jueves, agosto 31, 2017

“Tan fantástico como la ficción”, de Leila Guerriero




 
Para empezar por alguna parte, me gustaría decir que la cosa más importante que sé acerca de cómo contar historias me la enseñó una película llamada Lawrence de Arabia, que vi más de siete veces, a lo largo de un invierno helado, en la ciudad donde nací.

Yo tenía apenas once años y aquel invierno, mientras mis amigos jugaban o se iban a pescar, me encerré en el cine con obsesión de psicópata a ver, siete días, siete veces, a razón de cuatro horas por vez, esa película que llegué a conocer tanto como conocía los rincones de mi cuarto. Y cada una de las siete veces entré al cine con el mismo entusiasmo y esperé con idéntico fervor las mismas escenas: aquella en la que Omar Sharif brota de las dunas dispuesto a defender su pozo de agua; aquella en la que Lawrence camina sobre el tren, enloquecido, sintiendo ya en su corazón una lámina de luto por la vida que tiene que dejar; aquellas batallas, aquellos caballos, aquel desierto, aquella túnica blanca, aquellos ojos.

Pero si uno busca el argumento de Lawrence de Arabia en, digamos, Wikipedia, se topa con una frase que dice así: «Esta película narra la historia de Thomas Edward Lawrence, un oficial inglés que durante sus años en Arabia logró agrupar a las tribus árabes para luchar contra los turcos por su independencia».

La frase es cierta, y sólo es eso: cierta. Porque nada dice del desierto amarillo, ni del ulular de sus bravos guerreros, ni de la túnica helada de Lawrence, ni de sus ojos siempre presos de una sombra enfurecida. Porque Lawrence de Arabia es «la historia de un oficial inglés que durante sus años en Arabia», etcétera, pero, de muchas y muy variadas formas, no es eso en absoluto. Y ahí radica aquello que les decía que sé y que es simple y que es esto: una historia, cualquier historia, tiene como destino posible la gloria o el olvido. Y la clave no está en el cuento que la historia cuenta sino en eso que la hace arribar con toda pompa a un puerto majestuoso o hundirse en el mar de la indiferencia. Lo que sé, decía, es simple y es esto: lo que importa no es el qué, sino el cómo. No la historia, sino los vientos que la empujan.

El cronista argentino Martín Caparros dijo alguna vez que, cada vez que le preguntan si hay alguna diferencia entre periodismo y literatura, no sabe qué contestar. «Mi convicción es que no hay diferencia —dijo—. ¿Por qué tiene que haberla? ¿Quién postula que la hay? Aceptemos la separación en términos de pactos de lectura: el pacto que el autor le propone al lector: voy a contarle una historia y esa historia es cierta, ocurrió y yo me enteré de eso. Y ese es el pacto de la no ficción. Y el pacto de la ficción: voy a contarle una historia, nunca sucedió, pero lo va a entretener, lo va a hacer pensar. Pero no hay nada en la calidad intrínseca del trabajo que imponga una diferencia».

Hablamos, claro, de crónicas sólidas que encierran una visión del mundo y se reconocen como una forma del arte, y no de pegotes amasados sin entusiasmo para llenar dos columnas del diario de ayer. Estas crónicas toman del cine, de la música, del cómic o de la literatura todo lo que necesitan para lograr su eficacia. El tono, el ritmo, la tensión argumental, el uso del lenguaje, y un etcétera largo que termina exactamente donde empieza la ficción. Porque la única cosa que una crónica no debe hacer es poner allí lo que allí no está.

Hace un tiempo escribí la historia de un grupo de antropólogos forenses cuyo trabajo consiste en exhumar, de fosas clandestinas, restos óseos de personas ejecutadas por diversas dictaduras, para identificarlos y devolverlos a sus familiares. La crónica empezaba así:

No es grande. Cuatro por cuatro apenas, y una ventana por la que entra una luz grumosa, celeste. El techo es alto. Las paredes blancas, sin mucho esmero. El cuarto —un departamento antiguo en pleno Once, un barrio popular y comercial de la ciudad de Buenos Aires— es discreto: nadie llega aquí por equivocación. El piso de madera está cubierto por diarios y, sobre los diarios, hay un suéter a rayas —roto—, un zapato retorcido como una lengua negra —rígida—, algunas medias. Todo lo demás son huesos. Tibias y fémures, vértebras y cráneos, pelvis, mandíbulas, los dientes, costillas en pedazos. Son las cuatro de la tarde de un jueves de noviembre. Patricia Bernardi está parada en el vano de la puerta. Tiene los ojos grandes, el pelo corto. Toma un fémur lacio y lo apoya sobre su muslo.

-Los huesos de mujer son gráciles.

Y es verdad: los huesos de mujer son gráciles.

Apenas después, el texto revelaba que ese no era el cuarto de juegos de un asesino serial sino la oficina del Equipo Argentino de Antropología Forense, que Patricia Bernardi era uno de sus miembros, y que los huesos esparcidos eran los de tres mujeres, exhumados el día anterior de un cementerio de la ciudad de La Plata. Pero aun cuando ese párrafo tiene un tono calculado, una métrica medida y cada palabra está puesta con intención, no hay nada en él que no sea verdad: todo eso estaba allí aquel jueves de noviembre a las cuatro de la tarde: el suéter a rayas —roto—, el zapato retorcido como una lengua rígida, los huesos, costillas en pedazos, y, por supuesto, Patricia Bernardi, que tomó un fémur y se lo apoyó en el muslo y dijo lo que dijo: «Los huesos de mujer son gráciles».

Por cosas como esas me gusta la realidad: porque si uno permanece allí el tiempo suficiente, antes o después ella se ofrece, generosa, y nos premia con la flor jugosa del azar.

Yo encuentro cierta belleza en que las cosas sucedan —absurdas, contradictorias, a veces irreales— y me gusta entrar en la realidad como a un bazar repleto de cristales: tocando apenas y sin intervenir.

En 2006 publiqué un libro que se llama Los suicidas del fin del mundo, que cuenta la historia de Las Heras, un pueblo de la Patagonia argentina donde, a lo largo de un año y medio, doce mujeres y hombres jóvenes decidieron volarse la cabeza de un disparo, o ahorcarse con un cinturón en el cuarto de su casa, o colgarse en la calle a las seis de la mañana del día 31 de diciembre de 1999. Durante un tiempo viajé a ese pueblo, hablé con peluqueros y con putas, con madres y con novios, con hermanas y amigos de los muertos, y, cuando creí que había terminado, empecé a buscar un editor para eso que, pensé, podía ser un libro. Muchos retrocedieron espantados ante tanto muerto joven, pero uno de ellos, con ojos luminosos de entusiasmo, me preguntó: «¿Por qué mejor no lo escribes como si fuera una novela?».

No tengo ninguna respuesta para explicar por qué dije que no, salvo que, en el fondo, no le encuentro sentido a transformar en ficticia una historia que se ha tomado el trabajo de existir así, tan contundente. Que cuando doce personas deciden suicidarse en un año y medio en plena calle o en casa de su mejor amigo, en fechas tan significativas como el día de cambio de milenio, en un pueblo petrolero con más putas que automóviles, no siento que mi imaginación pueda agregar, a eso, mucho.

El libro, finalmente, fue publicado como una crónica y, aunque todo lo que cuenta es real, está plagado de recursos literarios. Incluida su música de fondo: la chirriante música del viento.

En su novela Las vírgenes suicidas, donde narra la historia de las cinco lesivas hermanitas Lisbon, el norteamericano Jeffrey Eugenides utiliza un recurso que enrarece el clima desde el principio y remite a la idea de corrupción y podredumbre de las cosas vivas. Dice Eugenides: «Esto ocurría en junio, en la época de la mosca del pescado, cuando, como todos los años, la ciudad se cubre de tan efímeros insectos. Se levantan entonces nubes de moscas de las algas que cubren el lago contaminado y oscurecen las ventanas, cubren los coches y la farolas, [...] y cuelgan como guirnaldas de las jarcias de los veleros, siempre con la misma parda ubicuidad de la escoria voladora».

Yo no tenía las moscas del pescado, pero tenía el viento.

En los días de viento, y eso es casi siempre, en Las Heras no se puede salir a la calle. En esos días puertas y ventanas trepidan con temblores frenéticos, y los habitantes permanecen encerrados, sitiados por el aullido de esa fuerza maligna. Madres y novias, hermanos y amigos de los suicidas hablaban con odio y con temor de eso que doblegaba a la ciudad con alaridos de bruja y la envolvía como un presagio ominoso: el viento, decían, es peor que nada: peor que la soledad, peor que la distancia, peor que el frío y que la nieve.

A la hora de escribir pensé que tenía que reproducir ese clima enloquecido y lograr que el viento se levantara del libro como un enjambre. Así, en las primeras páginas, el viento sopla tímido, balanceando apenas el ómnibus que me llevaba a Las Heras. Un poco más adelante arroja ceniceros al piso, se cuela por las hendijas, empuja polvo hasta el fondo de la garganta de las casas. Al final, el viento ya es un monstruo negro, una bestia con voluntad propia. «Afuera —dice el libro— el viento era un siseo oscuro, una boca rota que se tragaba todos los sonidos: los besos, las risas. Un quejido de acero, una mandíbula».

Si todo texto está afinado en un tono, yo quiero pensar que Los suicidas del fin del mundo está afinado en el chirrido del viento. Y no por gusto ni por capricho, sino para pintar, sobre su alarido interminable, un pasado de sangre y un presentir de horror en el que todo —las muertes, la pura desgracia, los suicidios— seguía sucediendo. Porque aun cuando fuera un personaje, aun cuando fuera una metáfora, un puro recurso literario, el viento no era —no podía ser— un adorno. El viento era —tenía que ser— parte de la información.

En su libro El empampado Riquelme (la historia de un hombre que sube a un tren pero nunca llega a destino y cuyos huesos aparecen en el desierto de Atacama medio siglo más tarde) el chileno Francisco Mouat dice que, para escribirlo, leyó a Paul Auster, a Richard Ford, a Juan Rulfo, a Kafka. «Todas estas lecturas —dice Mouat— están desparramadas por este libro y tienen mucho que ver con estas páginas».

Yo siempre sospeché que los buenos cronistas tienen nutridas bibliotecas de ficción y que van más seguido al cine que a talleres de escritura. Que no aprendieron a describir personajes en una clase de la universidad, sino leyendo a John Irving. Que no saben narrar con exquisita parquedad por haber participado en un taller de producción de mensajes, sino porque se conocen hasta el solfeo la prosa de Lorrie Moore. Que son rigurosos con la información pero creativos en sus textos no porque hayan estudiado Metodología de la Investigación, ni Planificación de Procesos Comunicacionales, sino porque saben quién es John Steinbeck.

Y pienso todas esas cosas porque en los grandes cronistas encuentro ecos de Richard Ford y de Scott Fitzgerald, de Góngora y de la Biblia, de José Martí y de Gonzalo Rojas, de Flaubert y de Paul Bowles, de Salinger y de Alice Munro, de Nabokov y de Pavese, de Bradbury y de Martin Amis, de Murakami y David Foster Wallace.

Claro que, si vamos a ser sinceros, no suele haber, en los grandes escritores de ficción, ecos de cronistas majestuosos. Pero hay que ser pacientes, porque tiempos vendrán en que eso también suceda.



en Frutos extraños, 2009








No hay comentarios.:

Publicar un comentario