Inicio / Traducción de Irving Roffé
«Si muero hoy, no será porque me caí de un camión», pensó Joseph, clavando los dedos en la cubierta de lona alquitranada del vehículo, que no dejaba de sacudirse. Yacía de espaldas, bajo las estrellas, con los brazos extendidos como una figura crucificada horizontalmente sobre una carroza fúnebre. La carga del camión era tan grande que formaba una pila de cinco metros de altura, en cuya cima viajaban Joseph y sus amigos, tambaleándose sobre el lecho de rocas y baches de la cañada. La sensación general era la de un enorme mamut negro a punto de tropezar y desplomarse.
Al mirar hacia abajo desde el borde de la lona, Joseph recordó el vértigo que había experimentado, siendo niño, cuando lo subieron por primera vez al lomo de un caballo. El motor rugía y el vehículo sobrecargado avanzaba a tumbos sobre el lecho del río seco: se atoraba, para luego reiniciar la penosa marcha con un gemido lastimero. Seguía a un largo convoy de camiones, muy separados entre sí, que avanzaba a duras penas por el sinuoso curso de la cañada, como una caravana de gigantes torpes, oscuros y tambaleantes. Aún faltaba una hora para que saliera la luna y el cielo era ya una exhibición de estrellas brillantes: la Osa Mayor curiosamente echada sobre su lomo y la Vía Láctea apiñada en una amplia cicatriz luminosa que rasgaba la negrura del cielo. Todos los camiones del convoy tenían las luces atenuadas. Las pálidas rocas dormían en su sueño arcaico. La retaguardia de la caravana, que se dispersaba a lo largo de casi dos kilómetros, seguía a los demás como una guirnalda móvil de chispas en medio de la noche hostil.
El camión se inclinó casi treinta grados y, al otro lado de la lona, Dina lanzó un gritito de gozo. Joseph podía verla solamente si torcía el cuello hasta casi quebrarse las vértebras. Prefirió arquear el cuerpo apoyándose sobre la cabeza y los pies, con lo que vio el mundo de cabeza. Pero ver la silueta de Dina perfilada contra las estrellas bien valía el esfuerzo. Ella rio, aferrándose a la lona con ambas manos.
—Con esa pirueta te ves todavía más cómico de lo habitual.
Hablaba en un hebreo con la correcta inflexión gutural que Joseph tanto envidiaba y no podía imitar. Desde la parte delantera sonó la voz seca y autoritaria de Simón.
—¡Cállense ustedes dos!
—¡¿Por qué?! —exclamó Dina—. ¿Qué es esto? ¿Un funeral?
—Grita todo lo que quieras —repuso Simón con impaciencia. Estaba sentado en el borde delantero de la lona, muy erguido, con las rodillas recogidas.
—Eso haré —replicó Dina—. Que se enteren que llegamos, aunque seguramente ya lo saben. Que se enteren. ¡Va-amo-os hacia la Galile-e-a-a!
Subió la voz y canturreó el ya conocido estribillo de la canción de los pioneros galileos:
El ivné ħagalil,
Anu nivné ħagalil...
Dios reconstruirá Galilea Nosotros reconstruiremos Galilea Vamos hacia Galilea Reconstruiremos la Galilea…
Joseph se le unió, cantando con la cabeza aún al revés, pero una súbita sacudida del camión lo hizo rodar obligándolo a aferrarse a la lona. La voz de Dina también se había detenido en seco.
—¿Estás bien? —le preguntó a la joven.
—Sí —repuso, ligeramente aturdida por el golpe. Pero unos instantes después gritó, emocionada—: ¡Mira! ¡Hacia allá! ¿Son de los nuestros?
Muy a lo lejos, hacia la izquierda, una luz comenzó a parpadear a intervalos regulares. Aunque era apenas un poco más brillante que las estrellas más grandes, su color rojo y sus destellos tenían un inconfundible ritmo y significado. Parecía suspendida en el aire, pero forzando un poco la vista se podía distinguir la silueta pálida y casi transparente de la colina.
—Será mejor confirmar la dirección —dijo Joseph—. ¿Dónde está la Estrella Polar?
—Tienes que trazar una línea recta que pase por las dos últimas estrellas de la Osa —le indicó Dina.
—¡Silencio! —sonó la voz de Simón—. Estoy leyendo el mensaje.
Contuvieron el aliento y miraron hacia la lejana chispa roja: destello y oscuridad; destello, destello y oscuridad; destello largo y oscuridad aún más larga, una pausa interminable y decepcionante, luego un nuevo destello; destello y destello; punto y raya. El camión se sacudió y se detuvo por completo: seguramente el chofer, varios metros por debajo de los pasajeros, también estaba leyendo el mensaje. De pronto profirió un aullido a la noche y simultáneamente el camión reanudó la marcha, con tal ímpetu que por poco lanzó a Dina, Joseph y Simón al aire.
—¿Y bien? ¡Di algo, por Dios! —exclamó Dina.
La silueta de Simón pareció tornarse aún más erguida y rígida. Con un movimiento de índices y pulgares alzó los pantalones una pulgada sobre los tobillos; incluso en la noche cerrada, Dina y Joseph reconocieron este gesto tan familiar. Simón habló con su voz agresiva de siempre, pero ahora agregó un tono áspero y ronco:
—Los tipos del Escuadrón de Defensa ya ocuparon el lugar. Hasta ahora no hay ninguna interferencia. Apostaron centinelas y ya están excavando en los alrededores.
—¡A-le-lu-ya! —gritó Dina. Poniéndose de pie, logró mantener el equilibrio durante un precario instante para luego caer cuan larga era sobre el pecho de Joseph. Rodaron hasta el centro de la lona. Joseph advirtió que el rostro de la joven se había humedecido con lágrimas y por un momento sintió la descabellada esperanza de que por fin se había sobrepuesto a Lo Que Debe Olvidarse.
1946
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