miércoles, mayo 22, 2013

“Primera necesidad”, de Carlos María Federici









Cuando entró el Flaco, yo había llegado ya al límite de mi resis­tencia y estaba pensando en tomar medidas drásticas. Incluso tenía en la mano la tenaza de mecánico que me había prestado Willogh, y estaba sopesando los pros y los contras. Ignoro lo que hubiera ocu­rrido entonces; pero, afortunadamente, fue en ese preciso momento cuando el Flaco llegó con noticias.

Casi me abalancé sobre él.

—¿Y?

Sonrió, confortador.

—Hecho, patrón —dijo—. Ya está localizado el A. P. N. Puede estar tranquilo.

Lo invité a sentarse en un cajón y me ubiqué frente a él.

—¿Son muchos? —le pregunté.
—Bueno... —repuso, tras meditarlo unos instantes—. Son bas­tantes, pero tienen tres tullidos y un ciego. Creo que podremos arreglárnoslas, sobre todo si les caemos de sorpresa. Se ve a la legua que son novatos; no conocen esto.
—Podremos —afirmé. Teníamos que poder, me dije—. Y una cosa, Flaco: ¿qué hay del A. P. N.? ¿Es hombre o mujer?

Se rascó un sobaco bajo la piel de perro que lo cubría y luego contestó:

—Eso no se lo puedo decir. La información me la pasó Sammy, y no me habló nada de ese asunto.
—Pues espero que sea hombre —dije—. Si no, la cosa se va a complicar el doble... Bueno, llama a los otros, Flaco—ordené.

En un minuto estuvo reunido todo el elemento masculino del grupo. Se ubicaron como pudieron entre los escombros y me mira­ron como el perro al amo. Ya sabían de qué se trataba, y había tres o cuatro que estaban tan desesperados como yo mismo. Mejor, pen­sé; de ese modo, van a luchar con todo.

—Bueno, chicos—comencé—, el A. P. N. ha sido localizado. El Flaco, aquí presente, les va a dar toda la información. Adelante, Flaco.

Avanzó él un tanto aparatosamente —no puede olvidarse de sus buenos tiempos de orador gremialista, supongo—, y se apoyó sobre el garrote, asumiendo una actitud que debió de haberle parecido sumamente digna, y que en verdad tenía algo de eso; pero hubiese resultado mejor si la cabeza pelada y las cicatrices no hubiesen atentado contra el efecto general.

—Son unos treinta, según me transmitió Sammy—manifestó—. Están en el Metropolitan Museum. Bastante protegidos, claro; hay escombros obstruyendo casi todas las avenidas que los rodean... Pero nosotros iremos abriendo un camino —levantó un índice audaz y declamante—, con nuestro esfuerzo común y vuestro espíritu de grupo y, todos juntos, sabremos llegar al pináculo de...
—Basta, Flaco —le interrumpí—. No estamos en una asamblea. Haríamos mejor en empezar a preparar el ataque.

Y nos pusimos manos a la obra. Somos un grupo ducho en esas lides, aunque como jefe me esté mal el decirlo, y en contados minu­tos teníamos esbozado un plan de ataque.

—No esperaremos a la noche —indiqué—. Eso es lo que hace todo el mundo, y ya no hay forma de sorprender a nadie de tal modo. Nosotros les caeremos encima en pleno mediodía —ignoré el murmullo que se levantó de inmediato y proseguí—: Cuando el ca­lor apriete bien, la mayoría estará sesteando, y los centinelas no esperarán nada más peligroso que la picadura de un mosquito. Será el momento justo para darles con todo.
—Un minuto —objetó «Doc», mirándome desde atrás de los aros sin cristales que se ha empeñado en conservar sobre los ojos, contra viento y marea, si bien no hacen juego con el tapado de visón que usa sobre sus destrozados paños menores—. Si vamos tan a la descubierta nos verán en seguida y les será fácil emboscarnos. ¡Es­tás loco, Matt! Tenemos que ir de noche, como es lo más lógico.
—Cállate, «Doc». No demuestres tu inteligencia atrofiada de esa manera. ¿Quién habló de ir a la descubierta? Nos iremos ocultando tras las ruinas, idiota. Los rodeamos, después uno o dos se hacen ver y, cuando ellos intenten apresarlos, los demás les caemos desde todos lados. Es el mejor modo, te digo.
—¡Matt tiene razón! —gritó Bull.

Bull me apoya eternamente. Fue semipesado, como yo, y unos buenos puños son las únicas credenciales que reconoce. Cuando me hice jefe, entre él y yo acabamos con la poca oposición que se nos presentó... y ahora lo veía dispuesto a emplear análogos métodos contra los que no se mostrasen de acuerdo. Pero no era el momen­to. Necesitábamos a todos en perfecta forma. Se lo hice entender a Bull y procedí a emplear el raciocinio.

—Todas las defensas se preparan teniendo en vista ataques noc­turnos —expliqué pacientemente—; una arremetida en pleno día los dejará pasmados.
—¿Cómo sabes que habrá donde esconderse? —volvió a entre­meterse «Doc» a destiempo.
—No te preocupes. El Flaco y yo exploramos las inmediaciones del Central Park hace unos días..., con Durkey. Hay montañas de escombros por todos lados. Árboles caídos, follaje..., de todo. En cuanto al Metropolitan, tiene un boquete grande como un elefante en la pared de atrás. Por ahí nos podríamos colar, si fuera preciso..., ¿no es cierto, Flaco? Si los agarramos en el salón principal, están fritos.

Hubo algunos testarudos todavía, pero finalmente los pudimos convencer. Entonces pasamos a preparar en forma el armamento. Pulimos los garrotes y les colocamos nuevas tiras de cuero en las puntas; nos calzamos lo mejor posible —yo tenía unas botas de charol que había desenterrado de las ruinas de una tienda, Macy's, creo— y quien podía se protegió la cabeza. A mí me hubiese gus­tado resguardármela, especialmente la mitad calva, pero había per­dido el casco de bombero días atrás, al intentar cruzar el Puente de Brooklyn colgado de los cables menos destrozados. Ordenamos además a las mujeres ponerse a preparar agua caliente y trapos, porque había que estar prontos para curar a quienes lo necesitasen.

No esperábamos salir intactos, claro. Yo me reservé a dos de ellas para otro trabajo. Se me había ocurrido algo que daría el toque maestro a nuestro plan de combate. Por último, quedaba lo más importante: había que revisar a conciencia a cada uno de los del grupo, por si alguno tenía armas encima. Sin ir más lejos, un mes antes se había colado un puñal en una pelea y había resultado un tipo muerto. Esas son cosas que es preciso evitar a toda costa. Quedamos muy pocos en Manhattan, como para darnos el lujo de liquidarnos así. Liarse a garrotazos está bien; es la ley de los grupos y, por desgracia, la única manera de entenderse. Pero nada de tiros ni cuchilladas. Al que rompe esa ley cardinal, se le condena al ostracismo riguroso. Es el peor castigo. Un hombre solo no dura mucho en estos días. Si no muere de hambre lo terminan los perros salvajes o las ratas, o lo aplasta algún derrumbe atrasado... Es una ley muy dura; pero no cabe duda de que es la única forma de evitar la suciedad en las luchas de grupos.

Por fin estuvimos listos para marchar. Una gallarda tropa, me dije amargamente, pensando en Corea y mirando las fachas de mis hombres, adornados con cicatrices y moretones, y engalanados como para un Carnaval. Pero sabían dar fuerte, y eso era lo princi­pal. Nos pusimos en marcha, avanzando agachados por detrás de las colinas de ladrillo, argamasa, cemento y vigas retorcidas que alguna vez —¿cuánto hacía ya de eso?— habían recibido el elegante nom­bre de Rockefeller Center.

Imposible avanzar por la Quinta Avenida. Ni con una grúa nos hubiésemos abierto paso. Madison, por el contrario, estaba dema­siado llana. No nos convenía. Siempre hay algún vigía rondando por ahí. Tomamos la de las Américas, cortando por callejones laterales cada vez que los obstáculos se hacían demasiado grandes como para superarlos. A la altura de la calle Cincuenta y Siete, nos frenó el agujero más grande que había visto hasta entonces.

— ¡Alto! —ordené, levantando una mano—. Una «mastodontera».

Así le llamamos a los hoyos de bomba. El nombre clásico de «zorreras» resultaría inadecuado...: ¿quién ha oído hablar jamás de zorros de noventa y ocho metros? La «mastodontera» estaba inun­dada. Podríamos haberla cruzado sobre los tablones que flotaban dentro de la lodosa agua, pero aquello era ponerse demasiado en evidencia. Preferí dar un rodeo por detrás de los escombros hasta Columbus. Esto nos alejó bastante, pero era mejor ser prudentes.

Entramos al parque por la Sesenta y seis. A golpe de garrote nos fuimos abriendo camino a través de la verdadera selva que era todo aquello. Ya era casi mediodía y el calor empezaba a hacerse sentir. La transpiración nos pegaba las pieles al cuerpo. Un «perfume» no muy floral comenzó a invadir nuestras inmediaciones.

—¡Maldita sea! —gruñó Curls, rascándose el protuberante ab­domen peludo—. Nos van a descubrir por el olor... Tendríamos que bañarnos una vez al año, por lo menos.

Algunos se rieron. Yo no pude. Me acaricié la mejilla.

—Tenemos que arrebatarles al A. P. N. —y mis dedos aferraron el garrote.
—¡Cállense, animales! —masculló Bull, colérico—. ¡Nos van a oír!

Atravesamos lo que había sido el zoológico, ahora un bosque de barrotes hechos pasta dentífrica, y cuerpos de bestias en descompo­sición. Dos gatos, que banqueteaban sobre los restos de un inidentificable cuadrúpedo, salieron disparados, todo huesos, erizada piel y amarillos ojos enloquecidos. No pude evitar estremecerme ante la vista pesadillesca de los felinos... Me pregunté qué aspecto tendría yo mismo, con barba de seis semanas —de un solo lado de la cara—, una mejilla hinchada y media cabeza lisa como un flan; para colmo, iba con unos pantalones de mujer y empuñaba un garrote.

Salimos del Zoo y nos fuimos escurriendo por debajo de un gi­gantesco tronco. La suerte parecía sonreímos: las ramas y las hojas formaban un verdadero telón delante de nosotros. Podríamos acer­carnos bastante sin ser vistos.

Por fin avistamos la aguja del Obelisco de Cleopatra. Irónica­mente, se mantenía en pie, en tanto que el Empire, el Chrisley y la Catedral de San Patricio, siglos más jóvenes, mordían el asfalto. Al lado del obelisco, el viejo Metropolitan Museum exhibía sus heri­das, sangrantes de manipostería.

—Bueno —anuncié—. Es el turno de los voluntarios.

Hubo un silencio. Todos parecían interesados en mirar a otra parte.

Bull ofreció:

—Yo te convenzo a unos cuantos, Matt —y cerró los enormes puños; pero yo sacudí la cabeza.
—Contigo y conmigo bastará, Bull. Los demás, quedan a las órdenes del Flaco. Rodeen el sitio, y cuando vean que yo señalo hacia el obelisco, ataquen.

Alguno protestó todavía, pero al fin quedó convencido.

Bull y yo cargamos con unos cueros de vaca rellenos de papeles —éste era el trabajo que había encomendado antes a las mujeres—, y caminamos sin vacilar hacia el ruinoso museo.

No pasó mucho tiempo sin que nos gritaran que nos detuvié­ramos.

—¡Queremos unirnos a su grupo! —vociferé—. ¡Traemos co­mida!

Abracadabra. Los cueros de vaca rellenos parecían, de lejos, un animal muerto, y los individuos estaban tan hambrientos que ni desconfiaron. Vacilaron un poco, pero al cabo fueron emergiendo uno por uno de la madriguera. Nos rodearon, relamiéndose por an­ticipado.

—¿De dónde vienen? —preguntó un gigante de espesa barba ru­bia, que sin duda era el jefe. Llevaba un cuello alto y unos estrafala­rios shorts de Bermuda.
—Del campo —repuse.
—¿Cómo no les vimos acercarse?
—Es que vinimos atravesando el parque. Por aquel lado —dije, y señalé hacia el obelisco.

La mía era una tropa disciplinada. En pocos segundos estuvie­ron sobre nosotros. La sorpresa fue total. El ruido de los cráneos sacudidos era una gloria. Entre el maremágnum de los garrotazos, busqué con los ojos al A. P. N. No me costó ubicarlo. Era hombre, por fortuna. Su actitud era la acostumbrada. Miraba la lucha con aire un poco ausente, como si sólo en forma indirecta le concer­niese. Había algo de dilettante en su porte, algo de espectador de un partido de rugby. El condenado sabía que, cualquier que fuese el resultado, él seguiría pasándoselo bien. No le importaba gran cosa qué grupo lo adoptase. Se notaba incluso que estaba habi­tuado a pasar con frecuencia de mano en mano. Acodado en una de las ventanas, sus ojuelos astutos nos observaban condescen­dientes.

Por fin el rubio alzó la mano.

—Es... tá bien —jadeó, restañándose la sangre que le fluía de la aplastada nariz, otrora prominente—. Ganaron ustedes... ¿Qué... cuernos... quieren?
—La sacan barata —contesté—. Nos quedamos con el A. P. N. Pueden llevarse todo lo demás.

Hubo un mirar de súplica en sus ojos grises; pero no me ablan­dó. Primero está el grupo de uno, y además... Con un temblor, re­cordé las tenazas de mecánico.

Se fueron. El individuo de la ventana, comprendiendo, descen­dió lentamente a nuestro encuentro. Era bajito y calvo, y había en sus maneras un insultante aire de superioridad. Vestía un traje bas­tante discreto, si bien lucía un remiendo de color bermellón precisamente en el trasero. Bajo el brazo, noté con tremendo alivio un portafolios negro.

—Me gusta el pescado —dijo a bocajarro.
—Está bien—repliqué.
—Y dormir en colchón blando, si no le importa.
—Está bien..., lo tendrá.
—Habrá un buen techo, claro —insinuó.
—Y fuego, y mujeres, y todo lo que quiera —aseguré.

Se pasó la lengua por los finos labios.

—Mujeres... ¿con pelo?
—Nos quedan nueve. Dos rubias —y me mordí la lengua pen­sando en Lydia.
—Perfectamente. Me quedo con ustedes.

En un instante lo rodearon, pero yo me abrí paso a empujón limpio.

—¡Atrás, marranos! —grité.

Arrastré al hombrecito por un brazo, ignorando el gutural coro de protestas que provoqué. Penetré con el Artículo de Primera Ne­cesidad en el museo y me desplomé en el primer asiento que encon­tré.

Lo miré anhelante.

—Yo primero, doctor —pedí—. ¡Esta maldita muela me está matando!

Y abrí la boca tan grande como pude.




en Lo mejor de la ciencia ficción latinoamericana, 1980


















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