Los monjes llegaron cantando, vestidos de naranja: los
presagios anunciaban que acaso en ese pueblito encontrarían a la reencarnación
divina del decimotercer Dalai Lama, que acababa de morirse. Iban esperanzados:
mientras lo velaban, el cadáver del Lama había movido la cabeza para señalar en
dirección al este. El pueblito, Takster, quedaba vagamente de ese lado. Los
monjes no decían qué estaban buscando, y tenían preparada una trampita: el jefe
iba vestido de sirviente, y un sirviente de jefe. En la puerta de la casa de
adobe y piedras, el dueño, un campesino, los saludó según las apariencias. Pero
Tenzin Gyatso, su hijo de dos años, no se dejó engañar y saludó primero al jefe
travestido. Decididamente, ese chico era el Lama reencarnado. Cuando los monjes
lo anunciaron hubo lágrimas y fiesta de tambores en el pueblo: en el Tíbet
nadie cree que los Reyes Magos sean los padres.
En 1940, cuando cumplió cinco años, el niño Gyatso fue instalado en el Trono del León como Reencarnación de Buda, decimocuarto Dalai Lama, Dios y Rey del Tíbet. La ceremonia fue bonita y cansadora. A veces, el niño G. se aburría en las mil habitaciones de su palacio de Lhasa: solo podía jugar con su hermano y sus mecanos y se pasaba las horas espiando con un telescopio a la gente que caminaba allá afuera. Sabía que cualquiera de sus deseos sería una orden, pero en general no se le ocurría nada, y encima tenía mucho que estudiar. A veces, ser dios puede hacerse un poco largo. Sus súbditos lo llamaban La Presencia —Kundun— o la Gema que Concede Todos los Deseos —Yeshe Norbu— o, más familiarmente, Dalai Lama, que significa Océano de Sabiduría. En Tíbet nunca nadie había visto un océano.
Tenzin Gyatso tenía 15 años cuando los chinos invadieron el Tíbet. Un par de años después, el joven Lama viajó a Pekín para negociar con Mao Tse Tung: era lo que le habían ordenado los espíritus a través de su Oráculo Personal. Pero en marzo de 1959 los tibetanos se hartaron de tanto chino y se lanzaron a la guerrilla y la revuelta; mientras los masacraban, el Lama volvió a consultar a su Oráculo: a través de él, Nechung, su espíritu protector, le diría qué tenía que hacer.
El problema fue que el Oráculo se había vendido a la CIA, según
contó, muchos años más tarde. La CIA estaba fomentando la rebelión; cuando se
enteraron de que los chinos pensaban secuestrar al Lama o bombardear su
palacio, decidieron que lo mejor era alejarlo del lugar. Entonces le prepararon
un plan de fuga e instruyeron a Lobsang Jime, el monje que hacía de Oráculo,
para que se lo dijera a su rey en nombre del espíritu Nechung:
—¡Vete, vete! Gritó Jime, en trance oracular, y le pasó una
hoja con el plan americano. El Lama se escapó a caballo acompañado por un
agente de la CIA; desde Washington, el presidente Eisenhower supervisaba la
operación por radio. Tras dos semanas, el dios ex rey cruzó la frontera de la
India. Mientras tanto los chinos bombardearon su palacio y aplastaron a los
rebeldes. El Dalai Lama se había salvado, pero ya no tenía un reino donde ser
el dios.
Desde entonces, el Lama vive en Darhamsala, en el Himalaya indio, con su corte de monjes, adivinadores, curanderos, astrólogos y el encargado de hacer llover. Y, durante muchos años, siguió recibiendo dineros de la CIA: en documentos desclasificados hace unos años constan los 180.000 dólares anuales asignados al Lama durante los años sesenta. Eran una parte del millón y medio por año que la CIA les pasaba a los exiliados tibetanos en sus esfuerzos para debilitar al gobierno comunista chino. Además, la CIA daba apoyo a las guerrillas tibetanas con base en Nepal, las entrenaba en Colorado y pagaba cursos e infraestructura para los exiliados. Todo lo cual duró hasta que, a principios de los setenta, Nixon y Kissinger descubrieron que podían aliarse con China contra la Unión Soviética, y dejaron de pagar. Debe haber sido triste para los exiliados. De hecho, después el Lama se quejó de que solo lo usaban para desestabilizar gobiernos comunistas. Pero su "gobierno en el exilio" sigue recibiendo dinero del Congreso americano para que no deje de luchar por "la democracia en el Tíbet": le sirve para mantener abierto un flanco de ataque políticamente correcto contra China.
Quizá por eso, hace unos días, en una charla en Filadelfia, el Dalai dijo que "por supuesto, tengo un gran respeto, en realidad, amor por el presidente Bush, porque es muy franco, muy decidido. Sus intenciones son buenas, pero algunas de sus políticas, a pesar de sus motivaciones sinceras y sus metas correctas, se vuelven irrealistas por la falta de comprensión de la realidad". John Mc Cain no podría defenderlo más, so pena de perder miles de votos por palabra.
El Dalai Lama sintetiza en una sola persona las dos organizaciones más retrógradas: él es dios y rey —depuesto— al mismo tiempo. Como también es un señor muy educado, a veces le da un poco de vergüenza y dice que no es para tanto, pero sus súbditos lo reverencian como tal, y nadie lo eligió: su único título de legitimación viene de aquellos monjes que decidieron que él era la reencarnación de un cadáver que les había hecho señas. A veces me sorprende cómo los grandes líderes del mundo —y los intelectuales, y los periodistas, y tanta otra gente—, que se bañan en democracia todas las mañanas, hablan con semejante respeto y entusiasmo de un dios-rey. En principio parece ser otro efecto de uno de los mitos más difundidos de estos años: el de la Sabiduría del Oriente Milenario.
Tantos occidentales creen en esa Sabiduría Milenaria: especialmente la hindú. Y es extraño: el hecho de que solo los Gandhis (Mahatma, gran líder nacional; Indira, primer ministro; Rajiv, primer ministro) sean asesinados cuando están en la cima no hace de la India un país especialmente no violento. Ni el hecho de que solo la mitad de la población sea analfabeta lo hace especialmente educado. Ni el hecho de que solo tres de cada cinco indios pasen hambre lo hace especialmente espiritual. Pero muchos occidentales siguen considerando sabiduría oriental lo mismo que en sus países llamarían superstición, y ahora el Dalai Lama —dios y rey de un pueblo de montañeses supersticiosos— es su máximo exponente. Premio Nobel, gran conferencista, amigo de todos los poderosos bienpensantes, consejero del mundo, Bueno Universal de nuestros días. Un dios verdadero.
Hace tiempo, una vez que pasó por Manhattan y yo estaba allí, quise ir a escucharlo, pero su oficina de prensa me dijo que no, que su aparición sería solo una "photo opportunity": la chance de sacarle unas fotos.
—De todas formas, no se preocupe —me consoló—. Su Alteza Sagrada viene mucho a Estados Unidos, le gusta mucho venir por acá.
Y cada vez que va es un alboroto. El Dalai Lama llena estadios de 15.000 personas con sus charlas espirituales, los presidentes lo reciben en la Casa Blanca, Hollywood lo reconoce como su héroe favorito.
—Es tan espiritual, tan puro —me dijo un fotógrafo que sí estuvo—. Es como si tuviera un aura alrededor. Se le ve que es un santo.
Tenzin Gyatso es, ahora, el paradigma de la tolerancia, el pacifismo, la democracia. Ha alcanzado, como dice Christopher Hitchens, el "mayor éxito de las relaciones públicas modernas: que la gente no juzgue quién es una persona por sus actos y palabras, sino a sus actos y palabras por quién es esa persona".
Así, el maestro de la tolerancia pudo condenar —por ejemplo— toda una serie de maneras sexuales: "Incluso con la propia mujer, usar la boca o el otro agujero es mala conducta sexual. El sexo entre hombres o entre mujeres es mala conducta sexual. Y usar la propia mano es mala conducta sexual", escribió en su libro Más allá del dogma. Aunque, tolerante, aclaró que "tener relaciones sexuales con una prostituta pagada por uno mismo, y no por una tercera persona, no es una conducta inapropiada".
Así, el maestro del pacifismo pudo decir, cuando los indios detonaron bombas atómicas, que no estaba tan mal: "India no debería aceptar la presión de las naciones desarrolladas que quieren que se deshaga de sus armas nucleares —dijo entonces—. La India ya no es un país subdesarrollado y debería tener el mismo acceso a las armas nucleares que los países desarrollados".
Así, el maestro de la democracia pudo prohibir una de las sectas de su religión. Dorje Shugden es uno de los dioses menores que, durante siglos, fueron adorados por los Lamas y sus seguidores. Pero el Dalai empezó, hace unos años, una campaña contra los seguidores de Shugden so pretexto de que eran "fundamentalistas que coartaban la libertad religiosa". Después los trató de "peligrosa secta de seguidores del demonio", sedientos de oro y sangre, responsables por todos los males que se abaten sobre el Tïbet. Obviamente, los Shugden lo niegan: dicen que el Lama está celoso de su desarrollo en Occidente, y lo tratan de "dictador supersticioso que se basa en oráculos y adivinaciones", que vive "en una corte medieval llena de intrigas, favoritos y hechiceros que tratan de manipularlo". Ni tanto, seguramente, ni tan poco. Pero la discusión está condimentada con episodios de violencia y algunas muertes por puñal; las armas de fuego deben ser desviaciones modernosas.
—Los escritos del Dalai Lama confirman que toma sus decisiones a través de los presagios de los oráculos, la interpretación de sueños y otras formas de adivinación. Considerando que sus actividades políticas, internas y externas, se basan en estos métodos, no debe sorprendernos que en todos estos años de exilio solo haya conseguido convertirse en un ídolo de las estrellas de Hollywood. Además, su espíritu protector, Nechung, es conocido por sus errores. El decimotercer Dalai Lama murió porque Nechung le dio un veneno por error.
Dijo un monje shugden en una entrevista: de tal palo tal astilla.
En las películas, es cierto, le va muy bien. Kundun, de Scorsese, y Siete años en el Tíbet, de Annaud, fueron muestras de este amor hollywoodiano por el Lama. Pero su política tibetana es otro asunto, cada vez más discutido por sus compatriotas. Muchos le reprochan que claudicó ante los chinos, que ya no pide la independencia sino la autodeterminación, que su "parlamento" en Darhamsala no tiene nada de democrático, que se pasa los días de gira por el mundo en lugar de ocuparse de su país, que su discurso no-violento es una concesión al enemigo.
—Entre la confrontación militar y no hacer nada hay una cantidad de opciones para dificultarles la vida a los chinos. Agitación, boicot, huelgas de hambre. Pero el Lama está preso de su propio personaje.
Escribió hace poco un tibetano crítico. Ese personaje se complicó en los últimos meses, cuando la rebelión tibetana lo puso entre la espada y la pared. La cercanía de los Juegos Olímpicos de Pekín parecía favorecer la posibilidad de que los chinos tuvieran que moderar sus impulsos represivos en aras de las relaciones públicas, y estalló la revuelta. Mientras sus "súbditos" peleaban contra los ocupantes, el Dalai peleaba contra la retórica: decía, por un lado, que "se trata de un movimiento popular y yo soy un servidor del pueblo, así que no puedo decirle que haga tal o cual cosa" y, por otro, que "todos conocen mis principios: soy no violento, creo que la violencia es como un suicidio". Pero la violencia aumentaba en su ex país; a mediados de mayo, cuando ya se contaban ochenta tibetanos muertos por las armas chinas, el Dalai decía lo que Pekín quería escuchar —a cambio de no cerrar las puertas para futuras negociaciones—:
—Los Juegos Olímpicos deben realizarse. China merece organizarlos, y el pueblo chino debe enorgullecerse de ellos.
Son las complicaciones lógicas que debe enfrentar cualquier político —pero dicen que su discurso no le ha atraído grandes simpatías en su país, o lo que queda de él—. Mientras tanto, para el resto del mundo, el Dalai Lama sigue siendo un maestro de la paz, la tolerancia, la religiosidad, la democracia, la reencarnación, la sabiduría. Sigue siendo el más bueno de los Grandes Buenos, y el mundo lo reverencia y prefiere no enterarse. Sería molesto: parece que no sabemos bien cómo vivir sin esa gente.
en
Soho.com, recuperado el 27 de
noviembre de 2017
No hay comentarios.:
Publicar un comentario