Llega el momento en que, después de una semioculta estadía en este país, pareces estar con el pie en el estribo, listo para retomar tu trabajo en la Universidad de New York, en Stony Brook. Bueno sería que hicieras un balance de tu permanencia aquí. Empecemos por lo más obvio y lo más difícil. ¿En qué sentido dirías tú que ha cambiado el panorama cultural de Chile en los últimos años?
Semioculta estadía, dices tú, y ahora veo que fue así, tal vez porque el medio propicia estos y otros ocultamientos. No es que uno tenga interés en ocultarse; lo que pasa es que no se dan las condiciones para ser visto: ¿Dónde y para qué? Seguramente estoy contestando a tu pregunta en forma indirecta.
Sí: me parece que esa es una respuesta suficiente. Olvidemos la comunicación en el dominio privado; me consta que has recibido la visita de los pocos amigos de otro tiempo que todavía viven en Chile, y también la de quienes, a título personal, se mueven por entre las líneas fronterizas de la nueva cartografía. En Utopía la Universidad, en tanto «alma mater», recibiría a sus hijuelos peregrinos, aunque más no fuera para preguntarles cómo les ha ido por el mundo. Aquí, como si nada. ¿O es que ya no tienes conocidos en la Universidad?
Uno que otro. Por ejemplo, he visitado a menudo a uno de mis maestros, don Antonio Doddis; pero él es la única presencia que me remite a la Universidad por donde circulé como Pedro por su casa durante diecisiete años, como estudiante y luego como profesor e investigador.
¿Qué diferenciaba esos tiempos de estos?
Eran los tiempos del diálogo, y si ahora puedo hacer algo de algún interés, profesionalmente, lo debo a esos fervores y libertades que permitían y estimulaban la confrontación de todo con todo, desde el minucioso rastreo bibliográfico hasta las divergencias en la interpretación, siempre tan productivas, como se sabe. Y esto, porque es consustancial al trabajo cultural el reconocimiento del otro en su alteridad, lo que implica la aceptación activa de las diferencias. La Universidad es el lugar donde se producen ideas y no hay otra manera de producirlas si no es mediante esa dinámica que puede entenderse como la suma de los principios y de las leyes del diálogo. Mis extrañezas presentes se explican entonces porque yo vengo de aquellas lejanías, que por suerte recupero parcialmente en mi sitio actual de trabajo.
Sí, yo mismo enseñé episódicamente en U.S.A. En 1976 me desplazaba desde la isla de Balboa hasta el campus de la Universidad de California en Irvine, en un bus donde los jóvenes herederos de los discípulos de Marcuse leían a Marx. En ese país, pues, los universitarios que no insisten en desmandarse pueden pensarlo todo y se entiende que esa libertad no pone en peligro el sistema, no es un lujo ni un trabajo clandestino. Hay algo problemático, por otra parte, en el hecho de que el investigador y el creador latinoamericanos encuentren finalmente en los Estados Unidos el reconocimiento que merecen, el sueldo apropiado y los materiales necesarios para su investigación. ¿No lo piensas así?
Es problemático porque pone en evidencia la precariedad latinoamericana y porque es una situación que suele enajenar a las mismas personas que estarían en condiciones óptimas para contribuir a la superación de esa precariedad. ¿Pero cómo ignorar que esta lástima se origina y se perpetúa por una aberración del orden y el predominio de la irracionalidad? Es algo de lo que hemos hablado más de una vez, aquí y allá.
Latinoamérica produce de todo en el campo profesional, desde el maestro Chasquilla hasta el más sofisticado discípulo de Einstein, pero no puede consumir lo que produce en materia de artes y oficios, o en otros casos no quiere hacerlo. A esto se le llama «fuga de cerebros» cuando se pone el acento en el agente exterior —el imperialismo—; pero desde ese punto de vista se olvida que esta anomalía tiene también poderosos agentes internos. Dicho de otro modo: las circunstancias exteriores son ocasiones y no única y exclusivamente causas. Me gustaría ilustrar todo esto con un caso concreto: el tuyo. ¿Cómo y por qué te fuiste a los Estados Unidos? ¿Qué te hacía falta en ese momento?
Vamos por partes. Yo empezaría, eso sí, por anotar esta facilidad que ofrece el apotegma cervantino: «las luengas peregrinaciones hacen a los hombres discretos». Puede que uno alimente la esperanza, tantas veces ilusoria, de adquirir la discreción al precio de sus peregrinaciones, sobre todo cuando ellas solucionan —se diría que en forma estable— las necesidades que ellas mismas crean. Mi primer contrato en los Estados Unidos me permitía iniciar la compra de una casa como esta, lo que mis trabajos en Chile hacía inalcanzable.
Yo pago por esta casa más de un tercio de mi sueldo, y nunca podré iniciar la compra de una casa en Chile a menos que me vaya a vivir al extranjero.
Ya se ve que el intelectual latinoamericano reside en la paradoja, que empieza por la casa que no tiene y que sólo puede adquirir in absentia; pasa por las bibliotecas nacionales, que nunca están completas sino en otra parte (tú recordarás que pudiste terminar tu propio curriculum en la biblioteca de Stony Brook, que no es de las mejor provistas de los Estados Unidos); sigue en lo que se refiere a las publicaciones, congresos y diálogos, a veces muy germinativos: el sexagésimo aniversario de la impresión de dos libros importantes del poeta chileno Vicente Huidobro —y trigésimo aniversario de su muerte— fue celebrado en Chicago. La edición de los varios trabajos que se leyeron entonces también ocurrió allá, y sólo unos pocos lectores de aquí tendrán oportunidad de leer algo que les concierne harto más que a los norteamericanos. Bueno, pero como para mí lo que importa es la averiguación de lo latinoamericano parece que no tengo más remedio que estar fuera de Latinoamérica. Es lamentable que sea así, porque nadie debería abandonar su país o el espacio mayor de su cultura si éstos le ofrecieran la opción de encontrarse realmente con ellos, in situ. En ese sentido, es evidente que el tiempo pasado fue mejor: el de Andrés Bello, por ejemplo, cuyo discurso de instalación de la Universidad de Chile yo releo ahora como una pieza de ciencia ficción o de la literatura de Utopía. Del mismo modo suelo recordar el decreto llamado de «libre comercio» de 1811, que declaraba exentos de derechos «los libros, [...] las imprentas, los instrumentos y máquinas de física y matemáticas». En esa época, en la que haber nacido en otro país latinoamericano no era motivo de rechazo para los vecinos, tal vez yo me hubiera resistido a la mera idea de exilio, por muy voluntario que éste sea. Hasta los exilios del siglo XIX —los que determinaba la barbarie denunciada por Sarmiento— acaso pudieron verse como cambios de habitación en una misma casa, en la que siempre hubo algún quehacer de interés para el peregrino. Y esto se ilustra inmejorablemente con el caso del mismo Sarmiento; pero estos de ahora tienen otro signo: incluyen un borrador junto con la despedida.
A pesar de todo lo que dices, ¿hasta qué punto el exilio —voluntario en tu caso, anterior y totalmente distinto al que emprendieron otros chilenos el 73— no es un trasplante que afecte de algún modo la percepción de lo real y el sentido de una obra? Personalmente, creo que hay algo de casual en el hecho de irse o de quedarse, pero esta no decisión puede tomar en el desarrollo de una obra un carácter de finalidad, en la medida en que, por ominosa que sea —o por eso mismo— la situación se inscribe en la obra y viceversa. ¿Puede ocurrir lo mismo en un país del que no se forma parte y donde uno gira en el círculo del transtierro?
París, situación irregular, es el título de uno de tus últimos libros. Yo debería haber titulado el mío de manera parecida, cambiando lo que hay que cambiar porque mi afuera no es el afuera del tránsito. Doble irregularidad entonces, que instaura en uno la sensación paradójica de ser un sedentario-nómade. Pero yo trabajo allí en un departamento de español en el cual existe un clima de profesionalismo jerarquizado en virtud de méritos efectivos, y en el que mi jefe es nada menos que Elias Rivers, que ocupa ese sitio después de una larga y muy solvente trayectoria académica. Esta parte tan estimable de la cuestión genera sin embargo un desasosiego, cuando esa realidad es proyectada sobre el deseo, trasponiendo esas suficiencias a estas carencias.
Un desajuste de otra naturaleza surge del hecho de que yo enseño literatura hispanoamericana en un medio en el que esa materia no siempre puede ser asumida por todos mis interlocutores como cultura del reconocimiento, aunque sea para todos motivo de un buen aprendizaje erudito. Estos desasosiegos se inscriben inevitablemente en todo lo que uno hace. No sabría precisarlo con respecto a mis escritos poéticos, pero siento sus efectos en otros planos. Por ejemplo (y ahora mismo) no es ajeno a esto que mi percepción de lo que se suele llamar la realidad nacional sea cada día menos complaciente y más sensible a los deterioros de la palabra en el discurso cotidiano de mis compatriotas. Me recuerda demasiado la «neohabla» de Oceanía en 1984 de George Orwell: «La guerra es paz»; «la escasez es abundancia», etc. O la perversión de los principios en su granja famosa: «Todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros».
¿Lees los periódicos; eres televidente?
El mínimum indispensable como para corroborar lo anterior. Así es como me he enterado de la flexibilidad desorbitada de ciertos conceptos y palabras, de los que se abusa sin el menor sentido del ridículo: jugadas históricas en el estadio Santa Laura; goles trascendentales; memorables inauguraciones de quioscos, etc., etc. Pero yo soy lector de libros, no de diarios; los sucesos notables son realmente muy pocos y no ocurren todos los días, ni siquiera todos los años. Creer y aceptar lo contrario, como dice Borges, es una superstición.
Como lo diría El Mercurio, mi lectura cotidiana y mi papel de envolver: «La elasticidad de las palabras tiene un límite y pretender que la sola resolución anterior no violenta el principio que se dice mantener incólume, es un rasgo de humor negro».
El Mercurio dice lo que hace. Tal vez debería leerlo; pero de ese peligro me salva el exilio.
Tú fuiste asesor literario de la Editorial Universitaria, desde 1966 hasta 1973, e hiciste publicar muy buenos libros hispanoamericanos en la colección «Letras de América». ¿Qué sabes del libro en Chile, ahora?
Sé que padece un impuesto leonino, que no existía en 1811. Nascimento continúa su antigua tradición, artesanal y solitaria; pero es una golondrina que no hace el verano del libro. En lo demás, mucha papelería oficiosa y una respuesta crítica que con escasas y esporádicas excepciones se sitúa a la misma altura. He visto una sección —sin duda redactada por irresponsables— que se llama algo así como «Mesón Literario», y que contamina con un tufillo de cocinería todo el «espacio cultural». En poco tiempo más tendremos que recurrir otra vez al silabario Matte.
Sin ser optimista, creo que el pesimismo es un texto que brota de los resquicios de las papelerías oficiosas. ¿No crees tú en esa posibilidad?
Sí, es una buena posibilidad, que empieza por ser escritura latente. Cuando se manifieste dará cuenta de la situación.
Es como si viraras un viejo traje de etiqueta, develando la impronta de un cuerpo contrahecho entre los costurones y los parches.
La imagen que no se quiere ver, pero cuya verdad habrá que asumir alguna vez.
Por último, si tú también partieras a la búsqueda del tiempo perdido, ¿te encontrarías en el camino con los Estados Unidos?
Por cierto. Tendría que hacer varios reconocimientos: en ese país he vivido una larga estación en lo que quiero entender como proceso de integración del sujeto que uno desearía ser, como posibilidad y como conducta. Dentro de ese proceso he descubierto —por lo mismo que soy un extranjero— las bondades del robinsonismo y la claustrofilia: he desarrollado en efecto un gran amor por el encierro. Hay otras cosas: la increíble comprobación de ser estimado por mi trabajo en un medio donde ser profesor y escritor es un mérito (y no sólo para los universitarios) en lugar de ser un estigma. Si me exiliara en Chile echaría también mucho de menos la relación respetuosa y abierta con el prójimo que allí se practica. Seguiría visitando además, en sueños, museos y bibliotecas: tratando de avanzar por la espiral del Guggenheim o de leer alguna página de un raro libro en la biblioteca de Harvard.
Santiago de Chile, julio de 1979
en Nostalgia del Silencio (Diálogos con Pedro Lastra),
Marcelo Pellegrini (ed.), Editorial Pfeiffer, 2014
Originalmente publicado en Pedro Lastra o la erudición compartida:
estudios de literatura dedicados a Pedro Lastra.
Mario A. Rojas y Roberto Hozven (eds.).
México: Premiá Editora, 1988, pp. 63-68.
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