Parece que en la medida precisa en que el espíritu se impone una disciplina muy estrecha y leyes al menos muy severas, debe llevar una cuenta equivalente de los excesos, y perturbarse por su existencia misma, porque nunca tiene certeza de no experimentar por ellos tentación o remordimiento. Puede, en privado, mantenerse constantemente en el límite y conservar siempre el control más exacto de sus anticipaciones instintivas o, en público, restringir el ejercicio de sus facultades a la formulación de evidencias y no propagar más que lo expresable y lo definido, no avanzar más que en el terreno completamente conquistado, asimilado, y no proponer nada que no se pueda justificar y que no sea parte inalienable del sistema. El poder que dicha austeridad procura al espíritu que la adopta es propiamente, por derecho, sin medida. En efecto, este espíritu adquiere para sí gracias a ella una cohesión tal que se convierte en inexpugnable, a la manera de un ejército en el que cada elemento táctico, en cada punto, se beneficia de la fuerza indivisa de la totalidad de los efectivos. No deja por ello de sentir la constante solicitación de los excesos. Todavía más, un espíritu tan maniatado debe ser con seguridad para ellos una presa peor defendida, porque es de las que se arrebatan en su totalidad. Lo que ocurre es que dicho espíritu está demasiado unificado como para dividirse y encenderse en parte en el momento del vértigo: es inconcebible que no permanezca igual de entero en el espasmo que en el cálculo. En el espíritu, tan dispuesto a uno como entregado al otro, es como si la distensión fuera tan explosiva sólo para proseguir una tensión demasiado severa.
La ebriedad, por lo demás, se manifiesta como estado total y se extiende, virtualmente al menos, sobre toda la gama de las actividades del ser, puesto que todas consienten y callan en el momento en el que se excita sólo una. Al agregar la semi-ebriedad de la lucidez superior, de la que hablaba Baudelaire, a las que distingue Nietzsche, es decir, a las tres ebriedades de los licores fuertes, del amor y la crueldad, se percibe fácilmente que no existe punto alguno en el que el éxtasis no pueda asentarse sin que, sin embargo, la sensación extrema de poder que lo caracteriza deje de permanecer idéntica a sí misma. Cualesquiera sean los efectos íntimos, sea cual fuere el valor con que se los juzgue, es seguro que transportan a los individuos (salvo, en cierto sentido, algunos tóxicos paralizantes que les procuran por otra parte un sentimiento de superioridad intensa y calma, aunque de orden contemplativo) y les comunican una impresión de máximo de ser que les hace preferir esos extraños instantes que están muy pronto impacientes por repetir para el resto de sus vidas.
De este modo, y además de que interesen al individuo en lo más imprescriptible de sí mismo, los diversos excesos parecen constituir para él naturalmente un estado violento en relación con la sociedad, y quizás parecen ser testimonio de una cierta dificultad por su parte para adaptarse a la vida colectiva. He aquí incluso una oposición, y quizás no sea la menor, entre los excesos y la inteligencia: el destino imperialista de esta última y la desdeñosa resignación de las primeras para exaltarse marginalmente y para sí mismas.
Sin embargo, la historia da a pensar que esta oposición no conlleva ningún carácter absoluto: en la medida en que la sociedad no sabe hacer lugar a las fuerzas dionisíacas, en la medida en que desconfía de ellas y las persigue en lugar de integrarlas, el ser se encuentra reducido a tomar, a pesar de la sociedad, las satisfacciones que debería recibir de ella solamente. El valor esencial del dionisismo residía, en efecto, en ese punto preciso en el que reunía al ser socializándolo por medio de aquello que lo separaba cuando su goce era individual. Mejor todavía, hacía de la participación en el éxtasis y de la aprehensión en común de lo sagrado el único cemento de la colectividad que fundaba, pues en oposición a los cultos locales cerrados de las ciudades, los misterios de Dionisio eran abiertos y universales. De este modo colocaban en el centro del organismo social las turbulencias soberanas que, descompuestas, serán luego acorraladas por la sociedad en los vagos terrenos de la periferia de su estructura, donde arroja todo aquello que la pone en riesgo de disgregarse. Este movimiento representa nada menos que la más profunda de las revoluciones y no es indiferente que el dionisismo haya coincidido con la presión de los elementos rurales contra el patriciado urbano, y que la difusión de los cultos infernales a expensas de la religión urania haya sido impulsada por la victoria de las capas populares sobre las aristocracias tradicionales. Al mismo tiempo, los valores cambian de signo; los polos de lo sagrado, lo innoble y lo santo se permutan. Lo que era marginal –con el descrédito tan interesante del término– se convierte en constitutivo del orden, y en cierto sentido nodal: lo asocial (lo que parecía asocial) reúne las energías colectivas, las cristaliza, las conmociona, y se revela como fuerza de sobresocialización.
Es suficiente con este vistazo para poder valerse de la expresión virtudes dionisíacas, entendiendo por virtud lo que une, y por vicio, lo que disuelve. Porque basta con que una colectividad haya podido encontrar en ellas su clivaje afectivo y haya podido fundar la solidaridad de sus miembros solamente sobre ellas, a exclusión de toda predeterminación local, histórica, racial o lingüística, para asegurar, entre aquellos a quienes ellas solicitan, la convicción de que dichas virtudes se ven vejadas injustamente en una sociedad que quiere ignorarlas y que no sabe reducirlas, para darles el gusto y mostrarles la posibilidad de agruparse en una formación orgánica inasimilable e irreductible, para hacer más firme por fin su resolución de recurrir a esta estrategia que siempre se ofrece.
De hecho, en Roma las Bacanales fueron prohibidas a la vez por ser contrarias a las costumbres y por atentar contra la seguridad del Estado. En Grecia, Las Bacantes de Eurípides, documento cuyo uso, por otra parte, es extremadamente delicado, muestra suficientemente que la difusión del culto dionisíaco no se llevó a cabo sin lucha contra los poderes establecidos.
Sería preciso remitirnos en relación con este punto a toda una sociología de las cofradías, desgraciadamente poco desarrollada todavía. Es necesario señalar dos caracteres: las cofradías existen como estructura fuerte en un medio social laxo. Se forman sustituyendo las determinaciones de hecho sobre las que reposa la cohesión de ese medio (nacimiento, etcétera), por la libre elección consagrada por medio de una suerte de iniciación y de agregación solemne al grupo, y tienden a considerar este parentesco adquirido como equivalente al parentesco de sangre (de allí la constante apelación de hermano entre los adeptos), lo que convierte al lazo así creado en más fuerte que cualquier otro, y le asegura la preferencia en caso de conflicto.
en Acéphale, junio de 1937
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