San
Gabriel sale de la niebla húmedo de rocío. Las nubes de la noche durmieron
sobre el pueblo buscando el calor de la gente. Ahora está por salir el sol y la
niebla se levanta despacio, enrollando su sábana, dejando hebras blancas encima
de los tejados. Un vapor gris, apenas visible, sube de los árboles y de la
tierra mojada atraído por las nubes; pero se desvanece en seguida. Y detrás de
él aparece el humo negro de las cocinas, oloroso a encino quemado, cubriendo
el cielo de cenizas.
Allá lejos
los cerros están todavía en sombras.
Una
golondrina cruzó las calles y luego sonó el primer toque del alba.
Las
luces se apagaron. Entonces una mancha como de tierra envolvió al pueblo, que
siguió roncando un poco más, adormecido en el color del amanecer.
Por el
camino de Jiquilpan, bordeado de camichines, el viejo Esteban viene montado en
el lomo de una vaca, arreando el ganado de la ordeña. Se ha subido allí para
que no le brinquen a la cara los chapulines. Se espanta los zancudos con su
sombrero y de vez en cuando intenta chiflar, con su boca sin dientes, a las
vacas, para que no se queden rezagadas. Ellas caminan rumiando, salpicándose
con el rocío de la hierba. La mañana está aclarando. Oye las campanadas del
alba en San Gabriel y se baja de la vaca, arrodillándose en el suelo y haciendo
la señal de la cruz con los brazos extendidos.
Una
lechuza grazna en el hueco de los árboles y entonces él brinca de nuevo al
lomo de la vaca; se quita la camisa para que con el aire se le vaya el susto, y
sigue su camino.
«Una,
dos, diez», cuenta las vacas al estar pasando el guardaganado que hay a la
entrada del pueblo. A una de ellas la detiene por las orejas y le dice
estirando la trompa: «Ora te van a desahijar, motilona. Llora si quieres; pero
es el último día que verás a tu becerro.» La vaca lo mira con sus ojos
tranquilos, se lo sacude con la cola y camina hacia delante.
Están
dando la última campanada del alba.
No se
sabe si las golondrinas vienen de Jiquilpan o salen de San Gabriel; sólo se
sabe que van y vienen zigzagueando, mojándose el pecho en el lodo de los
charcos sin perder el vuelo; algunas llevan algo en el pico, recogen el lodo
con las plumas timoneras y se alejan, saliéndose del camino, perdiéndose en el
sombrío horizonte.
Las
nubes están ya sobre las montañas, tan distantes, que sólo parecen parches
grises prendidos a las faldas de aquellos cerros azules.
El viejo
Esteban mira las serpentinas de colores que corren por el cielo: rojas,
anaranjadas, amarillas. Las estrellas se van haciendo blancas. Las últimas
chispas se apagan y brota el sol, entero, poniendo gotas de vidrio en la punta
de la hierba.
«Yo
tenía el ombligo frío de traerlo al aire. Ya no me acuerdo por qué. Llegué al
zaguán del corral y no me abrieron. Se quebró la piedra con la que estuve
tocando la puerta y nadie salió. Entonces creí que mi patrón don Justo se
había quedado dormido. No les dije nada a las vacas, ni les expliqué nada; me
fui sin que me vieran, para que no fueran a seguirme. Busqué donde estuviera
bajita la barda y por allí me trepé y caí al otro lado, entre los becerros. Y
ya estaba yo quitando la tranca del zaguán cuando vi al patrón don Justo que
salía de donde estaba el tapanco, con la niña Margarita dormida en sus brazos y
que atravesaba el corral sin verme. Yo me escondí hasta hacerme perdedizo
arrejolándome contra la pared, y de seguro no me vio. Al menos eso creí».
El viejo
Esteban dejó entrar las vacas una por una, mientras las ordeñaba. Dejó al
último a la desahijada, que se estuvo brame y brame, hasta que por pura lástima
la dejó entrar. «Por última vez —le dijo—; míralo y lengüetéalo; míralo como si
fuera a morir. Estás ya por parir y todavía te encariñas con este grandullón.»
Y a él: «Saboréalas nomás, que ya no son tuyas; te darás cuenta de que esta
leche es leche tierna como para un recién nacido.» Y le dio de patadas cuando
vio que mamaba de las cuatro tetas. «Te romperé las jetas, hijo de res».
«Y le
hubiera roto el hocico si no hubiera surgido por allí el patrón don Justo, que
me dio de patadas a mí para que me calmara. Me zurró una sarta de porrazos que
hasta me quedé dormido entre las piedras, con los huesos tronándome de tan
zafados que los tenía. Me acuerdo que duré todo ese día entelerido y sin poder
moverme por la hinchazón que me resultó después y por el mucho dolor que
todavía me dura.
»¿Qué
pasó luego? Yo no lo supe. No volví a trabajar con él. Ni yo ni nadie, porque
ese mismo día se murió. ¿No lo sabía usted? Me lo vinieron a decir a mi casa,
mientras estaba acostado en el catre, con la vieja allí a mi lado poniéndome
fomentos y cataplasmas. Me llegaron con ese aviso. Y que dizque yo lo había
matado, dijeron los díceres. Bien pudo ser; pero yo no me acuerdo. ¿No cree
usted que matar a un prójimo deja rastros? Los debe de dejar, y más tratándose
de un superior de uno. Pero desde el momento que me tienen aquí en la cárcel
por algo ha de ser, ¿no cree usted? Aunque, mire, yo bien que me acuerdo de
hasta el momento que le pegué al becerro y de cuando el patrón se me vino
encima, hasta allí va muy bien la memoria; después todo está borroso. Siento
que me quedé dormido de a tiro y que cuando desperté estaba en mi catre, con
la vieja allí a mi lado consolándome de mis dolencias como si yo fuera un
chiquillo y no este viejo desportillado que yo soy. Hasta le dije: ¡Ya
cállate! Me acuerdo muy bien que se lo dije, ¿cómo no iba a acordarme de que
había matado a un hombre? Y, sin embargo, dicen que maté a don Justo. ¿Con qué
dicen que lo maté? ¿Que dizque con una piedra, verdad? Vaya, menos mal, porque
si dijeran que había sido con un cuchillo estarían zafados, porque yo no cargo
cuchillo desde que era muchacho y de eso hace ya una buena hilera de años».
Justo
Brambila dejó a su sobrina Margarita sobre la cama, cuidando de no hacer ruido.
En la pieza contigua dormía su hermana, tullida desde hacía dos años, inmóvil,
con su cuerpo hecho de trapo; pero siempre despierta. Solamente tenía un rato
de sueño, al amanecer; entonces se dormía como si se entregara a la muerte.
Despertaba
al salir el sol, ahora. Cuando Justo Brambila dejaba el cuerpo dormido de
Margarita sobre la cama, ella comenzaba a abrir los ojos. Oyó la respiración de
su hija y preguntó: « ¿Dónde has estado anoche, Margarita?» Y antes que
comenzaran los gritos que acabarían por despertarla. Justo Brambila abandonó
el cuarto, en silencio.
Eran las
seis de la mañana.
Se
dirigió al corral para abrirle el zaguán al viejo Esteban. Pensó también en
subir al tapanco, para deshacer la cama donde él y Margarita habían pasado la
noche. «Si el señor cura autorizara esto, yo me casaría con ella; pero estoy
seguro de que armará un escándalo si se lo pido. Dirá que es un incesto y nos
excomulgará a los dos. Más vale dejar las cosas en secreto.» En eso iba
pensando cuando se encontró al viejo Esteban peleándose con el becerro,
metiendo sus manos como de alambre en el hocico del animal y dándole de
patadas en la cabeza. Parecía que el becerro ya estaba derrengado porque
restregaba sus patas en el suelo sin poder enderezarse.
Corrió y
agarró al viejo por el cuello y lo tiró contra las piedras, dándole de
puntapiés y gritándole cosas de las que él nunca conoció su alcance. Después
sintió que se le nublaba la cabeza y que caía rebotado contra el empedrado del
corral. Quiso levantarse y volvió a caer, y al tercer intento se quedó quieto.
Una nublazón negra le cubrió la mirada cuando quiso abrir los ojos. No sentía
dolor, sólo una cosa negra que le fue oscureciendo el pensamiento hasta la
oscuridad total.
El viejo
Esteban se levantó ya alto el sol. Se fue caminando a tientas, quejándose. No
se supo cómo abrió la puerta y se echó a la calle. No se supo cómo llegó a su
casa, llevando los ojos cerrados, dejando aquel reguero de sangre por todo el
camino. Llegó y se recostó en su catre y volvió a dormirse.
Serían las once de la mañana cuando entró
Margarita en el corral, buscando a Justo Brambila, llorando porque su madre le
había dicho después de mucho sermonearla que era una prostituta.
Encontró
a Justo Brambila muerto.
«Que
dizque yo lo maté. Bien pudo ser. Pero también pudo ser que él se haya muerto
de coraje. Tenía muy mal genio. Todo le parecía mal: que estaban sucios los
pesebres; que las pilas no tenían agua; que las vacas estaban re flacas. Todo
le parecía mal; hasta que yo estuviera flaco no le gustaba. Y cómo no iba a
estar flaco si apenas comía. Si me la pasaba en un puro viaje con las vacas:
las llevaba a Jiquilpan, donde él había comprado un potrero de pasturas;
esperaba a que comieran y luego me las traía de vuelta para llegar con ellas
de madrugada. Aquello parecía una eterna peregrinación.
»Y ahora
ya ve usted, me tienen detenido en la cárcel y que me van a juzgar la semana
que entra porque criminé a don Justo. Yo no me acuerdo; pero bien pudo ser.
Quizá los dos estábamos ciegos y no nos dimos cuenta de que nos matábamos uno
al otro. Bien pudo ser. La memoria, a esta edad mía, es engañosa; por eso yo
le doy gracias a Dios, porque si acaban con todas mis facultades, ya no pierdo
mucho, ya que casi no me queda ninguna. Y en cuanto a mi alma, pues ahí también
a Él se la encomiendo».
Sobre
San Gabriel estaba bajando otra vez la niebla. En los cerros azules brillaba
todavía el sol. Una mancha de tierra cubría el pueblo. Después vino la
oscuridad. Esa noche no encendieron las luces, de luto, pues don Justo era el
dueño de la luz. Los perros aullaron hasta el amanecer. Los vidrios de colores
de la iglesia estuvieron encendidos hasta el amanecer con la luz de los cirios,
mientras velaban el cuerpo del difunto. Voces de mujeres cantaban en el semisueño
de la noche: «Salgan, salgan, salgan, ánimas de penas», con voz de falsete. Y
las campanas estuvieron doblando a muerto toda la noche, hasta el amanecer,
hasta que fueron cortadas por el toque del alba.
en El llano en llamas, 1953
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