viernes, julio 05, 2013

“Seda”, de Alessandro Baricco









14

El hombre más buscado del Japón, al dueño de todo lo que el mundo intentaba llevar fuera de aquella isla, Hervé Joncour intentó contarle quién era. Lo hizo en su propia lengua, hablando lentamente, sin saber con precisión si Hara Kei era capaz de comprender. Instintivamente renunció a cualquier prudencia, refiriendo sin invenciones y sin omisiones todo lo que era verdad, simplemente mezclaba pequeñas minucias y eventos cruciales con la misma voz y los gestos apenas acentuados, imitando la hipnótica andadura, melancólica y neutral, de un catálogo de objetos salvados de un incendio. Hara Kei escuchaba, sin que la sombra de una expresión descompusiera los rasgos de su rostro. Tenía los ojos fijos en los labios de Hervé Joncour, como si fueran las últimas líneas de una carta de adiós. En la habitación todo estaba tan silencioso e inmóvil que lo que sucedió de repente pareció un acontecimiento enorme y, sin embargo, fue una pequeñez. De pronto, sin moverse en lo más mínimo, esa chiquilla abrió los ojos. Hervé Joncour no dejó de hablar, pero bajo instintivamente la mirada hacia ella y lo que vio, sin, dejar de hablar, fue que esos ojos no tenían un aspecto oriental y estaban clavados, con una intensidad desconcertante, en él, como si desde el comienzo no hubiera hecho otra cosa debajo de los párpados. Hervé Joncour desvió la mirada hacia otro lado, con toda la naturalidad de que fue capaz, tratando de continuar su relato sin que nada, en su voz, pareciera diferente. Sólo se interrumpió cuando su mirada cayó en la taza de té, delante de él. La tomó con una mano, se la llevó a los labios y bebió con lentitud. Volvió a hablar, mientras la posaba de nuevo delante de sí.



en Seda, 1996













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