Carlotta
despertó, durante la cuarta semana seguida de lluvias de octubre, en el
pabellón de desintoxicación del condado. Estoy en un hospital, pensó, y
recorrió el pasillo sacudida por los temblores. Vio a dos hombres en una sala
grande que, de no llover, habría sido luminosa. Los dos eran feos, llevaban
uniformes de lona blancos y negros. Estaban magullados, tenían vendajes
manchados de sangre. Son presidiarios, pensó, pero entonces vio que ella
llevaba también un uniforme blanco y negro, que estaba magullada y manchada de
sangre. Recordó unas esposas, una camisa de fuerza. Era Halloween. La
voluntaria de AA, una señora, les enseñó a hacer calabazas. Hinchas el globo,
ella lo ata. Luego lo cubres con tiras de papel encolado. A la noche siguiente,
cuando está seco, lo pintas de naranja. La señora recorta los ojos, la nariz y
la boca. Puedes escoger si quieres que sonría o que frunza el ceño. No te dejan
usar tijeras.
Se reían como
niños, con el temblor de las manos se les escurrían los globos. No era nada
fácil hacer las calabazas. Si les hubieran permitido recortar los ojos, la
nariz y la boca, les habrían prestado unas de esas absurdas tijeras sin punta.
Cuando querían escribir les daban lápices gruesos, como a los chiquillos de
parvulario.
Carlotta se lo
pasaba bien en el pabellón de desintoxicación. Los hombres intentaban ser
galantes con ella. Era la única mujer, era bonita, no parecía «de las que
empinan el codo». Tenía unos ojos grises y claros, una risa fácil. Había
transformado su pijama negro y blanco con una vistosa bufanda escarlata. La
mayoría de los hombres eran borrachos de la calle. La policía los traía, o
simplemente ingresaban por su propio pie cuando se les acababa el dinero del
subsidio, cuando no había vino ni cobijo. El hospital del condado era un buen
sitio para estar en el dique seco, le dijeron. Te dan Valium, Thorazine,
Dilantin, si hay convulsiones. Grandes cápsulas amarillas de Nembutal por la
noche. Eso no duraría mucho, pronto solo habría «programas de acción social»,
sin drogas de ninguna clase.
—Mierda… ¿y a qué
viene eso? —preguntó Pepe.
La comida es
buena, pero fría. Tienes que ir a buscarte la bandeja al carrito y llevártela a
la mesa. Al principio la mayoría no puede hacerlo, o se les cae. Algunos de los
hombres temblaban tanto que había que darles de comer, o simplemente se
agachaban y comían a lengüetazos, como los gatos.
A los pacientes
les daban Antabus a partir del tercer día. Si bebes alcohol en un margen de
setenta y dos horas después de haberlo tomado, crees que vas a morir.
Convulsiones, dolores en el pecho, shock tóxico; incluso puede resultar realmente
letal. Los pacientes veían la película del Antabus cada mañana a las nueve y
media, antes de la terapia de grupo. Más tarde, en la galería, los hombres
calculaban cuándo podrían volver a beber de nuevo. Escribían en servilletas de
papel, con lápices gruesos. Carlotta fue la única que dijo que no volvería a
beber.
—¿Y tú qué sueles
tomar, mujer? —preguntó Willie.
—Jim Beam.
—¿Jim Beam?
—todos se rieron.
—Joder... Tú no
eres alcohólica. Los alcohólicos bebemos vino dulce.
—¡Ah, sí, ¡qué
dulce es!
—¿Qué mierda
estás haciendo aquí, de todos modos?
—¿Qué hace una
chica como yo en un sitio como este, quieres decir? —Carlotta no lo había
pensado todavía.
—Jim Beam. Tú no
necesitas desintoxicarte...
—¡Y tanto que sí!
Parecía una loca cuando la trajeron aquí, pegándole a aquel policía chino.
Wong. Luego le entró un ataque terrible, se pasó tres minutos golpeándose de un
lado a otro como un pollo sin cabeza.
Carlotta no se
acordaba de nada. La enfermera le contó que había estampado el auto contra una
tapia. La policía la había traído aquí en lugar de a la cárcel cuando
averiguaron que era profesora, con cuatro hijos y sin marido. No tenía
antecedentes.
—¿Tienes DT? —le
preguntó Pepe.
—Sí —mintió ella.
Dios mío, escúchame... por favor, acéptenme, muchachos, por favor, quiero caerles
bien, vagabundos de mirada vidriosa.
No sé qué es eso
del DT. El médico me preguntó lo mismo. Dije que sí, y él lo anotó. Creo que
los he tenido toda la vida, si de hecho son visiones de demonios.
Todos se reían mientras
pegaban tiras de papel encolado en los globos. Como a Joe lo habían echado del
Adam and Eve, pensó que podía encontrar un bar mejor. Se subió a un taxi
gritando «¡Al Shalimar!», pero el taxi era una radiopatrulla y lo trajeron
aquí. ¿En qué se diferencia un entendido en vino de un borracho? El entendido
saca la botella de la bolsa de papel. Mac, sobre las virtudes del vino
Thunderbird: «Esos estúpidos italianos se olvidaron de quitarse los
calcetines».
Por la noche,
después de los globos y el último Valium, venía la gente de AA. La mitad de los
pacientes se pasaban toda la reunión dando cabezadas, escuchando a esa gente
que decía que también había tocado fondo. Una mujer de AA contó que se pasaba
el día masticando ajo para que nadie notara el aliento a licor. Carlotta
mascaba clavos de olor. Su madre inhalaba bálsamo Vicks a puñados. Al tío John
siempre se le quedaban trocitos de pastillas Sen-Sen para la halitosis metidos
entre los dientes, y al sonreír parecía una de aquellas calabazas. A Carlotta lo
que más le gustaba era el final, cuando todos se daban la mano y ella rezaba el
padrenuestro. Luego tenían que despertar a sus compañeros, erguirlos como a los
soldados muertos en Beau Geste. Sentía cierta cercanía con los hombres mientras
rezaban por mantenerse sobrios para siempre. Después de que se marchara la
gente de AA, a los pacientes les daban leche con galletas y Nembutal. Casi todo
el mundo se iba a dormir, incluidas las enfermeras. Carlotta jugaba al póquer
con Mac y Joe y Pepe hasta las tres de la mañana. Sin comodines.
Llamaba a casa
cada día. Sus hijos más mayores, Ben y Keith, cuidaban de Joel y Nathan. Todo
iba bien, decían. Ella no podía decir gran cosa. Pasó siete días en el
hospital. La mañana que se marchó había un cartel en la sala de día, oscurecida
por la lluvia. MUCHA SUERTE, LOTTIE. La policía había dejado su auto en el estacionamiento.
Una gran abolladura, un espejo roto.
Carlotta condujo
hasta Redwood Park. Puso la radio a todo volumen, se sentó en el capó abollado
bajo la lluvia. Más abajo se veía el reflejo dorado del Templo Mormón. La
niebla cubría la bahía. Era agradable estar fuera, oír música. Fumó, planeó lo
que haría en las clases de la semana siguiente, programó las lecciones, anotó
los libros que necesitaría de la biblioteca. (Se había excusado en la escuela.
Un quiste de ovario… benigno, por suerte).
Lista de la
compra. Esa noche haría lasaña, el plato favorito de sus hijos. Salsa de
tomate, carne de ternera. Ensalada y pan de ajo. Sopa y papel higiénico,
probablemente. Elegir un pastel de zanahoria de postre. Las listas la
tranquilizaban, hacían que todo volviera a recomponerse.
Sus hijos y Myra,
la directora de la escuela, eran los únicos que sabían dónde había estado. La
habían apoyado. No te preocupes. Todo irá bien. En cierto modo todo iba bien.
Era una buena profesora y una buena madre. El pequeño departamento donde vivían
rebosaba de proyectos, libros, discusiones, risas. Todo el mundo cumplía con
sus obligaciones. Por las noches, después de lavar los platos y la ropa, de
corregir ejercicios, había ratos de televisión o Scrabble, problemas, cartas o
conversaciones tontas. ¡Buenas noches, niños! Y luego un silencio que ella
celebraba con tragos dobles, ya sin maniáticos cubitos de hielo.
Si sus hijos se
despertaban, veían su peor cara, aunque el malhumor solo de vez en cuando
duraba hasta la mañana siguiente. Hasta donde le alcanzaba la memoria, sin
embargo, oía a Keith comprobando los ceniceros, la chimenea, a altas horas de
la noche. Apagando luces, cerrando puertas.
Esta había sido
su primera experiencia con la policía, aunque no la recordaba. Nunca antes
había conducido borracha, nunca había faltado más de un día al trabajo, nunca...
No tenía ni idea de todo lo que quedaba por venir.
Harina. Leche.
Ajax. En casa solo tenía vinagre de vino, que con el Antabus podía provocarle
convulsiones. Añadió vinagre de sidra a la lista.
en Manual para mujeres de la limpieza, 2015

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