viernes, octubre 30, 2015

“Música y periodismo”, de Leila Guerriero








La sala no es muy grande y está en penumbras. Unas veinte personas permanecen en silencio. No toman notas: miran. No cuchichean: miran. Un dedo de luz galáctica brota de un proyector y se estrella en la pantalla que tiembla como un párpado flojo. Allí, en la pantalla, un hombre joven y otro no tan joven tocan el piano. O mejor: el hombre joven toca una sonata de Beethoven y, cada tanto, el hombre no tan joven lo interrumpe y dice cosas como esta: «El primer sonido es importante: es el que rompe el silencio, y debe quedar muy claro cuándo termina el silencio y cuándo comienzas tú». Entonces el hombre joven vuelve a tocar y la primera nota ya no es una nota sino una sustancia venida de otro mundo que se clava en las encías de las paredes mudas y las hace añicos.

En la sala no muy grande y en penumbras todos continúan en silencio. No toman notas: miran. No cuchichean: miran. En la pantalla, el pianista joven arremete con otro pasaje y el no tan joven interrumpe y dice «Ten cuidado: debes obtener un sonido que no sea sólo color, sino también sustancia». Entonces el pianista joven vuelve a tocar y las notas son pequeños ríos radioactivos que se hinchan bajo sus dedos: mundos con respiración y muerte y luz y oscuridades.

En la sala no muy grande y en penumbras todos continúan en silencio cuando el pianista joven emprende un crescendo y el no tan joven le dice que no, que así no, que debe «tener el coraje de hacer el crescendo como si fueras a saltar y, en el último momento, como en el precipicio, no saltas». Pero, entonces, en la sala en penumbras, un hombre se remueve, incómodo, y murmura algo que es claramente una queja y dice que no entiende:

—No entiendo —dice.

Porque él es periodista y está allí —dice— para hacer un seminario de escritura creativa y periodismo, y no entiende —dice— qué tiene que ver esto con el periodismo, donde esto quiere decir la música: eso que sucede en la pantalla: una clase magistral del músico argentino Daniel Barenboim. Una clase que el hombre no entiende.

—No entiendo cómo algo de todo esto puede servirme para escribir mejor —dice y se levanta, dos grados por encima de la indignación; y empieza a irse, enfurecido por la pérdida de tiempo; y se va, iracundo porque a quién se le ocurrió; y desaparece, embravecido porque esto es periodismo: porque esto es periodismo y entonces ritmo y entonces tono y entonces forma no aportan, a lo que se dice, nada. Porque esto es periodismo y no hay diferencia entre romper el silencio de una página con una sustancia gris o con un tajo inolvidable. Porque esto es periodismo y tampoco hay relación entre el coraje necesario para tocar un crescendo y el que hace falta para guiar a un lector hacia el centro donde, como una angustia lejana, como una enfermedad antigua, late la semilla de una historia. Porque esto es periodismo y, entonces, da lo mismo escribir un texto herido —un río de sustancia radioactiva— o unos cuantos párrafos retráctiles: viscosos. Porque esto es periodismo y no hay por qué tomarse todo ese trabajo si se puede —con menos sudor, con menos riesgo— ser un notario.

No un periodista: un funcionario de la prosa.



en El País, 30 de agosto de 2008








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