jueves, junio 20, 2024

«Santa Clara», de Rafael Toriz





Por causas ajenas a mi voluntad, durante la mayor parte de mi vida he sido un conspicuo bebedor; acaso por ello mi primer recuerdo del alcohol va ligado con la muerte. 

Tenía siete años cuando murió mi abuela Esperanza (¡Abuelita, la chingada! ¡Yo soy tu abuela, maricón!). Dominante y desdeñosa, sus allegados y consentidos la llamaban Mamá Quechita; en mi caso, dado que siempre he sido periférico en los asuntos del corazón y sobre todo un polizonte en relación con mi lugar en el mundo, estaba cierto de no ser de sus predilectos. Aún era pronto para darme cuenta de que mi abuela encarnaba el arquetipo del matriarcado mexicano: su palabra marcaba la ley, los horarios y la vida de la casa. No había más voluntad que la suya, y si gritaba dando órdenes, hasta los gallos de pelea se le cuadraban. La jornada empezaba con ella y con ella llegaba la noche, mandando a apagar las lámparas.

Cuando visitábamos su casa que entonces era giganteca y con una amplia azotea desde donde podían verse los silos de las fábricas de Orizaba y los árboles como copos de lana verde del Cerro del Borrego tenía la sensación de viajar en el tiempo. Nos despertaban muy temprano los gallos de pelea de don Guilebaldo y el rumuroso tun tun de las manos de mujeres en la cocina haciendo memelas para el desayuno. Ahora que escribo esto me doy cuenta de que de las manos que me alimentaron entonces –Lucrecia, Siria, Mago, Chayo y Esperanza– sólo queda un nombre en un tumba. O ni eso.

Cuando mi abuela murió nos dejaron a mí y a mi hermano con el más pendejo de mis sobrinos y nos dieron también una pelota: yo intuía que algo estaba mal y no tenía ganas de estar jugando. Todo era triste e inapropiado y nos pusieron en las manos sendas Chaparritas de uva. Entonces, por fortuna, encontré una botella de rompope en un ropero que bebí hasta desmayarme (mi hermano, tres años más chico, pero más rápido, liquidaría sin que nadie se diera cuenta una botella de Benadril que lo noqueó por un día entero). No podía saberlo entonces, pero yo heredaba el recuerdo de la muerte de su padre en el caballo junto con la certeza de que los niños valen poco al momento de velar a los muertos. Infans, dice el latín: el que no tiene derecho al habla.

Al otro día, sin que me percatara, fuimos trasladados a Xalapa, lo que me inundó de un profundo resentimiento. Nadie me preguntó si quería quedarme y de lejos me afligía el hecho de haber dejado a mi padre, por primera vez, llorando su suerte. Por esa razón, y dado que nadie reparaba en mí, salí de la casa, pero tampoco fui a la escuela: mi primera pinta me llevó adentro de un roble calcinado, una vieja carcasa arbórea de la que contaban que los 24 de junio funcionaba como portal al mundo de los muertos. Aunque era un 7 de mayo, entré con fe en el árbol, al menos para decirle a mi abuela que volviera, aunque nomás fuera para seguir chingando.

Sé que fue mucha la gente que la quiso; supe también que sus artes y maneras impactaron la vida de quienes la rodeaban: luego de su muerte, junto con la ruina de la casa, vi cómo de apoco se llenó de herrumbre, hasta desaparecer por completo, la imagen que me tocó de la Gran Familia Mexicana: nunca volví a vivir en ningún lado esas fiestas ecuménicas de fin de año en las que siempre aparecía gente nueva, parientes y amigos entre comidas y bebidas que daban una sensación de irrealidad.

De aquellas noches y días luminosos no queda sino el polvo, una casa en ruinas donde asustan, algunas fotos y dos o tres historias mal oídas y peor contadas. A poco qué uno mire hacia el pasado, si es que algo queda claro, es que hemos vivido queriéndonos y desqueriéndonos entre íntimos extraños.

La herencia que me dejó Esperanza Sandoval, en cuyas pocas fotos, muy regia, aparece siempre con una expresión adusta –«ojos doloridos más hechos para odiar que para llorar», como dice el bolero–, fueron un puñado de refranes a los que entonces no les cazaba el sentido pero va me gustaban por el sonido. Ahora que ya soy hombre los valoro como a las piedras redondas del río, lavadas y desgastadas por el cauce del lenguaje: «la que es fea por fuera, es más fea por dentro»; «cada quien hace de su culo un papalote y lo empina como quiere»; «mira a este cabrón, qué chiquito lo sentaron»; «mejor no jodas al toro si no lo vas torear»; «el que la mete, no cumple lo que promete»; «el que por su gusto muere, hasta la muerte le sabe»; «al que obra mal, se le pudre el animal»; «¿no que no te las tronabas, pistolita?»; «este todavía está muy escuincle para tronarle el empacho»; «los amigos se cuentan con los dedos de una mano, y no llegan a cinco, y si por azares juntan, es para darte un chingadazo»; «melindroso, ni con las verduras: aquí se come lo que hay»; «si eres pendejo, sé discreto y no presumas». Supongo que tendría también sus oraciones, pero esas no se me quedaron (a decir verdad, yo nunca la vi rezando). 

¡Mira nada más a esta creatura tan tomada! ¡Menos mal que se murió mamá Quechita! Yo creo que se vuelve a morir de encabronada si se entera de que el primogénito de Juan Toriz anda diciendo que es borracho porque en su velorio se bajó sin que lo meran una tella de rompope.






en La distorsión, Penguin Random House, Ciudad de México, 2019
































 

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