Cuando
entró el Flaco, yo había llegado ya al límite de mi resistencia y estaba
pensando en tomar medidas drásticas. Incluso tenía en la mano la tenaza de
mecánico que me había prestado Willogh, y estaba sopesando los pros y los
contras. Ignoro lo que hubiera ocurrido entonces; pero, afortunadamente, fue
en ese preciso momento cuando el Flaco llegó con noticias.
Casi
me abalancé sobre él.
—¿Y?
Sonrió,
confortador.
—Hecho,
patrón —dijo—. Ya está localizado el A. P. N. Puede estar tranquilo.
Lo
invité a sentarse en un cajón y me ubiqué frente a él.
—¿Son
muchos? —le pregunté.
—Bueno...
—repuso, tras meditarlo unos instantes—. Son bastantes, pero tienen tres
tullidos y un ciego. Creo que podremos arreglárnoslas, sobre todo si les caemos
de sorpresa. Se ve a la legua que son novatos; no conocen esto.
—Podremos
—afirmé. Teníamos que poder, me dije—. Y una cosa, Flaco: ¿qué hay del A. P.
N.? ¿Es hombre o mujer?
Se
rascó un sobaco bajo la piel de perro que lo cubría y luego contestó:
—Eso
no se lo puedo decir. La información me la pasó Sammy, y no me habló nada de
ese asunto.
—Pues
espero que sea hombre —dije—. Si no, la cosa se va a complicar el doble...
Bueno, llama a los otros, Flaco—ordené.
En un
minuto estuvo reunido todo el elemento masculino del grupo. Se ubicaron como
pudieron entre los escombros y me miraron como el perro al amo. Ya sabían de
qué se trataba, y había tres o cuatro que estaban tan desesperados como yo
mismo. Mejor, pensé; de ese modo, van a luchar con todo.
—Bueno,
chicos—comencé—, el A. P. N. ha sido localizado. El Flaco, aquí presente, les
va a dar toda la información. Adelante, Flaco.
Avanzó
él un tanto aparatosamente —no puede olvidarse de sus buenos tiempos de orador
gremialista, supongo—, y se apoyó sobre el garrote, asumiendo una actitud que
debió de haberle parecido sumamente digna, y que en verdad tenía algo de eso;
pero hubiese resultado mejor si la cabeza pelada y las cicatrices no hubiesen
atentado contra el efecto general.
—Son
unos treinta, según me transmitió Sammy—manifestó—. Están en el Metropolitan
Museum. Bastante protegidos, claro; hay escombros obstruyendo casi todas las
avenidas que los rodean... Pero nosotros iremos abriendo un camino —levantó un
índice audaz y declamante—, con nuestro esfuerzo común y vuestro espíritu de
grupo y, todos juntos, sabremos llegar al pináculo de...
—Basta,
Flaco —le interrumpí—. No estamos en una asamblea. Haríamos mejor en empezar a
preparar el ataque.
Y nos
pusimos manos a la obra. Somos un grupo ducho en esas lides, aunque como jefe
me esté mal el decirlo, y en contados minutos teníamos esbozado un plan de
ataque.
—No
esperaremos a la noche —indiqué—. Eso es lo que hace todo el mundo, y ya no hay
forma de sorprender a nadie de tal modo. Nosotros les caeremos encima en pleno
mediodía —ignoré el murmullo que se levantó de inmediato y proseguí—: Cuando el
calor apriete bien, la mayoría estará sesteando, y los centinelas no esperarán
nada más peligroso que la picadura de un mosquito. Será el momento justo para
darles con todo.
—Un
minuto —objetó «Doc», mirándome desde atrás de los aros sin cristales que se ha
empeñado en conservar sobre los ojos, contra viento y marea, si bien no hacen
juego con el tapado de visón que usa sobre sus destrozados paños menores—. Si
vamos tan a la descubierta nos verán en seguida y les será fácil emboscarnos.
¡Estás loco, Matt! Tenemos que ir de noche, como es lo más lógico.
—Cállate,
«Doc». No demuestres tu inteligencia atrofiada de esa manera. ¿Quién habló de
ir a la descubierta? Nos iremos ocultando tras las ruinas, idiota. Los
rodeamos, después uno o dos se hacen ver y, cuando ellos intenten apresarlos,
los demás les caemos desde todos lados. Es el mejor modo, te digo.
—¡Matt
tiene razón! —gritó Bull.
Bull
me apoya eternamente. Fue semipesado, como yo, y unos buenos puños son las
únicas credenciales que reconoce. Cuando me hice jefe, entre él y yo acabamos
con la poca oposición que se nos presentó... y ahora lo veía dispuesto a
emplear análogos métodos contra los que no se mostrasen de acuerdo. Pero no era
el momento. Necesitábamos a todos en perfecta forma. Se lo hice entender a
Bull y procedí a emplear el raciocinio.
—Todas
las defensas se preparan teniendo en vista ataques nocturnos —expliqué
pacientemente—; una arremetida en pleno día los dejará pasmados.
—¿Cómo
sabes que habrá donde esconderse? —volvió a entremeterse «Doc» a destiempo.
—No te
preocupes. El Flaco y yo exploramos las inmediaciones del Central Park hace
unos días..., con Durkey. Hay montañas de escombros por todos lados. Árboles
caídos, follaje..., de todo. En cuanto al Metropolitan, tiene un boquete grande
como un elefante en la pared de atrás. Por ahí nos podríamos colar, si fuera
preciso..., ¿no es cierto, Flaco? Si los agarramos en el salón principal, están
fritos.
Hubo
algunos testarudos todavía, pero finalmente los pudimos convencer. Entonces
pasamos a preparar en forma el armamento. Pulimos los garrotes y les colocamos
nuevas tiras de cuero en las puntas; nos calzamos lo mejor posible —yo tenía
unas botas de charol que había desenterrado de las ruinas de una tienda,
Macy's, creo— y quien podía se protegió la cabeza. A mí me hubiese gustado
resguardármela, especialmente la mitad calva, pero había perdido el casco de
bombero días atrás, al intentar cruzar el Puente de Brooklyn colgado de los
cables menos destrozados. Ordenamos además a las mujeres ponerse a preparar
agua caliente y trapos, porque había que estar prontos para curar a quienes lo
necesitasen.
No
esperábamos salir intactos, claro. Yo me reservé a dos de ellas para otro
trabajo. Se me había ocurrido algo que daría el toque maestro a nuestro plan de
combate. Por último, quedaba lo más importante: había que revisar a conciencia
a cada uno de los del grupo, por si alguno tenía armas encima. Sin ir más
lejos, un mes antes se había colado un puñal en una pelea y había resultado un
tipo muerto. Esas son cosas que es preciso evitar a toda costa. Quedamos muy
pocos en Manhattan, como para darnos el lujo de liquidarnos así. Liarse a
garrotazos está bien; es la ley de los grupos y, por desgracia, la única manera
de entenderse. Pero nada de tiros ni cuchilladas. Al que rompe esa ley
cardinal, se le condena al ostracismo riguroso. Es el peor castigo. Un hombre
solo no dura mucho en estos días. Si no muere de hambre lo terminan los perros
salvajes o las ratas, o lo aplasta algún derrumbe atrasado... Es una ley muy
dura; pero no cabe duda de que es la única forma de evitar la suciedad en las
luchas de grupos.
Por
fin estuvimos listos para marchar. Una gallarda tropa, me dije amargamente,
pensando en Corea y mirando las fachas de mis hombres, adornados con cicatrices
y moretones, y engalanados como para un Carnaval. Pero sabían dar fuerte, y eso
era lo principal. Nos pusimos en marcha, avanzando agachados por detrás de las
colinas de ladrillo, argamasa, cemento y vigas retorcidas que alguna vez
—¿cuánto hacía ya de eso?— habían recibido el elegante nombre de Rockefeller
Center.
Imposible
avanzar por la Quinta Avenida. Ni con una grúa nos hubiésemos abierto paso.
Madison, por el contrario, estaba demasiado llana. No nos convenía. Siempre
hay algún vigía rondando por ahí. Tomamos la de las Américas, cortando por
callejones laterales cada vez que los obstáculos se hacían demasiado grandes
como para superarlos. A la altura de la calle Cincuenta y Siete, nos frenó el
agujero más grande que había visto hasta entonces.
—
¡Alto! —ordené, levantando una mano—. Una «mastodontera».
Así le
llamamos a los hoyos de bomba. El nombre clásico de «zorreras» resultaría
inadecuado...: ¿quién ha oído hablar jamás de zorros de noventa y ocho metros?
La «mastodontera» estaba inundada. Podríamos haberla cruzado sobre los
tablones que flotaban dentro de la lodosa agua, pero aquello era ponerse
demasiado en evidencia. Preferí dar un rodeo por detrás de los escombros hasta Columbus.
Esto nos alejó bastante, pero era mejor ser prudentes.
Entramos
al parque por la Sesenta y seis. A golpe de garrote nos fuimos abriendo camino
a través de la verdadera selva que era todo aquello. Ya era casi mediodía y el
calor empezaba a hacerse sentir. La transpiración nos pegaba las pieles al
cuerpo. Un «perfume» no muy floral comenzó a invadir nuestras inmediaciones.
—¡Maldita
sea! —gruñó Curls, rascándose el protuberante abdomen peludo—. Nos van a
descubrir por el olor... Tendríamos que bañarnos una vez al año, por lo menos.
Algunos
se rieron. Yo no pude. Me acaricié la mejilla.
—Tenemos
que arrebatarles al A. P. N. —y mis dedos aferraron el garrote.
—¡Cállense,
animales! —masculló Bull, colérico—. ¡Nos van a oír!
Atravesamos
lo que había sido el zoológico, ahora un bosque de barrotes hechos pasta
dentífrica, y cuerpos de bestias en descomposición. Dos gatos, que
banqueteaban sobre los restos de un inidentificable cuadrúpedo, salieron
disparados, todo huesos, erizada piel y amarillos ojos enloquecidos. No pude
evitar estremecerme ante la vista pesadillesca de los felinos... Me pregunté
qué aspecto tendría yo mismo, con barba de seis semanas —de un solo lado de la
cara—, una mejilla hinchada y media cabeza lisa como un flan; para colmo, iba con
unos pantalones de mujer y empuñaba un garrote.
Salimos
del Zoo y nos fuimos escurriendo por debajo de un gigantesco tronco. La suerte
parecía sonreímos: las ramas y las hojas formaban un verdadero telón delante de
nosotros. Podríamos acercarnos bastante sin ser vistos.
Por
fin avistamos la aguja del Obelisco de Cleopatra. Irónicamente, se mantenía en
pie, en tanto que el Empire, el Chrisley y la Catedral de San Patricio, siglos
más jóvenes, mordían el asfalto. Al lado del obelisco, el viejo Metropolitan
Museum exhibía sus heridas, sangrantes de manipostería.
—Bueno
—anuncié—. Es el turno de los voluntarios.
Hubo
un silencio. Todos parecían interesados en mirar a otra parte.
Bull
ofreció:
—Yo te
convenzo a unos cuantos, Matt —y cerró los enormes puños; pero yo sacudí la
cabeza.
—Contigo
y conmigo bastará, Bull. Los demás, quedan a las órdenes del Flaco. Rodeen el
sitio, y cuando vean que yo señalo hacia el obelisco, ataquen.
Alguno
protestó todavía, pero al fin quedó convencido.
Bull y
yo cargamos con unos cueros de vaca rellenos de papeles —éste era el trabajo
que había encomendado antes a las mujeres—, y caminamos sin vacilar hacia el
ruinoso museo.
No
pasó mucho tiempo sin que nos gritaran que nos detuviéramos.
—¡Queremos
unirnos a su grupo! —vociferé—. ¡Traemos comida!
Abracadabra.
Los cueros de vaca rellenos parecían, de lejos, un animal muerto, y los
individuos estaban tan hambrientos que ni desconfiaron. Vacilaron un poco, pero
al cabo fueron emergiendo uno por uno de la madriguera. Nos rodearon, relamiéndose
por anticipado.
—¿De
dónde vienen? —preguntó un gigante de espesa barba rubia, que sin duda era el
jefe. Llevaba un cuello alto y unos estrafalarios shorts de Bermuda.
—Del
campo —repuse.
—¿Cómo
no les vimos acercarse?
—Es
que vinimos atravesando el parque. Por aquel lado —dije, y señalé hacia el
obelisco.
La mía
era una tropa disciplinada. En pocos segundos estuvieron sobre nosotros. La
sorpresa fue total. El ruido de los cráneos sacudidos era una gloria. Entre el
maremágnum de los garrotazos, busqué con los ojos al A. P. N. No me costó ubicarlo.
Era hombre, por fortuna. Su actitud era la acostumbrada. Miraba la lucha con
aire un poco ausente, como si sólo en forma indirecta le concerniese. Había
algo de dilettante en su porte, algo
de espectador de un partido de rugby. El condenado sabía que, cualquier que
fuese el resultado, él seguiría pasándoselo bien. No le importaba gran cosa qué
grupo lo adoptase. Se notaba incluso que estaba habituado a pasar con
frecuencia de mano en mano. Acodado en una de las ventanas, sus ojuelos astutos
nos observaban condescendientes.
Por
fin el rubio alzó la mano.
—Es...
tá bien —jadeó, restañándose la sangre que le fluía de la aplastada nariz,
otrora prominente—. Ganaron ustedes... ¿Qué... cuernos... quieren?
—La
sacan barata —contesté—. Nos quedamos con el A. P. N. Pueden llevarse todo lo
demás.
Hubo
un mirar de súplica en sus ojos grises; pero no me ablandó. Primero está el
grupo de uno, y además... Con un temblor, recordé las tenazas de mecánico.
Se fueron.
El individuo de la ventana, comprendiendo, descendió lentamente a nuestro
encuentro. Era bajito y calvo, y había en sus maneras un insultante aire de
superioridad. Vestía un traje bastante discreto, si bien lucía un remiendo de
color bermellón precisamente en el trasero. Bajo el brazo, noté con tremendo
alivio un portafolios negro.
—Me
gusta el pescado —dijo a bocajarro.
—Está
bien—repliqué.
—Y
dormir en colchón blando, si no le importa.
—Está
bien..., lo tendrá.
—Habrá
un buen techo, claro —insinuó.
—Y
fuego, y mujeres, y todo lo que quiera —aseguré.
Se
pasó la lengua por los finos labios.
—Mujeres...
¿con pelo?
—Nos
quedan nueve. Dos rubias —y me mordí la lengua pensando en Lydia.
—Perfectamente.
Me quedo con ustedes.
En un
instante lo rodearon, pero yo me abrí paso a empujón limpio.
—¡Atrás,
marranos! —grité.
Arrastré
al hombrecito por un brazo, ignorando el gutural coro de protestas que
provoqué. Penetré con el Artículo de Primera Necesidad en el museo y me
desplomé en el primer asiento que encontré.
Lo
miré anhelante.
—Yo
primero, doctor —pedí—. ¡Esta maldita muela me está matando!
Y abrí
la boca tan grande como pude.
en Lo mejor de la ciencia ficción
latinoamericana, 1980
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