Control ladeó la cabeza y entornó los ojos. (…)
—Riemeck ha sido el último —reflexionó Control—; el último de una serie de muertes. Si la memoria no me falla, todo empezó con la muchacha, la que mataron en Wedding, al salir del cine. Luego el hombre de Dresden, y las detenciones de Jena. Como en el cuento de los diez negritos. Ahora Paul, Viereck y Ländser… todos muertos. Y finalmente Riemeck. —Sonrió como esbozando una súplica—. Eso desgasta mucho. Me preguntaba si tendría usted bastante.
—¿Qué quiere decir con «bastante»?
—Me preguntaba si estaría usted cansado. Consumido.
Se produjo un largo silencio.
—Eso ha de decidirlo usted —dijo por fin Leamas.
—Hemos de vivir sin simpatías, ¿no? Desde luego, eso es imposible. Fingimos unos con otros toda esta dureza, pero realmente no somos así. Quiero decir… uno no puede estar todo el tiempo fuera, al frío; uno tiene que retirarse, ponerse al resguardo de ese frío… ¿entiende lo que quiero decir?
Leamas entendía. Veía la larga ruta saliendo de Rotterdam, la larga carretera recta junto a las dunas, y el torrente de refugiados moviéndose a lo largo de ella; veía el pequeño avión a varias millas, la procesión que se paraba a mirarlo, y el avión que se acercaba, elegantemente, sobre las dunas; veía el caos, el infierno sin sentido, cuando las bombas dieron en la carretera.
—No puedo hablar así, Control —dijo por fin Leamas—. ¿Qué quiere que haga?
—Quiero que siga un poco más en el frío, fuera.
Leamas no dijo nada, de modo que Control siguió:
—Nuestra ética profesional se basa en un solo supuesto: esto es, que nunca vamos a ser agresores. ¿Cree usted que eso es equitativo?
Leamas dio una cabezada. Cualquier cosa para evitar hablar.
—Así hacemos cosas desagradables, pero somos… defensivos. Eso, me parece, sigue siendo equitativo. Hacemos cosas desagradables para que la gente corriente, aquí y en otros sitios, puedan dormir seguros en sus camas por la noche. ¿Es eso demasiado romántico? Desde luego, a veces hacemos cosas auténticamente malvadas —hacía muecas como un colegial—. Y, al contrapesar asuntos morales, más bien nos metemos en comparaciones indebidas: al fin y al cabo, no se pueden comparar los ideales de un bando con los métodos del otro, ¿no es verdad?
Leamas se sentía perdido. Otras veces le había oído decir a aquel hombre un montón de vulgaridades antes de pinchar a fondo, pero jamás le había oído decir nada semejante.
—Quiero decir que hay que comparar método con método, ideales con ideales. Yo diría que, después de la guerra, nuestros métodos —los nuestros y los de los adversarios— se han vuelto muy parecidos. Quiero decir que uno no puede ser menos inexorable que los adversarios simplemente porque la «política» del gobierno de uno es benévola, ¿no le parece? —Se rió silenciosamente para adentro—. Eso no serviría nunca —dijo.
«¡Dios mío! —pensó Leamas—, es como trabajar para un clérigo sanguinario. ¿Adónde irá a parar?»
—Riemeck ha sido el último —reflexionó Control—; el último de una serie de muertes. Si la memoria no me falla, todo empezó con la muchacha, la que mataron en Wedding, al salir del cine. Luego el hombre de Dresden, y las detenciones de Jena. Como en el cuento de los diez negritos. Ahora Paul, Viereck y Ländser… todos muertos. Y finalmente Riemeck. —Sonrió como esbozando una súplica—. Eso desgasta mucho. Me preguntaba si tendría usted bastante.
—¿Qué quiere decir con «bastante»?
—Me preguntaba si estaría usted cansado. Consumido.
Se produjo un largo silencio.
—Eso ha de decidirlo usted —dijo por fin Leamas.
—Hemos de vivir sin simpatías, ¿no? Desde luego, eso es imposible. Fingimos unos con otros toda esta dureza, pero realmente no somos así. Quiero decir… uno no puede estar todo el tiempo fuera, al frío; uno tiene que retirarse, ponerse al resguardo de ese frío… ¿entiende lo que quiero decir?
Leamas entendía. Veía la larga ruta saliendo de Rotterdam, la larga carretera recta junto a las dunas, y el torrente de refugiados moviéndose a lo largo de ella; veía el pequeño avión a varias millas, la procesión que se paraba a mirarlo, y el avión que se acercaba, elegantemente, sobre las dunas; veía el caos, el infierno sin sentido, cuando las bombas dieron en la carretera.
—No puedo hablar así, Control —dijo por fin Leamas—. ¿Qué quiere que haga?
—Quiero que siga un poco más en el frío, fuera.
Leamas no dijo nada, de modo que Control siguió:
—Nuestra ética profesional se basa en un solo supuesto: esto es, que nunca vamos a ser agresores. ¿Cree usted que eso es equitativo?
Leamas dio una cabezada. Cualquier cosa para evitar hablar.
—Así hacemos cosas desagradables, pero somos… defensivos. Eso, me parece, sigue siendo equitativo. Hacemos cosas desagradables para que la gente corriente, aquí y en otros sitios, puedan dormir seguros en sus camas por la noche. ¿Es eso demasiado romántico? Desde luego, a veces hacemos cosas auténticamente malvadas —hacía muecas como un colegial—. Y, al contrapesar asuntos morales, más bien nos metemos en comparaciones indebidas: al fin y al cabo, no se pueden comparar los ideales de un bando con los métodos del otro, ¿no es verdad?
Leamas se sentía perdido. Otras veces le había oído decir a aquel hombre un montón de vulgaridades antes de pinchar a fondo, pero jamás le había oído decir nada semejante.
—Quiero decir que hay que comparar método con método, ideales con ideales. Yo diría que, después de la guerra, nuestros métodos —los nuestros y los de los adversarios— se han vuelto muy parecidos. Quiero decir que uno no puede ser menos inexorable que los adversarios simplemente porque la «política» del gobierno de uno es benévola, ¿no le parece? —Se rió silenciosamente para adentro—. Eso no serviría nunca —dijo.
«¡Dios mío! —pensó Leamas—, es como trabajar para un clérigo sanguinario. ¿Adónde irá a parar?»
1963
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