería impresionarnos. Me dijo que estaba muy preocupado acerca de un personaje muy importante del mundo contemporáneo. Un personaje en el que se podía contemplar toda la tragedia de la vida americana. Y siguió con el tema hasta que le pregunté quien era ese personaje y resultó que el personaje era Mickey Mouse. Supongo que intentaba ser ingenioso. Y pensé, eso es lo que uno puede decir cuando es muy joven y quiere impresionar a alguien. No obstante, después de todo, él era un hombre adulto, no tenía necesidad de ello, podría haberse expresado de una forma distinta. Pero cuando empezó a decir que Mickey Mouse era el símbolo de América, allí había un amigo mío que me miró y yo lo miré a el y los dos nos fuimos porque ya estábamos demasiado viejos para aquellas tonterías, ¿no? Incluso entonces.
En Easy Rider, de Dennis Hopper, éste le pregunta al líder de la comunidad hippie, Robert Walker: “Alguna vez has deseado ser alguien diferente?”. Después de una pausa contemplativa, Walker responde con tono solemne: “Muchas veces he pensado en ser el cerdito Porky”. Y el grupo se sume en un respetuoso silencio. Easy Rider está plagada del tono sentencioso que Borges encontró en el joven Lorca, del deseo petulante de “impresionar” (no en el sentido de Cocteau), la autocomplaciente condescendencia de un aficionado a los aforismos que acaba de derribar una serie de hombres de paja.
Easy Rider es una película muy importante... Y muy mala, y no creo que su importancia deba ser utilizada para esconder el pésimo tratamiento de su trama. El filme de Dennis Hopper sobre dos moteros conectados con la cultura de la droga (Hopper y Peter Fonda) que, en palabras de la publicidad de Easy Rider, “se van a descubrir América”, ha captado por igual la imaginación de la prensa seria y de la marginal.
La identificación marginal fue instantánea y comprensible. Easy Rider alimentaba la paranoia que constituye la materia prima de la cultura juvenil (a menudo con toda la razón). Como dijo un amigo, “Es una película que no va ningún sitio”, quizá dando a entender que los jóvenes idealistas son masacrados sin sentido y que al público no se le deja ninguna esperanza. Las objeciones de los críticos de Life y de Newsweek no tuvieron eco alguno debido al entusiasmo por mostrase afines a las propuestas del film. Como escribió Joseph Morgenstern, “La verdad fundamental de Easy Rider salta a nuestros ojos gracias a lo que nosotros mismos conocemos de esta nación nuestra, enamorada del gatillo y poseída por el odio, un lugar en el que una cantidad más grande de imbéciles lleva una cantidad cada vez más grande de armas”. Los medios de comunicación, tras haber explotado todas las demás verdades de la juventud, ahora estaban usurpando su paranoia.
Mi reproche es que Easy Rider, a pesar de todas sus buenas intenciones, funciona del mismo modo superficial que siempre han funcionado las películas “liberales” de Hollywood. Las superficiales caracterizaciones y la ingeniosilla perspicacia de Easy Rider surgen de la misma mentalidad bobalicona que creó repugnantes películas “liberales” del estilo de La barrera invisible (Gentleman’s agreement, 1947), de Elia Kazan, y Fugitivos (The defiant ones, 1958), de Stanley Kramer. Pero dado que los liberales y los izquierdistas de todo tipo necesitan con desesperación aferrarse a las tesis de Easy Rider, están dispuestos a pasar por alto el método de debate vacío y convencional del filme.
Fugitivos (una sincera sensiblera fábula de 1958 acerca de las relaciones raciales) tuvo un fugaz valor sociológico (como Easy Rider), pero su valor en cuanto a arte era insignificante y en la actualidad nadie se tomaría su moral de blancos y negros en serio. Los personajes de Easy Rider terminarán siendo ridículos también, porque Hopper ha dado el primer paso para protegerlos de los estragos del tiempo, no los ha apartado del mundo de marionetas de la propaganda y no los ha convertido en seres humanos de verdad.
Easy Rider toma sus personajes y su situación de una reserva de trucos cinematográficos que históricamente ha utilizado para “poner a prueba” cualquier premisa contradictoria. ¿No conocían ya a estos personajes... ? La prostituta de buen corazón, el hombre sencillo del campo, el poli bravucón, los cerrados pueblerinos sureños, el borracho bienintencionado y el impasible héroe de tintes picarescos que no deja de mirar hacia el futuro: las películas de moda en los años veinte siempre incluían una imagen de personaje-actor juguetón y bebido que se echaba todo encima, hacía muecas y terminaba dándose un porrazo.
En nuestros días tenemos a Jack Nicholson, el pueblerino, el abogado de ACLU, el niño de mamá, poniéndose hasta arriba de hierba, haciendo muecas, y al final, dándose un porrazo. La sensibilidad es la misma y, por lo tanto, también son las bromas. (Y cuando le dio por decir, con gesto serio, “Oye, este era un país increíblemente bueno. No sé lo que ha pasado”, yo, por algún motivo, no podía parar de reír).
Cuando un recién “conectado” Nicholson es asesinado y Peter Fonda murmura algo así como que era un buen hombre, pensé que, por un instante, estaba viendo en exposición doble la imponente figura de John Wayne rondando la aún fresca del viejo y fiel Walter Brennan. Nos encontramos de lleno en el corazón del Viejo Oeste cuando Fonda visita una comuna hippie dice que sus habitantes, sembradores de semillas “Lo van a conseguir”.
En lugar de las redundancias musicales de Max Steiner, ahora tenemos a Jimi Hendrix y a Steppenwolf para reforzar cada uno de los pasajes temáticos. Nos podríamos haber tomado con mejor humor estas situaciones si Hopper no hubiese mostrado en cada momento su inmadurez. Intercala de forma rudimentaria el herrado de un caballo con el cambio de un neumático de la moto, se recrea en unos graffiti sobre Cristo (¡no podía ser en otro lugar!) de una casa de putas.
La idea de Hopper de dar en el clavo es algo como lo siguiente: largo travelling de lujosas mansiones sureñas de blancos; corte: largo travelling de míseras chozas de negros. Hasta el pobre Stanley Kramer, que es el típico ejemplo de pretenciositas liberal para cualquier estudiante de cine, es más sutil que todo esos. Hopper no encuentra nuevas metáforas para la cultura de la droga, se limita a adaptar a la escena contemporánea las situaciones utilizadas por el cine antediluviano. Los clichés liberales han cambiado, pero siguen siendo clichés.
El villano de Hopper es el chivo expiatorio favorito de cualquier liberal: el redneck, el sureño reaccionario de clase baja. No hay necesidad de motivar, caracterizar o desarrollar a los asesinos: el pasado del cine nos ha enseñado que los blancos pobres del Sur cometen crímenes así de atroces porque sí. Fonda ha dicho que muy bien podrían haber situado el asesinato en el Norte. Es cierto, pero eso hubiera obligado a Hopper a definir a sus villanos con mayor precisión (a menos que trasladara gente del Sur al Norte) y se habría privado de la diversión que supone fustigar el estereotipo sureño. Rodeado de majorettes (un claro signo de decadencia) y con su característico acento, el sureño reaccionario es el villano idóneo para un director ingenuo: defender a ese villano sería como estar en contra, en el nombre de Dios, del AMOR.
Los estudiantes universitarios que se quejan del Supernegro bidimensional de Sydney Portier se tragan a los Superfanáticos de Hopper sin escrúpulos. Supongo que depende del lado de la valla paranoica en que uno se encuentre.
Un amigo mío al que le gusta Easy Rider admite que la película es superficial pero dice: “Ahí está su belleza. No profundiza más de un centímetro en esos personajes hippies, pero esos es todo lo que hay, en cualquier caso”. Me niego a creer que nadie sea tan superficial como los hippies y los sureños cerrados de Hopper… incluso cuando actúan de ese modo. Hay sentimientos (quizá indeseables) que comparto con ambos grupos y quiero una película que explore y analice esa identificación.
Lo que sitúa a Easy Rider en la línea de cualquier otro cobarde ejemplo de liberalismo empalagoso es el rechazo de Hopper a jugar con unas cartas que no estén marcadas. Es imposible perder en una trama que lanza estereotipos contra hombres de paja. El problema de un propagandista como Hopper es que los seres humanos son siempre más llamativos que los eslóganes, y arriesgarse en una caracterización es arriesgarse a fracasar. Si la caracterización es demasiado honesta, el público puede no identificarse con el grupo correcto, como en la primera mitad del filme anticomunista de 1952 de Leo McCarey, Mi hijo John (My son John, 1952), donde MaCarey describía al comunista Robert Walter demasiado concienzudamente. Podemos imaginar el formato de Easy Rider utilizado para dar a conocer cualquier tipo de propaganda de agitación.
Podría haberse tratado de una película nazi con Hitler y Goering pasando revista a sus ametralladoras en Renania y abatidos al final por un grupo furibundo y variopinto de banqueros, científicos y artistas judíos de fuerte acento (al menos de esa manera hubiese sido divertido). Aunque corra el riesgo de ser frívolo, se podría decir que Easy Rider fue un film hecho con el objeto de recaudar fondos para Sam Yorty. Los votantes de derechas habrían llenado las arcas del alcalde Sam tras verla por primera vez. No hay peligro de que los conservadores se emocionen o cambien de opinión al ver la película; reaccionan de un modo tan automático como los izquierdistas.
Easy Rider trata los temas más importantes que se le presentan a América… y por eso mismo su superficialidad es de lo más deplorable. Creo que sirve de ayuda realizar una distinción entre documentales y películas de ficción sobre tendencias políticas. Hace poco he visto un importante documental llamado American Revolution 2 (1969), que hace el intento de unir a dos organizaciones militantes marginales, una de blancos pobres sureños y la otra de los Panthers. American Revolution 2 no profundiza más en los personajes que Easy Rider, y sin embargo a mí me llegó mucho más que Easy Rider. Es necesaria una descripción más honesta de los acontecimientos que, aunque superficial, informe a los espectadores de los puntos de vista que hay en el país. Pero cuando un cineasta moldea gente y lugares es responsable de mucho más: es responsable de sus almas y de sus mentes tanto como de sus acciones.
Easy Rider habría sido una película de gran impacto si Hopper hubiera sido capaz de captar esos acontecimientos tal y como suceden (y no dudo de que sucedan), pero como obra de arte y de la imaginación se queda corta por completo. Exijo más al arte que a la vida; anhelo la sensibilidad y la perspicacia que puede ofrecer un artista. Y cuanto más importante es el tema fundamental, más crucial es la perspicacia.
Si los medios de comunicación deciden explotar la paranoia de Hopper-Fonda, lograrán algo de tan poco valor como las tendencias de la moda del año pasado y de las obras teatrales con desnudos. Hopper y Fonda están demasiados obnubilados con la idea de sí mismos como expertos, Cristos, mártires y cerditos Porky y como para analizar a sus héroes, sus villanos o a ellos mismos… y esta forma de paranoia inofensiva es fácilmente engullida y comercializada a través de los medios. Pero ya estamos demasiado viejos para estas tonterías, ¿no?.
en L. A. Free Press, 25 de julio, 1969.
Nota Dscntxt: Tras la publicación de este texto, Paul Schrader fue despedido.
1 comentario:
está buena esta columna,
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