La
siembra del violín o de la hoja,
no
la punta del cono hacia dentro de la sangre azucarada;
un
deseo en la baba del caracol
que
afeita en nuestros sentidos toda la transmutación
del
rostro en el círculo de cobre que no gira.
Ese
afán tan del pecho no balanceado,
sino
fijo como un pellejo de vino, de recorrer cabellos,
de
seguir el hilo del bocado ajeno.
Oh,
mi mano que vas impulsando el río,
te
detienes en los pechos y allí quieres soplar,
no
en un tren ni en un barco, en los techos
caídos
por un agua arrastrada.
De
ese arrastre en que el río pesa más que la casa
y
más que el fuego cuando se dirige al dosel del estrado.
Pero
salimos con dos pares de bueyes
y
los bueyes suenan en la canal del arco iris.
Pero
salimos también con nuestra sustancia malgastada,
filtrándose
por lo que mira como el ramaje
cuando
le toca un pájaro rodado en una muerte oblicua.
La
muerte oblicua es tirar del ramaje.
La
recta va en un túnel regalando manzanas.
Sabe
llegar, no como un gimnasta que se despide,
sino
como el que lleva sus manos en un saco de mármol
ablandado.
Fluye
como el fuego cuando el noroeste lo sopla,
va
del manglar a la tortuga quemada,
pero
sus dos ojos tesoneros como una garra melancólica.
Después
de todo es una flor y así también es una flor.
Así
también es una flor en la boca del esturión carnavalesca.
Después
de todo el pez y su flor tienen que ir a la balanza.
Tampoco
duerme en la balanza el hombre recamado
de consejos.
Tiene
una espuma oscura que le llena la nube en cuclillas
que sale de su boca.
en Aventuras sigilosas, 1945
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