Fragmento del inicio
Brandán Niemöller se preguntó cuál era exactamente su profesión. ¿La de un historiador errante, la de un arqueólogo, la de un antropólogo evolutivo, la de un escritor o detective?
De la respuesta a esa pregunta dependería el estilo elegido para narrar todo lo que le había revelado el contenido del portafolios. El abordaje expositivo, su estilo, su ritmo. El aliento del texto.
No hacía demasiado tiempo atrás, apenas después de que el Regente inaugurara la «cofia» durante una celebración ecléctica −en la que se mezclaron los símbolos ceremoniales con el vodevil popular, en una atmósfera cuyo exceso de colores, olores y sonidos conducía a lo reverencial−, había entrado en una de esas tiendas tan divulgadas luego de la última Máxima Purificación, donde se ponían a la venta objetos recogidos de la diáspora y el abandono. Desde dispositivos ecológicos superados hasta unas toscas piezas para sostener los pantalones, los llamados «cinturones», a los que se sumaban zapatos de cuero flor, y obsoletas fuentes internas de luz. Hasta un portafolios rebosante de papeles. En fin, todo esto en casas provisoriamente deshabitadas, o en edificios que alguna vez habían sido imponentes dependencias públicas que jamás volverían a cumplir las mismas funciones. La caída de todo orden es, inexorablemente, cubierta por otro que se dice superior.
Brandán, por aquellos días, estaba estudiando la Primera Independencia territorial respecto de la desaparecida República Argentina, concretada tras la Separación.
O sea, los hechos que dieron vida y aliento a la República de los Buenos Aires, y los posteriores que determinaron su caducidad por medio de la creación de la Ciudad Sobe- rana de Buenos Aires, donde vivía, ahora bajo la «cofia». Protagonistas, líneas históricas de fuerza, instituciones.
República Argentina, República de los Buenos Aires, Ciudad Soberana de Buenos Aires, todo en menos de dos décadas. Territorios menores y desdichas mayúsculas para demasiados seres humanos. Siempre las había habido, pero rara vez tan irreparables.
Su empresa no era sencilla. Primero, porque sobre ese período existía una sombra espesa incitada por las autoridades, en particular por el Regente, quien detrás de su título transitorio no tenía la más mínima voluntad de abandonar el poder. Por lo propio, era difícil que los protagonistas presenciales se prestaran a la confidencia. Y, finalmente, porque el conocimiento de la historia no se le inculcaba a nadie, lo que no dejaba de tener su costado benéfico: esa ignorancia permitía encontrar −de casualidad o por provocación de los propios elementos hallados–, cosas como el portafolios.
El contenido consistía en una gran cantidad de hojas impresas en viejos periféricos láser, libretas manuscritas, fotografías, reproducciones de documentos históricos, todo perteneciente en su tiempo a uno de los actores de la Primera Independencia en el que Brandán Niemöller había puesto la lupa: Ramón Imago. Protagonista secundario, es cierto, pero de ahí́ su originalidad y el peculiar interés en sacarlo a la luz. De los actores principales se ocupaba la memoria popular y la propaganda gubernamental, para adorarlos o para incendiarlos.
Obedeciendo a un reflejo, rotó la cabeza hacia el archivador. Pensó en que la vieja República Argentina había sido un país desdichado. De indecible riqueza, con un pasado de apogeo que los argentinos terminaron por malograr.
Habían cultivado tal virtuosismo destructivo, que llegó a ser el rasgo fundamental de esa comunidad organizada en el caos. A través del hábito de meterse en todo lo ajeno mientras desertaban de sus propias responsabilidades, abrazando el credo hipster de la división, siendo eruditos en la cultura de la discordia, desatando un darwinismo salvaje que, por unánime, terminó por decretar la impunidad del rebaño. Bastaba con que alguien escupiera en el suelo, para que de ahí́ naciera un saqueador. La anarquía misma, como chaparrones hidrófobos.
Como amantes noveles ofuscados ante la belleza del objeto de su deseo, en lugar de poseerlo, habían preferido aniquilar a todo aquel que imaginaran que estaba deseando lo mismo que ellos.
Amantes inseguros que fueron perdiendo la cordura en las bóvedas de la codicia, en el burlesque de la vulgaridad, en los laberintos de la intolerancia. Incapaces y caprichosos, soslayaron algunas de las lógicas del amor: su asimetría, el precio en dolor que hay que pagar por el disfrute de las delicias, su naturaleza transitoria, que aconseja algo de contemplación y bastante más de paciencia.
Tardíamente adolescentes, siempre bruscos, jamás interesados por los bordes blandos de la armonía. Con una épica apoyada en la indolencia, la incompetencia, y la insensatez, vivieron años luchando, malviviendo, emigrando y muriendo por tratar de que lo inexorable tuviera la apariencia de un logro esperado.
Su legendaria intemperancia estaba mucho más forjada en la impotencia que en la defensa de los principios. Y su ingenio, del que todavía se hablaba, no era más que astucia e instinto, los mismos de los animales para encontrar el camino más corto. Como la hormiga del desierto o el charrán ártico, bichos de los que hablan y muestran los programas audiovisuales y sensoriales de memorias del mundo exterior.
Fue así, pensando en la estirpe de la Ciudad Soberana de Buenos Aires, casi como un cronista usando herramientas arqueológicas, que, tras pasar por la antropología en sus diversas especialidades y por la atractiva actividad detectivesca, llegó a tomar la decisión, de que los documentos de Ramón Imago serían material para una narración novelesca. Lo que alguna vez se había llamado real-fiction.
en Bestias fugaces talladas en el tiempo, Descontexto Editores, 2024
Fotografía original de Rafael Bielsa por Silvana Colombo
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