miércoles, febrero 03, 2010

“Cosmópolis”, de Don DeLillo





Ella le gustaba. Cuanto más seguro estaba de que Torval iba a detestarla, más le gustaba ella. Por aquello, Torval iba a aborrecerla con hervores de sangre. Se iba a pasar semanas fulminándola con los ojos, bajo sus cejas tormentosas.
—¿Te resulta interesante?
—¿El qué? —dijo ella.
—Proteger a alguien que corre peligro.

Deseaba que se moviera un ápice a la izquierda, para que le alcanzara en la cadera el resplandor de la lámpara de mesa.
—¿Por qué lo haces voluntariamente? ¿Por qué asumes los riesgos?
—Quién sabe, tal vez tú lo valgas —dijo ella.

Mojó un dedo en el líquido pero olvidó lamérselo.
—A lo mejor lo hago por el dinero. El sueldo no está nada mal. ¿Riesgos? Yo no pienso en los riesgos. Supongo que el riesgo es asunto tuyo. Eres tú el que está en la telaraña.

A ella le pareció gracioso.
—Pero ¿es interesante?
—Es interesante estar cerca de un hombre al que alguien quiere matar.
—Ya sabes lo que dicen por ahí, ¿no?
—¿El qué?
—La lógica ampliación de los negocios es el asesinato.

También resultó gracioso.
—Muévete un poco a la izquierda —dijo él.
—Eso es. Estupendo. Perfecto.

Tenía la piel de un castaño trigueño, el pelo recogido y muy pegado al cuero cabelludo.
—¿Qué clase de arma te facilitó?
—Una pistola paralizante. Aún no se fía de mí para el uso de la fuerza asesina.

Ella se acercó a la cama y retiró el vaso de vodka que tenía él. Era incapaz de dejar de meterse cacahuetes en la boca.
—Tendrías que comer de manera más sana.
—Hoy es un día distinto. ¿Cuántos voltios descarga el arma a tu disposición?
—Cien mil. Te bloquea el sistema nervioso. Te caes de rodillas. Así —dijo ella.

Vertió unas gotas de vodka en sus genitales. Le picó, le ardió. Ella se rió al hacerlo, él quiso que lo repitiera. Vertió otro chorrito y se inclinó a lamérselo, a limpiarle con la lengua el rastro de vodka, y se arrodilló a horcajadas encima de él. Ella sostenía un vaso en cada mano y trataba de mantenerse en equilibrio para no derramar más líquidos mientras los dos rebotaban y reían.

Él terminó el whisky de ella y se puso a devorar cacahuetes a puñados mientras ella se duchaba. La vio ducharse y pensó que era una mujer de cinchas y cinturones. A determinados niveles, nunca estaría desnuda del todo.

Luego se plantó junto a la cama para verla vestirse. Ella se tomó su tiempo, la coraza corporal abrochada sobre el torso, los pantalones a punto de abrochar, luego los zapatos, y se encajaba la cartuchera en la cintura cuando lo vio de pie en calzoncillos.
—Paralízame —dijo él—. En serio. Saca la pistola y dispara. Quiero que lo hagas, Kendra. Muéstrame cómo sienta. Necesito más. Enséñame algo que no conozca. Paralízame, redúceme a mi ADN. Adelante, vamos, hazlo. Acciona el gatillo. Apunta y dispara. Quiero que me descargues todos los voltios que contenga el arma. Hazlo. Dispara. Ahora.

El automóvil estaba aparcado ante el hotel, al otro lado de la calle, frente al Barrymore, donde un grupo de fumadores se congregaba a la hora del descanso de la función teatral bajo la marquesina.

Se sentó en el coche a comprar más yenes a crédito, a contemplar los números de su fondo hundirse en la bruma por varias pantallas. Torval permanecía bajo la lluvia con los brazos cruzados. Era una figura solitaria en el medio de la calle, frente a una serie de muelles de carga desiertos.

Gastar yenes a espuertas liberaba a Eric del influjo de su neocórtex. Se sentía incluso un poco más libre que de costumbre, afinado para percibir los registros de su cerebro inferior, cobrando distancia de la necesidad de tomar acción de manera inspirada, de hacer juicios originales, de mantener la independencia de sus principios y convicciones, todas las razones por las cuales las personas están bien jodidas, pero las aves y las ratas no.

Seguramente algo tenía que ver la pistola paralizante. El voltaje le había hecho gelatina la musculatura durante diez minutos, un cuarto de hora, en los que estuvo rodando sobre la moqueta del hotel con electroconvulsiones, extrañamente alborozado, privado de sus facultades de raciocinio.









2003







Colaboración a Dscntxt de Alfonso Mallo















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