Stalin,
tras copiosos tragos de vodka mezclado con pimienta roja, se había dormido en
su silla. Molotov, Malenkov y Beria, poniéndose un dedo en los labios, alejaban
a inoportunos criados, que podían interferir el reposo del gran hombre.
Mientras lo velaban, Stalin tuvo un sueño, que consistió en lo que sigue:
La
tercera guerra mundial había sido librada y perdida, y él se hallaba cautivo en
manos de los aliados occidentales. Mas éstos, habiendo comprobado que el
proceso de Núremberg provocó una reacción de simpatía hacia los nazis,
decidieron en esta ocasión adoptar un plan diferente: Stalin fue puesto en
manos de un comité de cuáqueros eminentes, los cuales pretendían que hasta él,
por el solo poder del amor, podía ser conducido al arrepentimiento y a una vida
de honrado ciudadano.
Se
convino en que, hasta tanto el trabajo espiritual se hubiese completado, las
ventanas de la habitación de Stalin deberían enrejarse, no fuese que sucumbiese
a la tentación de un acto impremeditado, y desde luego le sería prohibido todo
acceso de cuchillos, por temor a que pudiese, en un rapto de desesperación,
atacar a los que estaban empeñados en su regeneración. Estaba confortablemente
alojado en dos habitaciones de una vieja casa de campo, pero las puertas
estaban cerradas, excepto una hora cada día, durante la cual salía para dar un
breve paseo en compañía de cuatro atléticos cuáqueros. En este momento era
requerido para admirar las bellezas de la naturaleza y deleitarse con el canto
de la alondra. Durante el resto del día le estaba permitido leer y escribir,
pero no podía leer literatura alguna considerada como inflamable. Se le proveía
de la Biblia, El progreso del peregrino
y La cabaña del tío Tom, y en
ocasiones, y como obsequio especial, se le autorizaban las novelas de Charlotte
M. Yonge. Tenía prohibido el tabaco, el alcohol y la pimienta roja. Podía tomar
cacao a cualquier hora del día o de la noche, tanto más cuanto que sus
guardianes eran proveedores de ese inocente brebaje. Con moderación, se le
permitían el café y el té, pero no en tal cantidad u hora que pudiese perturbar
una saludable noche de reposo.
Cada
mañana y cada tarde, por espacio de una hora, los graves hombres a cuyo cuidado
había sido confiado le explicaban los principios de la caridad cristiana y la felicidad
que aún podía alcanzar si se aviniese a reconocer su sabiduría. La tarea de
razonar con él correspondió especialmente a los tres hombres a quienes se
consideró más sabios entre todos aquellos que confiaban en hacerle ver la luz.
Éstos eran el señor Tobías Toogood, el señor Samuel Swete y el señor Wilbraham
Weldon.
Stalin
había conocido a estos hombres en los días de su esplendor. No mucho antes del
estallido de la tercera guerra mundial se trasladaron a Moscú para interceder
ante él y llevarle al convencimiento del error de sus métodos. Le hablaron de
la benevolencia universal y del amor cristiano. Se habían expresado en términos
inspirados sobre los goces de la mansedumbre, y habían tratado de persuadirle
de que hay más felicidad en ser amado que en ser temido. Por un instante había
escuchado, con una paciencia producida por el asombro, tras el cual exclamó,
dirigiéndose a ellos con violencia:
—¿Qué
conocen ustedes, caballeros, de las alegrías de la vida? ¡Qué poco conocen
ustedes del enervante placer de dominar a una nación entera por el terror,
sabiendo que casi todos desean tu muerte y ninguno es capaz de perpetrarla, y
que tus enemigos de todo el mundo están embarcados en vanos intentos de
adivinar tus pensamientos secretos, sabiendo que tu poder sobrevivirá al
exterminio, no sólo de tus enemigos, sino, a la vez, de tus amigos! No,
señores; el tipo de vida que me ofrecen no tiene atractivo para mí. Márchense y
continúen su sórdida búsqueda del beneficio, adornada con pretensiones de
piedad, pero déjenme con mi más heroico concepto de la vida.
Los
cuáqueros, chasqueados momentáneamente, regresaron a sus hogares, dispuestos a
esperar una oportunidad mejor. Caído ahora Stalin, y en su poder, confiaron en
encontrarle más razonable ahora. Aunque parezca extraordinario, aquel se
manifestó igualmente intratable. Ellos eran hombres que habían adquirido
considerable experiencia en el trato de la delincuencia juvenil, desenmarañando
los complejos de los jóvenes y llevándolos, por medio de la persuasión, a la creencia
de que la honestidad es la mejor y más útil práctica.
—Señor
Stalin —dijo el señor Tobías Toogood—, esperamos que ahora advierta usted la
insensatez del camino a que estuvo adscrito hasta este momento. Pasaré por alto
la ruina que ha atraído usted sobre el mundo, pues me manifestaría que esto le
deja indiferente, mas considere lo que usted ha atraído sobre su propia vida.
Ha caído usted desde su alta posición a la condición de humilde prisionero,
debiendo la comodidad de que goza al hecho de que sus guardianes no aceptan sus
principios. Los goces altivos de que nos habló en ocasión de nuestra visita, en
los días de su grandeza, no puede ya procurárselos por más tiempo. Pero si
usted consiguiese salvar la barrera del orgullo, si pudiera arrepentirse, si
pudiera aprender a encontrar la felicidad de los demás, podría subsistir para
usted algún móvil, alguna satisfacción tolerable durante el resto de sus días.
En
este punto de la charla, Stalin se puso en pie de un salto y exclamó:
—El
infierno le lleve, lacrimoso hipócrita. No entiendo nada de cuanto dice,
excepto que ustedes están arriba y yo me encuentro en su poder, y han inventado
un procedimiento para insultar mi infortunio, más aflictivo y humillante aún
que cualquiera de los imaginados por mí durante las purgas.
—¡Oh,
señor Stalin! —dijo el señor Swete—, ¿cómo puede usted ser tan injusto y
desatento? ¿No es capaz de apreciar que no tenemos sino las más benévolas
intenciones hacia usted? ¿No puede ver que deseamos salvar su alma, y que
deploramos la violencia y el odio que usted promovió, tanto entre sus enemigos
como entre sus amigos? No tenemos ningún deseo de humillarle, y si tan sólo
pudiera usted apreciar la grandeza terrenal al nivel de lo que en verdad vale,
vería usted que es una escapatoria a la humillación lo que le estamos
ofreciendo.
—Realmente,
esto es demasiado —dijo Stalin—. Cuando yo era niño, soportaba charlas
semejantes en mi seminario de Georgia; pero ésta no es precisamente la clase de
charlas que un adulto pueda oír con paciencia. Desearía creer en el infierno
para poder deleitarme en el futuro con el placer de contemplar vuestra
flaccidez desintegrándose entre ardientes llamas.
—¡Oh,
por favor, mi querido señor Stalin! —dijo el señor Weldon—, le ruego que no se
excite, pues es tan sólo en la serenidad donde podrá usted aprender a ver la
sabiduría de lo que estamos tratando de evidenciarle.
Antes
de que Stalin pudiese replicar, el señor Toogood intervino nuevamente:
—Doy por seguro, señor Stalin, que un hombre de su gran inteligencia no puede permanecer eternamente cegado a la verdad, pero en este momento está usted sobreexcitado y sugiero que una sedante taza de cacao podría convenirle más que el nocivo y enervante té que ha estado usted bebiendo.
Con
esto, Stalin no pudo contenerse por más tiempo. Tomó la tetera y la arrojó
contra la cabeza del señor Toogood. El abrasador líquido le chorreó por la
cara, pero el señor Toogood se limitó a decir:
—Bueno,
bueno, señor Stalin, esto no es un argumento.
En el
paroxismo del furor, Stalin se despertó. El furor continuó obrando durante un
momento, y halló salida hacia Molotov, Malenkov y Beria, que temblaron y se
pusieron pálidos. Pero al despejarse los nublados del sueño, su ira se evaporó,
y encontró satisfacción en un buen trago de vodka mezclado con pimienta roja.
en Pesadillas de personas eminentes, 1954
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