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El hombre más buscado del Japón, al dueño de todo lo
que el mundo intentaba llevar fuera de aquella isla, Hervé Joncour intentó
contarle quién era. Lo hizo en su propia lengua, hablando lentamente, sin saber
con precisión si Hara Kei era capaz de comprender. Instintivamente renunció a
cualquier prudencia, refiriendo sin invenciones y sin omisiones todo lo que era
verdad, simplemente mezclaba pequeñas minucias y eventos cruciales con la misma
voz y los gestos apenas acentuados, imitando la hipnótica andadura, melancólica
y neutral, de un catálogo de objetos salvados de un incendio. Hara Kei
escuchaba, sin que la sombra de una expresión descompusiera los rasgos de su
rostro. Tenía los ojos fijos en los labios de Hervé Joncour, como si fueran las
últimas líneas de una carta de adiós. En la habitación todo estaba tan
silencioso e inmóvil que lo que sucedió de repente pareció un acontecimiento
enorme y, sin embargo, fue una pequeñez. De pronto, sin moverse en lo más
mínimo, esa chiquilla abrió los ojos. Hervé Joncour no dejó de hablar, pero
bajo instintivamente la mirada hacia ella y lo que vio, sin, dejar de hablar,
fue que esos ojos no tenían un aspecto
oriental y estaban clavados, con una
intensidad desconcertante, en él, como si desde el comienzo no hubiera hecho
otra cosa debajo de los párpados. Hervé Joncour desvió la mirada hacia otro lado,
con toda la naturalidad de que fue capaz, tratando de continuar su relato sin
que nada, en su voz, pareciera diferente. Sólo se interrumpió cuando su mirada
cayó en la taza de té, delante de él. La tomó con una mano, se la llevó a los
labios y bebió con lentitud. Volvió a hablar, mientras la posaba de nuevo
delante de sí.
en Seda, 1996
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