Estaba de vuelta en la casa de mi infancia, en Chicago. Había regresado para celebrar la Pascua en la Casa de mi Padre, cosa que no había hecho en veinte años.
Di un largo paseo por la orilla del Lago, recorriendo los diversos parques y playas en los que jugaba de pequeño. Saboreé el agua del Distrito de Parques de Chicago en las fuentes de piedra del baño de pájaros, y sabía igual que hace tantísimos años, cuando no sólo estaba fresca y deliciosa, sino también prohibida —nos encontrábamos en plena alarma de la polio— y mi madre nos dejaba de mala gana jugar en el parque, pero haciéndonos prometer que no beberíamos de las fuentes para evitar el contagio. Terminé mi paseo en la playa de la calle Oak. Me senté en el borde de piedra y me quedé mirando a un grupo de chavales con monopatines. Habían hecho una rampa de madera contrachapada y subían por ella uno tras otro en sus monopatines, saltando por el borde y realizando diversas piruetas en el aire.
Era muy bonito y, como yo ya estaba en vena sentimental, aquello me hizo remontarme a mi infancia.
Me acordé de cuando era niño, y de cómo convertíamos un acto simple e intrascendente en una habilidad, a base de constantes e infinitas repeticiones. Me acordé de que mis amigos y yo nos pasábamos horas enteras, las tardes de verano, tirando piedras contra un farol. Me acordé de cómo lanzábamos una pelota de playa al tejado del garaje, donde no se viera, y jugábamos al complicadísimo juego de adivinar dónde caería.
Me acordé de las persecuciones de motos, un juego del género policías-y-ladrones/tú-la-llevas, que duraba toda la noche.
Mientras estaba allí sentado, observando a los chicos del monopatín, un ciclista pasó por delante de mí. Llevaba acoplado a la bicicleta un cierre de seguridad de la marca Kriptonita.
Y aquello me pareció una bonita broma norteamericana: mira que llamar a un cierre de seguridad con el nombre de un artefacto de los Cómics de Superman.
De pequeño me gustaban mucho los Cómics de Superman.
Me gustaba su misma simpleza y su carácter predecible. La historia nunca variaba y recuerdo que, incluso de niño, pensaba: «Qué fantasía más tonta.»
Pero me encantaban. Y la historia que me gustaba era ésta: Superman está comprometido a hacer el bien. Aprovechando su deseo de hacer el bien, los malhechores lo atraen a una situación peligrosa y le exponen a los efectos de la kriptonita, un fragmento del mundo ya destruido en el que Superman nació. La kriptonita es la única sustancia del mundo capaz de dañar a Superman, y éste empieza a agonizar. En el último momento posible es rescatado de la kriptonita por alguna afortunada circunstancia, y el ciclo puede comenzar de nuevo.
Reflexionando sobre esta historia, pensé: «¿Por qué el seguro se llama Kriptonita?». Se llamaba Kriptonita porque se suponía que era igual de fuerte e invencible.
Pero la kriptonita, pensé, sólo sirve para una cosa: para matar. Y con este pensamiento se me ocurrió un significado más profundo de la historia de Superman. [1]
Las historietas de Superman son una fábula, pero no de poder sino de desintegración. Atraen a la mente preadolescente, no por sus reiteradas y grandiosas fantasías, sino porque reiteran una llamada de auxilio muy profunda.
Las dos personalidades de Superman sólo se pueden integrar de una manera: en la muerte. Sólo la kriptonita atraviesa los disfraces de timorato y de héroe, y puede afectar al hombre escondido bajo los
disfraces.
¿Y qué es la kriptonita? La kriptonita es lo único que queda del hogar de su infancia.
Son los restos de aquel hogar destruido, y el miedo a dichos restos, lo que domina la vida de Superman. La posibilidad de que los fragmentos de aquel hogar destruido puedan reaparecer le impide conseguir el amor, le impide revelar que el cobarde y el héroe son una misma persona. El miedo al hogar de su infancia le impide gozar de todo placer.
Tiene miedo de que, si revela su debilidad y su confusión, le sobrevenga la muerte, tal vez de manera indirecta, pero desde luego inevitable, por medio de la persona que reciba dicha información.
Superman tiene miedo de las mujeres. Todas las chicas que le interesan tienen las iniciales L L.: Lois Lane, Lori Lemaris, Lana Lang; y no es casualidad que su archienemigo, el supervillano de sus aventuras más espeluznantes, se llame, de manera similar, Lex Luthor.
Superman tiene miedo a las mujeres y está sexualmente reprimido. Presenta al mundo dos falsas fachadas: una de impotencia y la otra de benevolencia, dos disfraces creados para protegerle de la furia de las Mujeres —no sabemos contra qué están furiosas, pero desde luego lo están—, porque lo que le está diciendo a Lois Lane, tan claro como el agua, es: No me quisiste cuando era débil (Kent), pues ahora que soy fuerte no me puedes tener.
Hace varios años se editó un libro para conmemorar los Cincuenta Años de Cómics de Superman. Y se me pidió, como a otros muchos escritores, que contribuyera con un comentario. Dije que admiraba a Superman (admiro a cualquiera que se gane la vida en ropa interior) y que me gustaba el aspecto heroico de la fantasía: aunque, desde luego, la fantasía de la omnipotencia refleja la psicología de una persona que se pasa la vida en ropa interior: la psicología de un niño pequeño.
Superman está atrapado en el círculo vicioso de buscar la perfección por medio de la repetición: ha experimentado una regresión a la primera infancia, y está representando su fantasía: «Sólo me dedico a hacer el bien. No pido nada para mí. De hecho, no puedo aceptar nada. A lo mejor, sí soy muy bueno, mi mundo no será destruido y no me enviarán lejos de casa.»
Lejos de ser invulnerable, Superman es la más vulnerable de las personas, porque su infancia fue destruida. Jamás podrá reintegrarse regresando al hogar, porque el hogar ya no existe. Ha desaparecido y ahora vive entre extraños a los que ni siquiera puede revelar su verdadero nombre.
No hay esperanzas para él, aparte de seguir escondiéndose, rezando para que sus enemigos no averigüen su verdadera identidad. Por muchas buenas obras que haga, éstas no fe protegerán.
No sólo ha renunciado a toda reclamación de ciudadanía, sino también a toda esperanza de sexualidad adulta, de cariño, de paz. «Hago el bien, pero no obtengo ningún placer», dice. «No pido nada para mí. Ojalá mi falsa identidad no llame la atención. Olvídense de mí.»
en Una profesión de putas, 1995
[1] Nota Dscntxt: Originalmente esta nota iba inserta en el texto de Mamet: «Superman nació en el planeta Kriptón. Cuando Kriptón estaba a punto de estallar, el amantísimo padre de Superman, Jor-El, aprovechó sus últimos instantes de vida para meter a su hijo en un cohete y lanzarlo rumbo a la Tierra.
En la Tierra, el niño es adoptado y criado por los cariñosos, aunque algo distantes, Mamá y Papá Kent.
Clark Kent, el hijo adoptivo, se traslada a la gran ciudad, Metrópolis, donde consigue un empleo en el periódico Daily Planet. Cuando el Bien se ve amenazado en Metrópolis, Clark Kent, al que se presenta como un tipo anodino y poco atractivo, se transforma en Superman, bajo cuya apariencia se gana el respeto y la adulación de las Masas. Sin embargo, tras haber enderezado los entuertos de Metrópolis, tiene que huir del público y de los placeres que éste podría proporcionarle, y transformarse de nuevo en Clark Kent. ¿Por qué tiene que huir? Por la existencia de la kriptonita. Si sus archienemigos conocieran su paradero, podrían acercarse a él e introducir clandestinamente kriptonita en su presencia, causándole la muerte.
Así pues, Superman ejerce sus poderes a expensas de toda posibilidad de disfrute personal.
En su personalidad de Clark Kent, está enamorado de su compañera de trabajo, la periodista Lois Lane. A ella, las atenciones del timorato Kent le resultan risibles. Ella está enamorada de Superman. Pero Superman no puede correspondería. No puede revelarle su secreto, porque ello pondría en peligro su vida. No puede revelarle su secreto a nadie. Puede disfrutar de adulación sin amor, o suspirar por el amor sin esperanzas de ser correspondido».
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