miércoles, noviembre 30, 2011

«Historia de las alcobas. Ocultar, ocultarse», de Michelle Perrot


 



Se podría, también, contrastar aquí el deseo o la necesidad que algunas personas tienen de ocultar, de ocultarse. La célebre pintora Frida Khalo, en su mansión de México, la Casa Azul, en el cuarto de baño contiguo a su habitación y que prácticamente había transformado en una caja fuerte, había acumulado toda suerte de papeles, cartas, correspondencia amorosa, objetos, testimonios de traiciones y de dramas que su vida en reclusión, físicamente semiimposibilitada, le había ido imponiendo. Afectada por una poliomielitis, víctima de un terrible accidente que le había acarreado la amputación de una pierna, Frida disimulaba su hándicap bajo un corsé y largas faldas indias. «Las apariencias son engañosas», escribiría ella misma en el margen de un cuadro que la representaba de pie, soberbia en un suntuoso tocador. Detrás de la puerta herméticamente cerrada y disimulada por medio de una cortina, se apilaba un increíble y polvoriento batiburrillo de toda suerte de objetos inconexos: decenas de cajas, cartones, pilas de periódicos, millares de libros, armarios con sus vestidos, los corsés de Frida, maleteros, un pequeño secreter con los cajones bien cerrados, secretos dentro del secreto. Más de 22000 documentos, 6000 fotografías y centenares de dibujos. En aquella cámara acorazada, abierta el 8 de diciembre de 2004, medio siglo después de su muerte (1954) y de la de Diego Rivera (1957), su infiel compañero, allí yacían los archivos de una vida tan atormentada como creativa.[1] A partir de entonces están expuestos en su casa, convertida en museo, en la habitación convertida en homenaje a una serenidad melancólica que, sin duda, ella no había casi conocido.

Las guerras, las persecuciones religiosas o políticas, obligan a las personas a intentar sustraerse de sus perseguidores. Es necesario huir al bosque, ancestral refugio para los fuera de la ley, o disimular la presencia propia en todos los nichos de la casa, en un baúl, en un armario, en un rincón o en un desván. Es preciso esconderse en un sótano, ocultarse en algún agujero practicado junto a una cerca o en el mismo jardín. En este sentido, los camisards, aquellos hugonotes que se levantaron en armas contra Luis XIV, dieron prueba de un gran ingenio, que actualmente nos recuerda el museo de Désert, en Anduze. Durante la Ocupación, numerosos perseguidos, y tanto judíos como francmasones, se quedarían confinados en sus propios apartamentos o habitaciones, con las ventanas bien cerradas y las cortinas totalmente echadas. Era necesario evitar todo rastro, todo ruido que permitiera a alguien apercibirse de su presencia y, para ello, se beneficiaban de la complicidad de vecinos y conserjes, pudiendo escapar así de las denuncias que se presentaban contra ellos, muy numerosas. Michel Bernstein, más adelante librero famoso y miembro de la red Defensa de Francia, vivió bajo tales condiciones en París durante toda la guerra, sin salir de su habitación, donde se dedicaba a la falsificación de documentos.

Numerosos judíos, en toda Europa, intentaron escapar, de igual manera, del terror nazi. Ocultarse era una condición absolutamente necesaria para su eventual supervivencia. En Ámsterdam, Ana Frank y los suyos lograron así salir adelante hasta 1944, aunque, entonces, fueron denunciados y capturados en una redada, pereciendo posteriormente en un campo de concentración. Al igual que aquellos «desaparecidos» de los que Daniel Mendelsohn encontró su rastro en el pueblo de Ucrania donde había vivido su tío abuelo, un próspero carnicero, con su esposa y sus tres bellísimas hijas, y donde todos ellos fueron aniquilados por etapas. El autor de Disparus [Los hundidos] relata las peripecias de su investigación, llevada a cabo durante varios años tanto en Europa como en los Estados Unidos, país al que la mayor parte de la familia había emigrado a principios del siglo XX. Como punto de partida, disponía de algunas cartas y de ciertos relatos fragmentados de su abuelo, en los que éste hablaba de su hermano desaparecido. Tras sufrir un largo acoso por todo el bosque, éste se había refugiado en un kessel, lugar que el autor, ignorando absolutamente la lengua yidis, había tomado por un castle, un castillo que en vano intentó localizar en Ucrania. Una pista falsa. En realidad, se trataba de un habitáculo que le sirvió de escondrijo. Tras varios años de investigación interrogando a testigos ya ancianos, y en ocasiones bastante reservados, Mendelsohn logró, finalmente, descifrar el misterio en el fondo del jardín de una casa del pueblo. Su tío y la hija mayor de éste habían sobrevivido a la masacre de la comunidad judía, a causa de la cual habían perecido su mujer y sus otras dos hijas. Se habían escondido en una bodega, cueva más bien, cuya entrada estaba disimulada por medio de una trampilla casi invisible. Una mujer, profesora de dibujo, les había acogido y alimentado, con la ayuda de un joven ucraniano no judío que estaba enamorado de su joven hija. Tras ser denunciados, fueron masacrados todos ellos en la primavera de 1944. Medio siglo más tarde, al término de una investigación tan implacable como ejemplar, Daniel Mendelsohn logró hallar ese último refugio, lo que le causó un enorme dolor. Comprendió entonces el sentido del kessel de su abuelo: se trataba de un «tabuco». Sí. Un escondrijo de dimensiones tan reducidas que prácticamente era como un cajón, como una especie de nicho. [2]

Una habitación esta última cuya puerta no había resistido a la traición, capaz de atravesar cualquier muralla.




en Historia de las alcobas, 2009









[1] Cf. Babette Stern, «La chambre secrète de Frida», Libération, 6 de julio de 2007.


[2] Daniel Mendelsohn, Les Disparus, Flammarion, París, 2007 [Los hundidos, trad. de Mari Carmen Bellver y nota preliminar de Antonio Muñoz Molina, Destino, Barcelona, 2007].



















2 comentarios:

muebles bogota dijo...

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