Capítulo 1: El nuevo pensionista
Llegó
a casa un domingo de noviembre, en 189...
Sigo
llamándola "mi casa", a pesar de que ya no lo sea. Pronto hará quince
años que abandonamos el pueblo y probablemente no volvamos nunca.
Vivíamos
en los edificios del Curso Superior de SainteAgathe.
Mi
padre, el "señor Seurel", como yo lo llamaba, igual que los demás
alumnos,-'era', allí director del curso superior preparatorio para la carrera
de maestro, y allí también del curso medio. Mi madre dictaba clase para los
más pequeños.
Una
espaciosa casa roja, ubicada en el límite del lugar, vestida de enredadera y
con cinco enormes puertas de vidrio; un patio inmenso, con lavadero y sitios
especiales para recreo, que se abría al pueblo por un gran portal; por el
extremo norte, una cancela daba a la carretera que llevaba a La tare, a tres
kilómetros de allí; por detrás, al sur, campos, prados, jardines que se extendían
hasta los suburbios... ésa es la imagen de la mansión donde transcurrieron los
momentos más preciosos e inquietos de mi vida; mansión de la que se marcharon y
donde volvieron a golpear nuestras aventuras, como lo hacen las olas que se
enfrentan a un peñasco árido. El azar de los traslados, la decisión de un
inspector o de un prefecto, nos había instalado allí. Hace ya mucho tiempo, al
concluir nuestras vacaciones, un rústico carruaje al que seguía el equipaje
nos había dejado, a mi madre y a mi, frente a la herrumbrada verja. Al vernos,
unos chiquillos que estaban robando duraznos del jardín escaparon en silencio
por los huecos del cerco... Mi madre, a quien llamábamos Millie, y que era la
más metódica ama de casa que pueda haber conocido, entró rápidamente en los
cuartos repletos de paja polvorienta y comprobó, -desesperada -como le sucedía
en cada mudanza- que los muebles que llevábamos nunca podrían ubicarse en una
casa tan mal construida como ésa... Salió para contarme el motivo de su
tristeza, limpiándome mientras tanto la cara infantil ennegrecida por el largo
viaje, con toda su suavidad en el pañuelo. Luego entró nuevamente, decidida a
analizar cuántas aberturas tendríamos que sacrificar para que la vivienda
pudiera ser habitable. Yo me quedé afuera, tapado por mi encintado y gran
sombrero de paja, sobre el piso de granza de aquel extraño patio, y observando
tímidamente, mientras esperaba, los alrededores del pozo y los bajos upa
cobertizo.
Así
fue nuestra llegada, o. al menos, así puedo imaginarla hoy. Y cuando quiero
evocar el recuerdo ya lejano de la primera tarde de espera en el patio d:
SaínteAgathe, son otras las esperas que llegan a mi memoria y me veo con las
manos apretadas a los barrotes del portón, observando ansiosamente a alguien
que se acerca por la calle Mayor.
Y
si deseo evocar la primera noche que tuve que pasar en el desván, entre los
graneros del primer piso, me siento invadido por el recuerdo Ce, otras noches;
y no puedo verme solo en ese aposento: una enorme sombra, amiga y movediza, se
paseaba a lo largo de las paredes. Todo aquel tranquilo paisaje -la escuela, el
campo de tío Martín y sus tres nogales, y el jardín, invadido desde las cuatro
de la tarde por las mujeres que llegaban de visita- vive para siempre en mi de
una manera inquietante, alterada por la presencia de ese alguien que trastornó
nuestra adolescencia, que no volvió al reposo ni siquiera después de su fuga.
Y
sin embargo, cuando llegó Meaulnes hacía más de diez años que vivíamos en ese
lugar.
Yo
tenía quince años; era uno de esos domingos de noviembre, tan fríos que por
primera vez nos obligan a pensar en el invierno. Mulle estuvo todo el día
esperando un coche de La Gare que debía traerle un sombrero de abrigo. Por ese
motivo perdió la misa de mañana; hasta el momento de empezar el sermón, sentado
con los demás niños en el coro, estuve observando con ansiedad hacia donde
estaba el campanario, para verla entrar con el sombrero nuevo.
Luego
del almuerzo, tuve que salir solo para la oración de vísperas.
-De
cualquier forma -me dijo para consolarme, mientras sacudía con la mano mi
pequeño traje-, aunque hubiera recibido el sombrero tendría que haber pasado
todo el domingo arreglándolo.
Nuestros
domingos de invierno frecuentemente transcurrían de esa manera. Mi padre se
marchaba por la mañana a alguna orilla lejana, a pescar carpas desde un bote,
mientras mi madre, en su cuarto casi a oscuras, pasaba largas horas hasta la
noche preparando humildes ropas. Y prefería ese encierro a que sus amigas, tan
altivas como lo era ella, la descubrieran en esa tarea. Al te ,pinar mis
oraciones, yo tenía que esperar, leyendo en el helado comedor, que ella saliera
de la pieza para saber cómo le quedaban.
Aquel
domingo, atraído por cierta animación frente a la iglesia, me quedé afuera
después de los oficios. Se trataba de un bautizo, que había reunido a los muchachos
bajo un portal. En la plaza, vestidos con uniforme de bomberos, formaban unos
cuantos hombres del lugar que, distribuidos los destacamentos, marcando el
paso, escuchaban las improvisadas teorías del Sargento Boujardon...
Repentinamente
dejaron de oírse las campanas del bautizo, como si se hubieran dado cuenta de
que se trataba de una fiesta equivocada en un lugar equivocado. Boujardon y
sus hombres se apresuraron en llevarse la bomba, cargando también las armas al
hombro; y los vi esfumarse en la primera esquina, seguidos de cuatro
silenciosos chiquillos, que caminaban aplastando con las gruesas suelas de sus
zapatitos las ramas de la carretera helada, que no me animé a seguir.
Entonces
el único entretenimiento que quedó en el pueblo fue el café "Daniel",
donde me divertía escuchando cómo crecían y se apagaban las discusiones de los
parroquianos. Y casi rozando la tapia baja del enorme patio que separaba
nuestra casa del pueblo, llegué, un poco inquieto por el retraso, hasta el
portal, que estaba entreabierto. Noté inmediatamente que estaba sucediendo
algo insólito.
En
la puerta del comedor -la más próxima a los cinco ventanales que se abrían al
patio- una mujer de pelo gris, inclinada, trataba de mirar a través de los
visillos. Era pequeña, vestida a la moda antigua con una capa de terciopelo negro.
Su cara era fina y lánguida, pero se la notaba muy inquieta. Al verla, frenado
por un extraño impulso, me quedé sin moverme frente a la verja.
.
-¿Dónde se habrá ido, Dios mío? -se preguntaba a media voz-. Estaba al lado mío
hace un momento. Ya habrá dado vuelta a la casa. Ya habrá escapado...
Entre
frase y frase, daba en el cristal suavemente tres golpecitos. Pero nadie salía
a abrir a la desconocida. Pensé que Millíe habría recibido el sombrero de La
Gare y, sin darse cuenta de nada, en el fondo del dormitorio rojo, al lado de
una cama cubierta de cintas viejas y plumas lacias, cosía, descosía, recomponía
su mediocre sombrero... Efectivamente, apenas entré al comedor, con la mujer
detrás, apareció mi madre, con las manos sobre la cabeza, tratando de hacer
equilibrar un conjunto de alambres, cintas y plumas. Me sonrió, y sus ojos
azules delataron la fatiga por haber trabajado a la luz del atardecer y me
dijo:
-¡Mira!
Estaba esperándote para que vieras...
Pero,
al comprobar la presencia de la visitante sentada en el sillón grande, en el
fondo de la sala, se detuvo turbada. Con extrema velocidad se quitó el sombrero
y, durante toda la escena siguiente, lo mantuvo vuelto hacia arriba a la
altura del pecho, como sí fuese un nido, sobre su brazo derecho doblado. La
mujer comenzó a dar explicaciones, mientras sujetaba entre sus rodillas un
paraguas y una cartera de cuero, y balanceaba la cabeza, y hablaba con la
misma, soltura de una persona de visita. Había recuperado su aplomo y en cuanto
comenzó a hablar de su hijo adquirió un aire misterioso y superior que nos
intrigó.
Habían
llegado en coche de La Ferté d'Angillon, a catorce kilómetros de Sainte-Agathe.
Era viuda, y por lo que nos dio a entender, muy rica, había perdido al menor de
sus dos hijos, Antoine, que murió después de bañarse con su hermano en un
tanque infectado, una tarde al regresar del colegio. Había decidido hacer
ingresar en nuestra casa al hijo mayor, Agustín, como interno para que pudiese
seguir el Curso Superior.
Inmediatamente
comenzó a elogiar los méritos del nuevo pensionista.
En
ese momento me parecía desconocer a la extraña de pelo gris que se había
inclinado frente a la puerta unos instantes antes, y que se transformaba
entonces mostrando la misma actitud huraña y suplicante de una clueca que ha
perdido su pollito.
Sin
embargo, lo que nos contaba acerca de su hijo era realmente sorprendente. El
muchacho se esforzaba por complacerla siempre, y para lograrlo andaba a veces
kilómetros y kilómetros por la margen del río, con las piernas desnudas, para
llevarle huevos de perdiz y de pato silvestre que encontraba perdidos entre los
juncos; también tendía redes; una noche había descubierto un faisán preso en
un lazo...
Yo,
que a causa de un desgarrón en la blusa no me había atrevido a regresar, miraba
en ese momento a Millie con asombro.
Pero
ella no estaba escuchando; hizo una seña a la. mujer para que dejara de hablar,
dejó el sombrero sobre la mesa y se levantó cuidadosamente como si fuera` a
sorprender a alguien.
En
efecto, en una pequeña sala del piso superior que. usábamos como reducto para
los fuegos de artificio del último 14 de julio, se oía un paso desconocido, que
iba,` y venía con firmeza, haciendo temblar el piso; caminaba. por los inmensos
graneros del primer piso e iba desapareciendo por los cuartos abandonados
donde poníamos: a secar el tilo y a madurar manzanas.
-Hace
un instante escuché ese mismo ruido en las piezas de abajo -decía Millie en voz
baja- y creía que - ya habrías vuelto, François...
Permanecimos
todos en silencio, de pie, con el corazón sobreexcitado, cuando de pronto se
abrió la puerta de los graneros y unos pasos bajaron los escalones, cruzaron la
cocina y se instalaron en la entrada oscura del comedor.
-¿Eres
tú, Agustín? -preguntó la mujer.
Era
un muchacho de unos diecisiete años. La escasa luz del anochecer no me permitió
ver de él más que su sombrero de fieltro, un sombrero de labriego echado hacia
atrás, y su blusa negra de colegial ajustada con un cinturón. También me
permitió ver que sonreía.
Me
miró, y sin dejar que ninguno de nosotros pidiera alguna explicación, me dijo:
-¿Vamos
al patio?
Por
un segundo no supe qué hacer, pero al no ver ningún signo de reprobación por
parte de Millie, tomé mi gorra y me acerqué a su lado. -Nos dirigimos hacia el
patio de recreo, atravesando la puerta de la cocina. Rodeado de tinieblas que
empezaban a cubrirlo, mientras caminábamos, con la penumbra brillante del crepúsculo
pude observar su rostro anguloso, su nariz recta, el escaso vello que
contorneaba sus labios.
-Toma
-me dijo- encontré esto en el granelo. Evidentemente tú jamás lo revolviste.
Y
me mostró en la mano una ennegrecida ruedecilla de madera con un cordón de
cohetes rotos alrededor, que debió haber sido la luna o el sol en los fuegos
artificiales del 14 de julio.
-Hay
dos que están sanos; vamos a encenderlos -dijo serenamente, mostrando la
expresión de quien quiere esmerarse.
Al
sacarse el sombrero para dejarlo en el suelo vi que llevaba el pelo cortado
íntegramente al rape, como si fuese un campesino. Me mostró los dos cohetes,
que tenían los cabos de mecha de papel acortados y chamuscados por la llama.
Introdujo en la arena el eje de la rueda, sacó del bolsillo -para mi asombro,
pues eso nos estaba prohibido- una caja de fósforos, se agachó con cuidado y
encendió la mecha. Después de un momento apareció Millie con la madre de
Meaulnes en el umbral de la puerta del comedor, luego de haber discutido el
precio de la pensión, y pudo ver brotar desde el patio de recreo, haciendo
ruido de fuelle, dos pares de estrellas rojas y blancas, y pudo también
entreverme, asombrado, a través del extraño resplandor, de pie y tomado de la
mano del visitante. Entonces mi madre tampoco se atrevió a decirme nada. Y
durante la cena, ocupó la mesa familiar un compañero silencioso, que comía
distraídamente con la cabeza sobre el plato, sin notar ni preocuparse por
nuestras tres miradas que se mantenían fijas en él.
1913
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