A veces ni siquiera se alegraba de verme. Ni me miraba
cuando entraba en casa. No sabía que yo le había esperado
varias horas sentada en el pasillo. Ni que toda la tarde la
pasaba pensando qué ropa me pondría.
Ensayaba ante el espejo los vestidos que a él más le gustaban:
el de cuadros, para jugar a ver si adivinábamos lo que escondía
detrás de cada uno; el que tenía treinta y siete flores de
colores distintos. Le gustaba contarlas, encontrarlas con su olfato
de perro y comérselas todas.
En las noches de días como esos no venía a mi cuarto a cazar
las temidas pesadillas que acechaban mis sueños ocultas en los
pliegues del pijama.
Esas noches los sueños no dormían. Esas noches tenía que rezar
mucho. Y sola. En el nombre del padre, del hijo, del espíritu.
Y otra vez a empezar. Y no venía.
Yo no sabía que el hijo y el espíritu tendrían que ser después
la misma cosa. No sabía que al espíritu también puede atacarlo
la gangrena.
Supe a los doce años que aquel coche tan grande era un
Seat —y con dos apellidos que son Mil Cuatrocientos.
Verde, como el agua estancada. Y fuimos a estrenarlo.
Hasta esa edad recuerdo pocas cosas pues la memoria era un
territorio inexplorado, oculto, sólo útil para que en él pastasen
mis secretos.
Eran mis doce años.
Me enseñó cómo huelen los coches cuando nacen.
—Hay que estar muy atenta porque este instante es único y no
se olvida nunca.
Este olor primigenio sólo escapa el día que su dueño abre sus
puertas por primera vez. Sólo una vez. Y sólo al primer dueño.
Y era cierto. Nunca más lo olvidé. Porque un poco más tarde
y también para siempre habría de recordar el clic metálico que
hace que se desmayen los respaldos. La frialdad del plástico de
las tapicerías pegadas a mi espalda. El olor del tabaco en mi
saliva. El apretón caliente de unos brazos. El peso de otro cuerpo.
La liviandad del mío. Supe el tacto del semen, como la goma
arábiga, y su olor, a lejía.
En casa me esperaba otro regalo. La postura correcta para usar
el bidé. Me enseñó a hacerlo y me quedó la impronta de aquel
agua caliente corriendo por el cauce de mis muslos al tiempo
que mis ojos se perdían en un paisaje azul de baldosines.
Allí, quieta, escuchando el revuelo de aquel agua mientras era
engullida, mientras el sumidero succionaba mis lágrimas, aprendí
a recordar.
Aprendí a recordar con las piernas abiertas mientras contaba
doce azulejos en el alicatado. Doce anillas sujetaban la cortina
en la ducha. Doce veces el cuco abrió su puerta abajo, en la salita.
Doce veces cantó mis doce años. Doce años cumplí sentada
en un desagüe.
Ese fue mi regalo, recordar. Recordar cómo huelen los cuerpos
cuando se abren en ese instante único.
Recordar ese olor primigenio que se escapa el día que su dueño
abre la puerta por primera vez. Sólo una vez. Y sólo al primer
dueño.
Inéditos
Premio “Blas de Otero” en 2008
y “Premio de la Crítica de Asturias” en 2009.
Premio “Blas de Otero” en 2008
y “Premio de la Crítica de Asturias” en 2009.
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