2. NO HAY FUTURO
Felipe cierra los ojos porque no quiere verme. Está a punto de acabar, lo sé porque los labios se le arrugan como el ombligo de una naranja. Me agarra fuerte de la nuca y yo le digo que no haga eso, que no me arranque el pelo, por el amor de Cristo. Y se ríe. Felipe me acaba en el estómago.
—Busco una toalla —dice.
Siempre que sale caminando rápido le miro el final de la espalda y el culo. Pienso en estatuas de cuerpos que no sé quiénes son, en parques que a nadie le importan. Vuelve con el toallón que puse limpio esta mañana, ese que tiene la cara de una chica con superpoderes. Me lo pasa por ahí apenas pero es inútil, el aceite de su semen va a quedar adherido por horas. Se recuesta en la cama para normalizar la presión sanguínea y de paso me abraza.
—No quiero acabar adentro. Perdón.
Le respondo que está bien y me imagino un matadero de vacas. Felipe no sabe cómo decirme que no me quiere más, pero coger de vez en cuando nos hace bien. Somos un nudo de pelo espeso que se está desenredando.
—¿Te conté?
Le respondo que no.
—Del vecino del sexto piso, ese que es gigante y tiene un perro pequinés. ¿Sabés quién te digo?
Le respondo que sí.
—Anoche tuvo una ausencia. Le dicen brote psicótico. Estuvo horas y horas hablando con el perro. Después lo bañó. Al rato mezcló bebidas blancas con fernet con coca, cerveza, todo lo que tenía en la heladera, y se tiró rendido en la cama. El perro estaba justo debajo de él y lo aplastó. Vino la guardia canina el jueves pasado y se lo tuvieron que llevar.
Le pregunto si vio algo y me contesta que no.
—Esta mañana apareció con un cachorro nuevo. La misma raza, el mismo color. ¿Sabes qué nombre le puso?
Le respondo que no.
—Futuro.
Felipe se levanta de la cama y se ríe. Yo no le veo la gracia. Mi cuerpo desnudo ya no le provoca nada. Parezco un muñeco de plastilina recién despedazado. Me da un abrazo como de felicitación por una medalla en un campeonato escolar. Sale apurado para no llegar tarde a su partido de fútbol. Oigo que el vecino está hablando con el cachorro otra vez. No está bien quedarse sola con esas voces. Enciendo el televisor. En un concurso intentan cortar una manzana a la mitad, debe ser con exactitud. Ninguno de los concursantes, de capital o provincia, lo logra. La exactitud es un desvarío.
Se me cierran los ojos pero no hago caso. Todavía no me quiero dormir. Acaricio a Gallardo, que esta noche está inquieto, es un vaivén de ladridos que no me molestan. Hay demasiadas ambulancias dando vueltas ahí afuera y eso lo pone en guardia. Salgo al balcón para ver qué puede haber pasado. Gallardo camina conmigo. Es tan grande este perro. Lo quiero tanto, y a la vez lo dejaría atado a un poste en la puerta de un supermercado chino. No lo voy a hacer, pero lo haría. Que Gallardo me mire mientras lo abandono y salte y llore, que despedace su cuello peludo agarrado a esa cadena de poste. Que tenga horas de tristeza ahí hasta que alguien se apiade. Tener una criatura peluda tan grande en un departamento medio vacío no es un asunto global. Pero no, no, no, querido Gallardito, jamás te haría eso. Te voy a seguir sacando a pasear, voy a limpiar tu mierda con bolsitas de plástico, te voy a bañar en la bañera dos veces al mes porque en una peluquería canina me sale carísimo. No permitiré que duermas conmigo porque no soy de esa clase de personas que embadurnan las sábanas con pelusa canina.
Gallardo y yo miramos a través de las rejas del balcón. Ahí abajo, Felipe todavía intenta subirse a su auto pero no lo logra. Lo oigo maldecir. Pobre hombre en el final de sus treintas, todavía es un niño de ocho con anteojos. Aunque me acabe en el estómago y tenga un desapego maligno, sigue siendo una miniatura que no sabe qué hacer cuando no encuentra una llave. Por encima de él o allá adelante, en la esquina de un hospital público, una bicicleta dada vuelta a mitad de la esquina y una chica con casco que apenas mueve las piernas como una cucaracha mal pisada. Está viva, claro que sí, y rodeada de ambulancias. Gallardo ladra porque ve a Felipe, pero Felipe ya encontró la llave de su auto y se dio a la fuga. Ya descargó todo lo que tenía dentro, ahora podrá meter goles o romperse la rodilla en una corrida furtiva hacia el arco. La chica hace eso de mover piernas y brazos y tres monjas salen del hospital católico de la esquina de mi edificio para socorrerla. Sí. Están vestidas de monjas blancas y ayudan a una chica atea. Gallardo sigue ladrando, le pido que se calle. Ahora sí me molesta. Se lo digo de mala manera. Perro ridículo. La chica sube a la silla de ruedas y las tres monjas ondulan sus cofias porque ya llegó el viento del otoño. Estoy sola ahora, mirando la resolución de ese accidente. Se habrá roto algún hueso, mañana tendrá yesos, la visitarán sus parientes o su pareja. Menos mal que usaba casco, pobre cabrita despoblada. Tengo una mirada atenta para los desastres. Me entero de todos, soy público para la imagen que rodean las ambulancias. Siempre estoy ahí, noto los detalles y después los puedo contar.
Ahora Gallardo se hace un bollo en la orilla de la cama. Yo me pongo aloe vera en el bozo para que no se me arrugue. Ya tengo treinta y cinco años, estas son las cosas que tengo que hacer. Hay un momento de la vida en que combatir el pliegue de la cara es la actividad principal de algunas personas.
—Gallardo, ahora te quiero, pero no te voy a querer siempre.
El perro mueve la cola y yo apago la luz. Pienso en Futuro, el cachorro ridículo del vecino que se brota. Los perros duermen, nosotros enloquecemos.
Buenas noches.
Publicado por Anagrama, 2023
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