viernes, octubre 11, 2024

«La clase de griego», de Han Kang

Fragmentos del inicio



Premio Nobel de Literatura 2024


I

Borges le pidió a María Kodama que grabara en su lápida la frase «Él tomó su espada, y colocó el metal desnudo entre los dos». Kodama, la hermosa y joven mujer de ascendencia japonesa que fuera su secretaria, se casó con Borges cuando este tenía ochenta y siete años y compartió los últimos tres meses de la vida del escritor. Ella fue quien lo acompañó en su tránsito postrero, que acaeció en Ginebra, la ciudad donde el escritor pasó su infancia y donde deseaba ser enterrado. 

Un crítico escribió en su libro que esa breve frase grabada en su lápida representaba «el filo acerado». Sostenía que esa imagen era la llave que permitía el acceso a la obra de Borges, que esa espada separaba la literatura realista anterior de la escritura borgiana. A mí, en cambio, me sonó más a una confesión personal y callada. 

La breve frase es la cita de un antiguo poema épico nórdico. La primera y asimismo última vez que un hombre y una mujer pasaron juntos la noche, una espada colocada sobre el lecho separó a ambos hasta la madrugada. 

(…)


II. MUTISMO

Cuando entró en la escuela primaria, empezó a anotar palabras en las últimas hojas de su diario. Sin ninguna relación ni propósito, escribía las palabras que le habían causado alguna impresión. De todas ellas, la que guardaba como un tesoro era «숲» (bosque), cuya forma le recordaba a una antigua pagoda: ᄑ era la base, ᅮ el cuerpo y ᄉ la cúpula. Le gustaba que hubiera que entrecerrar los labios y dejar pasar el aire lenta y cuidadosamente para pronunciar ᄉ ᅮ ᄑ; y que al final hubiera que sellar los labios para que la palabra se completase en el silencio. Cautivada por esta palabra cuya pronunciación, significado y forma estaban envueltos en tanta quietud, la escribía una y otra vez: 숲. 숲. 숲. 

A pesar de los recuerdos de «niña brillante» que conservaba su madre, no llamó la atención de nadie durante la escuela primaria y secundaria. No creaba problemas, pero tampoco sobresalía por sus notas; y si bien hizo algunas amistades, no se veía con ellas después del colegio. Era una chica tranquila que no perdía el tiempo mirándose al espejo, salvo cuando se lavaba la cara; y, menos todavía, se sentía atraída por los chicos o los romances. Cuando salía del colegio, iba a una biblioteca pública y se ponía a hojear libros que no eran de estudio; y por las noches, se quedaba dormida leyendo debajo de las sábanas los que había sacado prestados. Solo ella sabía que su existencia se dividía radicalmente en dos. Las palabras que anotaba en las últimas páginas de su diario cobraban vida y se unían por sí solas creando oraciones insólitas. Por las noches, el lenguaje penetraba en sus sueños como un punzón, provocando que se despertase sobresaltada. El no poder dormir le ponía los nervios de punta y a veces un dolor inexplicable le atenazaba la boca del estómago como un hierro candente. 

Lo que más le costaba soportar era que podía oír con una claridad escalofriante las palabras que pronunciaba cada vez que abría la boca. Por muy insignificante que fuera la frase, dejaba traslucir, con la fría claridad de un trozo de hielo, la perfección y la imperfección, la verdad y la mentira, la belleza y la fealdad. Sentía vergüenza de las oraciones que se desprendían de su lengua y de sus dedos como blancos hilos de telaraña. Le daban ganas de vomitar. Y de gritar. 

Aquello le ocurrió por primera vez el invierno en que cumplió dieciséis años. El lenguaje, que la aprisionaba y la hería como una prenda hecha con miles de alfileres, desapareció de un día para otro. Podía oírlo, pero un silencio como una gruesa y compacta capa de aire se interponía entre el caracol de sus oídos y el cerebro. Rodeada por ese silencio oprimente, no podía acceder a la memoria que le permitía mover la lengua y los labios para pronunciar las palabras y sostener con firmeza el lápiz. Había dejado de pensar con el lenguaje. Se movía y lo comprendía todo sin acudir a la lengua. Un silencio anterior al habla, anterior incluso a la existencia, absorbía el fluir del tiempo y la envolvía por dentro y por fuera como una esponjosa capa de algodón. 

(…)

Pasó el tiempo y comenzó a hacerse preguntas. 

Un día, cuando faltaba poco para las vacaciones de invierno, durante una clase como cualquier otra, de pronto recordó el lenguaje sin darse cuenta, como si recuperase un órgano atrofiado, a raíz de una palabra en francés que llamó su atención. 

Quizá ocurrió en la hora de francés, y no en la de inglés o la de escritura china, porque era un idioma extranjero que ella había elegido y estaba aprendiendo por primera vez. Levantó la vista hacia la pizarra como siempre y de pronto la fijó en un punto. El profesor, bajo y medio calvo, pronunciaba la palabra señalando la pizarra. Sin pretenderlo, movió los labios como una niña pequeña y pronunció «bibliothèque» en un murmullo, lo que resonó en algún lugar más profundo que la lengua y la garganta. 

No fue consciente de la importancia de ese instante. 

Por aquel entonces el terror era todavía algo vago y el dolor vacilaba en desplegar su infierno abrasador en el vientre del silencio. Allí donde confluían la ortografía, la fonética y los significados holgados, una mecha entrelazada de alegría y culpa empezó a consumirse lentamente. 

(…)

La pérdida del habla que sufre de nuevo no es cálida ni intensa ni nítida como hace veinte años. Si el primer silencio se parecía al de antes del nacimiento, el de ahora se parece al de después de la muerte. Si antes era como mirar el ondulante mundo exterior desde el fondo submarino, ahora se ha convertido en una sombra que se arrastra por la dura superficie de paredes y suelos mientras contempla desde fuera la vida que transcurre en un gigantesco tanque cisterna. Podía oír y leer cualquier palabra, pero no podía abrir la boca y pronunciar los sonidos. Era un silencio frío y extraño, como una sombra sin cuerpo, como el tronco vacío de un árbol muerto, como la materia oscura que llena el espacio sideral. 



2023














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