martes, julio 30, 2024

«La señora muerta», de David Viñas





 

—No me gusta el olor de la goma quemada —fue lo primero que dijo esa mujer. 

Moure la miró un rato antes de contestar, pero no como la había estado observando hasta ese momento, desde que la descubrió en la cola apoyada a medias contra la pared, con un gesto resignado e insolente a la vez. «Levante», se dijo. «Levante seguro», y le sonrió: 

—No es goma lo que están quemando. 
—Ah, ¿no? —esa mujer lo miraba con desconfianza— ¿Qué es entonces? 
—Inmundicias —murmuró Moure con malestar. 
—¿Y de quién? 
—De todos... de todos los de la cola. Hace dos días que vienen haciendo lo mismo. 

Desde atrás, los que estaban en medio de la penumbra que flotaba sobre la calle, los empujaron para que avanzaran: ella se dio vuelta, apenas molesta de que la tocaran o de que le arrugaran el vestido, murmuró. Ya va, ya me di cuenta, qué tanto, y avanzó unos pasos ceremoniosamente. Se había apoyado contra la chapa de un hotel y se miraba en el reflejo: era un enorme cuadrado de bronce y Maure advirtió que se palpaba los labios. 

—¿Le duelen? —se le acercó.
—No. Estoy despintada. 

Y esa mujer seguía mirándose aunque esa chapa la reflejase deformada, con una boca más ancha y unos ojos estirados. 

—Usted no tiene esa boca —señaló Moure. 

Ella abrió y cerró la boca varias veces, como si estuviera en un parque de diversiones, con la desconfianza de un chico o de un provinciano: 

—Sí, tengo una boca de muñeco —se juzgó con aire despreciativo. 
—No, no... —protestó Moure. 
—Pero me gusta tener una boca así. 

Unos metros más adelante se fue levantando un murmullo que aumentó la densidad y se prolongó un rato, como un moscardoneo. «No me puede fallar», se propuso Moure. Una mujer con la cabeza cubierta con una pañoleta se le arrodilló delante, agachada la frente y parecía rezongar con una confusa irritación mientras se frotaba las manos; cuando la fila avanzó de nuevo, la mujer se fue arrastrando sobre las rodillas sin dejar de gangosear eso que decía, sin dejar de frotarse las manos. 

—Rezan, ¿no? 
—Sí —dijo Moure. 
—Ah... —ella se persignó y lo hizo con torpeza, velozmente; parecía alarmada y miró ese cielo bajo como si hubiera escuchado el ruido de un avión y tratara de localizarlo. Pero el cielo estaba negro y no se veía nada. Después se tranquilizó, lo miró a Moure, se sonrió a medias, agradecida de algo y apoyó la cabeza contra la chapa del hotel. 
—¿Está cansada? —la sostuvo Moure mientras se repetía «No me falla; no me puede fallar». Al fin de cuentas, él había ido a la cola para eso. 

Pero ella balanceaba la cabeza: eso no quería decir ni que sí ni que no, solamente que no estaba segura. 

—¿Quiere irse? — 
—Cuando me sienta bien cansada. Moure le oprimió el brazo.
—Pero mire que tenemos para rato. Ella frunció las cejas: 
—¿Lo dice en serio? 
—Yo siempre hablo en serio. 
—¿Y cuánto dice que falta? 

Moure miró hacia adelante y calculó dos cuadras, tres, una mancha larga que se estremecía en medio de la penumbra, los de atrás que volvieron a empujar con una pesadez insistente, la mujer de la pañoleta que seguía murmurando algo que no se entendía muy bien, ahí arrodillada, un soldado con una olla humeante que brilló bajo el farol: 

—Unas tres horas dijo. 
—¿Tanto? 

Moure presintió que a ella no le interesaba mucho lo que había preguntado, ni le interesaban las palabras que había usado, ni ninguna palabra: 

—Y, hay mucha gente —reflexionó. 
—A la gente le gusta. 
—¿Estar en la cola? 
—Sí —dijo ella con desgano—. Le gusta esperar algo, cualquier cosa... 

La mujer arrodillada por momentos parecía irritarse con lo que rezaba, cabeceaba y fruncía la frente. «Esta noche no puede fallarme», seguía pensando Moure. Y toda esa fila avanzaba muy lentamente, mucho más despacio que en una procesión. Moure calculó: allá adelante estarían por cruzar un puente, se le habrían roto las ruedas a un carro o el caballo se habría muerto en medio de la calle. Algo así pasaría. «Seguro». Y había tan poca luz con esos trapos negros que envolvían los faroles y todo era tan borroso. 

—¿Me permite? —ella se le apoyó bruscamente en un brazo se descalzó, primero un pie, después el otro y se los sobó con unos quejiditos de satisfacción. Pero cuando estaba en eso, volvieron a empujarla para que avanzase y ella repitió —Ya está, ya va, no ven lo que estoy haciendo. Me van a pisar, tengo los pies desnudos... La mujer de la pañoleta levantó un momento la cabeza, verificó quién había dicho eso y siguió con su rezo. 

—¿Un poco de sopa? —ofreció Moure. 
—No —ella todavía estaba con los pies desnudos y pugnaba por mantener el equilibrio y calzarse— Me aburre la sopa. 
—¿Ni un poco? 
—No. 

Moure señaló: 
—Pero mire que le están ofreciendo...

Un soldado le había tendido una taza pero tuvo que recogerla; tenía una cara adormecida y se esforzaba por sonreírse: la contempló a esa mujer, intentó sonreírse con más convicción y lo único que logró fue un parpadeo, entonces la miró humildemente pero ella había hundido las manos en los bolsillos y sacudía los hombros: 
—Me aburre la sopa —repetía—. De chica, me la hacían tragar: de arvejas, de sémola, de verduras, era un asco. 

Moure sacó un cigarrillo y lo golpeó muchas veces antes de encenderlo. «Papa comida», se felicitó. Estaban muy cerca de uno de esos montones de basura que habían quemado y que soltaban un calor denso, incómodo y un poco tembloroso; algunas personas salían de la fila, se acercaban, la cara y el pecho se les enrojecían y se quedaban un rato frotándose las manos como si estuvieran redondeando algo entre las palmas, un poco de harina o de barro. Después volvían a la fila y les susurraban a los que tenían al lado vayan, vayan; no les dicen nada. Moure la codeó a esa mujer y señaló: otro se despegaba de la fila con una carrerita parecida, casi avergonzado, casi alegre. 

—¿Fuma? —preguntó Moure. 

Ella miró a los costados, atentamente, después un poco a la mujer que seguía arrodillada y rezongando: 
—¿Aquí?... —y no sacó las manos de los bolsillos. 

Moure encendió el cigarrillo y largó unas bocanadas para que ella oliera: eso era bueno, caliente y llenaba la boca y el pecho. «Esto marcha solo», se alegró. Ella le miraba la mano, sin indiferencia y de vez en cuando le espiaba los labios y la nariz se le hinchaba como si le costara respirar o como si todavía le molestara ese olor que había creído era de goma quemada. 

—¿A usted le gustaba? —dijo de pronto. 

Moure se sobresaltó pero largó una lenta bocanada: 
—¿Quién? 
—La Señora... ¿Quién va a ser si no? 

Moure tomó el cigarrillo entre las dos manos, lo acható y arrancó una hebra con la misma cautela con que se hubiera cortado una cutícula; después levantó la vista y la miró a esa mujer: era joven, tendría unos veinticinco, no mucho más. «Si me la pierdo soy un…». Pero no se la iba a perder. Los de atrás empujaban, esos no respetaban nada, no se dio por enterado y siguió mirándola: el cuello, ese pecho tan abierto, el vientre y la deseó bastante. Por fin dijo: 
—Era joven... 
—¿Usted cree que la podremos ver?
—Y, no sé. Habrá que esperar.
—Dicen que está muy linda. 
—¿Sí? 
—La embalsamaron. Por eso. 

Había quedado un espacio entre ellos dos y la mujer arrodillada. 

—Hay que correrse —dijo ella como si se tratara de algo inevitable. 
—Sí —advirtió Moure—. Sí. 

Y se quedaron mirando vagamente hacia adelante: la mujer de la pañoleta se puso de pie y estuvo un buen rato observándose y tocándose las rodillas, un chico empezó a llorar y una mujer deslizó una mancha blanca sobre su mano y ahí la sostuvo y de nuevo pasaron los soldados, esta vez ofreciendo café, sin saltearse a nadie, desapasionadamente. Ella murmuró algo y Moure le escrutó la cara para ver qué quería. No. Me estaba acordando de algo. Nada más, dijo ella sin sacar las manos de los bolsillos; Moure advirtió que era de piel el sacón que tenía porque lo rozaba contra el dorso de la mano y pensó que le hubiera gustado acariciarlo con los dedos, con el pulgar sobre todo, pero no se animó. 

—¿Vio? —era ella que señalaba con el mentón desganadamente. 

Moure volvió la cabeza y vio a un hombre que orinaba al borde de la vereda y se sintió irritado, justamente irritado, porque ese podría haber ido a otro lugar o se hubiese aguantado o, en último caso, no se hubiera puesto en la fila, entre tantas mujeres, porque esas cosas siempre pasan y uno debe saber lo que se puede aguantar. 

—Está mal, ¿no? —murmuró. 

Pero ella se había apoyado contra una vidriera y bostezaba, olvidada de sus pies y de ese hombre que orinaba, y lo hizo varias veces, porque no fue un solo bostezo prolongado sino una serie de tres o cuatro que la obligaron a fruncir la nariz y a secarse unas lágrimas con la punta del pañuelo. 

—¿Tiene sueño? 

Ella negó sin dejar de bostezar: 
—Hambre tengo. 
—¿Quiere... ? 
—Sí. 

Y fue ella misma quien lo tomó del brazo y la que dijo que subiera a un auto y fueran primero a cualquier lugar. Algo cerca, fue lo único que exigió y no perentoriamente, sino como si recordara algún requisito o alguna ventaja. Se arrinconó a su lado en el auto y contemplaba sin ningún asombro las piernas de los que iban en las plataformas de los tranvías iluminados, a uno que llevaba sandalias, a los que la miraban largamente sin atreverse a sonreírse pero con muchas ganas de hacerlo cada vez que el auto se detenía en cualquier bocacalle. Cuando un marinero se inclinó un poco para verla mejor, ella golpeó con la mano en el vidrio. A ese lo espanté, suspiró. Y usaba un perfume de malva, un perfume de vieja o de casa con pisos de madera. ¿Y cuánto querés? Lo que vos quieras y el auto siguió corriendo. Moure se sintió agradecido, entusiasmado y le pasó el brazo sobre los hombros. Cerca, ¿no?, volvió a preguntar ella y Moure sacudió la cabeza. Esa cola, la gente que esperaba con tanta indiferencia, amontonados, pasivos, la calle en tinieblas, él había esperado demasiado. Era lento y lo sabía, pero tampoco se podía atropellar. Pero ya estaba. Y solo, esas cosas se hacen solas. Cuanto más se piensa, sale peor. Cuando el coche se detuvo por primera vez y Moure advirtió que el chofer esperaba una nueva orden mirando en el espejito, apenas dijo a otra. Pero cerca. Cuando ocurrió la segunda vez, eso de toparse con una puerta cerrada cuando alguien piensa exclusivamente, cálidamente en entrar de una vez y quedar a solas como dos chicos que se esconden dentro de un ropero para que el mundo de los adultos tan ordenado y con tanta gente que mira se desvanezca, Moure se empezó a irritar. No hay lugar —informaba el chofer—. ¿Los llevo a otro? Sí, sí. Pronto. Y anduvieron dando vueltas por unas suaves calles arboladas y ella empezó a reírse porque sentía las manos de Moure que le oprimían las piernas, pero no como para acariciarla, como si ella fuera ella, es decir, una mujer, sino como si su piel fuera un pañuelo o una baranda o la propia ropa de Moure, algo de lo que se aferraba para secarse o para no caerse. Por favor... por favor, repetía Moure y le estrujaba la carne. También estaba la mirada del chofer, que delante de esos portones cerrados soltaba el volante como para dar explicaciones porque él no tenía nada que ver con todo eso. ¿Los llevo a otro? Sí. Pronto... Pero, pronto por favor... Y toparon con otro portón, una gran tabla pintada de gris cerrada con un candado, y la risa de esa mujer aumentó mientras Moure pensaba que lo que a ella le correspondía era quedarse en silencio, tomarlo de la mano y tranquilizarlo o pasarle los dedos por las sienes para que se le desarrugara la frente, pero las mujeres se ponen nerviosas y no sirven para nada y por eso son mujeres. El coche había parado por cuarta vez o sexta y el chofer repetía ese mismo ademán de prescindencia. 

—¿Todo está cerrado? —gritó Moure. Los ojos del chofer apenas temblaron en ese espejito y ella se rio con una risa que le dobló la espalda. 
—¡No te rías más, mujer! —la sacudió Moure. 

Y ella sólo negó con la cabeza, sin hablar pero con más ganas de reírse, apretando los labios y no cubriéndose la boca con una mano. 

—¿No se puede ir a otra parte?
—Moure se había tomado del respaldo del chofer. 
—Y, no sé... 
—¿Nada hay? 
—Más lejos... 
—¿Dónde? 
—En la provincia. 
—¿Seguro? 
—No; seguro, no. 
—Estaba de Dios que tenía que pasar esto —cabeceó Moure. 
—Hay que aguantarse —el chofer permanecía rígido, conciliador—. Es por la señora. 
—¿Por la muerte de?... —necesitó Moure que le precisaran. 
—Sí, sí. 
—¡Es demasiado por la yegua esa! 

Entonces bruscamente, esa mujer dejó de reírse y empezó a decir que no, con un gesto arisco, no, no, y a buscar la manija de la puerta. 

—Ah, no... Eso sí que no —murmuraba hasta que encontró la manija y abrió la puerta—. Eso sí que no se lo permito.., — y se bajó.




en Las malas costumbres, Editorial Jamcana, Buenos Aires,1963













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