miércoles, agosto 16, 2017

"El toldo rojo de Bolonia", de John Berger

Fragmentos




La tradición de los soportales comenzó a principios de la Edad Media. Cada mansión tenía delante, por el lado de la calzada, un trozo de tierra. A algunos propietarios se les ocurrió cubrirlo y construir encima. Así tenían más espacio para alojar a visitantes inesperados, acomodar a más sirvientes o alquilar cuartos a estudiantes con pocos recursos. Al mismo tiempo, la gente prefería caminar de pórtico en pórtico, resguardada del sol o de la lluvia, y dejar la calle propiamente dicha para los carros, los caballos y otros animales. Con el paso del tiempo, la ciudad convenció a los ricos propietarios de estas casas de que se tomaran en serio lo que le ofrecían a la calle y les impuso cierta estandarización. Así, los pórticos primitivos se convirtieron en largos soportales.


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Para los habitantes de la ciudad, los soportales constituyen una especie de agenda personal de piedra, ladrillo y adoquines. Uno puede ir a ver a sus acreedores, a su amor secreto, a su acérrimo enemigo, a su madre, al dentista, o a su amigo más antiguo; puede ir a su tienda de café favorita, a la oficina de empleo local, o a ese banco en el que se suele sentar profundamente solo, donde, tal vez, se recoloca la tirita que se ha puesto en el dedo para cubrir una verruga abierta, y adondequiera que vaya irá siempre a cubierto. ¿Y en qué cambia eso nuestra vida? En nada. Pero bajo los soportales, el eco de la vida suena de otra forma. Y al caer la tarde, el Placer y la Desolación pasean de la mano por ellos.


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Todas las ventanas tienen toldos y todos son del mismo color. Rojo. Muchos están descoloridos, unos cuantos parecen recién puestos, pero todos son versiones viejas y nuevas del mismo color. Todos encajan perfectamente en el marco de la ventana, y su ángulo se puede ajustar según la cantidad de luz que se desea que entre. En italiano se llaman tende. Su rojo no es el de la arcilla, ni el de la terracota; es un rojo de tinte. Detrás de los toldos se ocultan cuerpos y los secretos de esos cuerpos, que de ese lado dejan de ser secretos.


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Me gustaría comprar una pieza de esta tela roja. No sé lo que voy a hacer con ella. Puede que sólo la necesite para hacer este retrato. En cualquier caso, podré tocarla, arrugarla, alisarla, ponerla al sol, colgarla, doblarla, soñar con lo que hay al otro lado.


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Pregunto dónde puedo comprarla.


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—Inténtelo en Pasquini, al lado de la fuente de Neptuno, me dice una señora.


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De camino hacia allí, en la que esquina de lo que hace mucho tiempo fue un mercado de cerámica, paso por delante de una pared larga y bastante alta en la que están expuestas detrás de unos cristales varios miles de fotografías en blanco y negro. Retratos de hombres y de algunas mujeres con sus nombres y las fechas de nacimiento y muerte cruzados en sus torsos, más o menos donde se les podría oír el corazón, si uno tuviera un fonendoscopio. Están en orden alfabético. Mitad del siglo XX. ¿Cuántos previeron que sus retratos serían colocados junto a los de otros miles de mártires en una pared pública del centro de la ciudad? Más de los que suponemos. En orden alfabético sabían lo que se jugaban: en esta región de Italia perdería la vida uno de cada cuatro partisanos antifascistas.






2007







Traducción de Pilar Vázquez














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