viernes, enero 15, 2010

“Aki Kaurismäki. Soltando lastre”, de Ana Useros






"Las películas clásicas son las mejores. Películas que narran historias de una manera tradicional, historias tradicionales contadas a la vieja usanza: pocos y sobrios movimientos de cámara, imágenes escuetas, un buen montaje... Eso es, en mi opinión, el cine clásico. Es contar historias. La mayor parte de los directores ha olvidado o perdido esa capacidad" (Aki Kaurismäki, 1990).

El nombre del cineasta finlandes Aki Kaurismäki comenzó a sonar fuera de su país tras el pequeño éxito de La chica de la fábrica de cerillas, que culminaba una trilogía nada panfletaria sobre el desamparo social. A partir de ahí se estrenaron en el circuito de versión original obras tan variopintas como Leningrad Cowboys go America o Contraté un asesino a sueldo que confirmaron que el humor seco y la ausencia de artificios eran las dos principales características de su estilo. Pero ha sido el estreno de las dos primeras partes de una nueva trilogía sobre los desheredados de la Finlandia contemporánea –Nubes pasajeras y El hombre sin pasado– lo que ha situado a Kaurismäki a un paso del panteón de los clásicos del séptimo arte. Sus retratos de la marginalidad, alejados de cualquier condescendencia o sentimentalismo, no tienen parangón en el cine actual.

Por si no bastara con una distribución y exhibición raquítica y estrangulada, que sólo de tanto en tanto nos deja ver la obra de los pocos que aún tratan el cine como un arte, cuando se estrena alguna de estas raras películas todavía es preciso apartar una serie de tópicos que nos impiden mirar. Abbas Kiarostami es humanista e... iraní. Godard o Rivette son intelectuales y... franceses. Aki Kaurismäki es cinéfilo y... finlandés. Y así se trivializa sin piedad la maravillosa aventura que supone asistir al proceso de construcción de una obra, al desarrollo de una mirada propia sobre el mundo.

Aki Kaurismäki es un director al que conocimos por una película titulada La chica de la fábrica de cerillas (1990). Una película breve, con planos de duración inusitada y prácticamente estáticos en la que los personajes apenas hablan, un filme que relata la cadena de crueldades e infortunios que conducen a una joven obrera a cargarse a todo su entorno. La crítica habló de la influencia de Robert Bresson en la objetividad de la mirada, o de Ozu en la inmovilidad de la cámara. Apreciaron un toque de humor negro que, unido al exotismo de los ambientes filmados (con esta película nació la duda aún no resuelta: ¿es eso Finlandia o es el universo personal de este director? Es fácil confundir la identidad nacional con la mirada de autor siempre que no se trate de la propia nación) situó a Kaurismäki dentro del cine de la cita, el pastiche y la ironía, que debía mirarse y apreciarse con ojos resabiados y un montón de referencias a mano. Por eso La chica de la fábrica de cerillas, a pesar de su negrura, no era "triste" sino "desencantada". Llorar es de ingenuos, reír de inteligentes.

Nos hubiera ayudado haber visto más. Haber visto, por ejemplo, Sombras en el paraíso (1986), la primera película de lo que los críticos de fuera llamaron la "trilogía obrera" (Kaurismäki corregía: "trilogía de perdedores"). Sombras en el paraíso pone al descubierto la guerra de Kaurismäki: contar historias sin renegar de la tradición pero sin escudarse en ella, respetar la realidad. La historia de amor de un basurero rabioso con la vida y una cajera de supermercado con pretensiones de ascenso social se narra con códigos y esquemas del cine negro. Se lucha, como siempre, en dos frentes. Mientras los personajes aprenden a mirar sin los anteojos de la pijería y las promesas del sueño dorado, las clases de inglés o los restaurantes caros, Kaurismäki trata de extraer de la realidad que le rodea lo aprendido en las películas.

Nada más alejado del pastiche y la ironía que la cinefilia de Kaurismäki. La chica de la fábrica de cerillas, planteada por su director como una especie de ejercicio de estilo, es más bien una excepción. Las abundantes citas o referencias de Kaurismäki no son un fin en sí mismas, ni siquiera tratan de convocar la emoción de la película original, son citas, como todo su cine, de un inaudito pudor. Quiere heredar "el corazón de Ozu y Jacques Becker y la crueldad de Bresson" y lo empieza a conseguir, tras veinte años aprendiendo junto a sus personajes a mirar a su alrededor.

El trabajo que ha realizado Kaurismäki para dominar su oficio no se puede describir. El trabajo que han realizado los personajes ha consistido en desprenderse de los sueños ajenos y encontrar los propios, eliminar los patrones que el capital (Kaurismäki lo llamaría así) coloca entre las miradas. Y sólo cuando los personajes estuvieron preparados para generar su ficción y habitar un universo propio se produjeron los milagros de Nubes pasajeras (1996) y El hombre sin pasado (2002), sus dos últimas películas estrenadas aquí.

Son dos clásicos. Dos relatos autosuficientes, dos lecciones de vida que aspiran a la atemporalidad a la vez que delatan en cada plano la época en que nacieron, dos cuentos de hadas que describen con más precisión que cualquier análisis una situación desesperada. Y desde ese reino de la ficción que han conquistado de pleno derecho, los hombres y mujeres de Kaurismäki, los obreros de existencia frágil de Nubes pasajeras o los marginados de infinitos recursos de El hombre sin pasado, nos contemplan, independientes y dignos. No hay lugar para la compasión. Si fuéramos honrados reconoceríamos que nos dan mucha envidia.

Sería una verdadera lástima que no aprovecháramos nosotros, los resabiados espectadores que sabemos reírnos de, pero no llorar con, para recorrer el mismo camino que ellos, abandonar nuestra estéril y falsa posición de superioridad ante lo que se nos cuenta y recuperar esa momentánea suspensión de la incredulidad que era para los poetas clásicos la condición del arte.






en Rebelión.org, diciembre del 2003


Fotografía: Marya Leena Ukkanen












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