a
Fernanda
Puedo escribir esto que me fue
participado, de manera jovial y generosa, por un tercero, quien tuvo la alegría
de conocerlos y tratarlos en lugares y momentos comunes. Por supuesto, los
hechos, son remotos, necesariamente cambiados por mi humilde capacidad de
contarlos; puedo contar sólo desde la perspectiva humana de un hombre a quien
le ha sido trasmitida la historia, sucedida en un medio tan lejano, tal vez, al
tiempo y espacio en que sucedió, que incluso se podría decir que es un invento,
que el amor romántico es sólo un invento, lejano, irreal, cómico.
Cómo se conocieron no importa ahora.
Parecían conocerse desde siempre. O más bien, querían conocerse desde siempre.
Y siempre. Se puede decir que esta es la historia de ambos, que comienza a
suceder en algún momento indeterminado, sus protagonistas, un hombre y una
mujer que sólo conocemos cuando están juntos, en pareja. Un hombre y su mujer,
una mujer y su hombre. Una pareja, de esas parejas hermosas y felices que
deciden estar alegremente juntas “para siempre”, “hasta que la muerte los
separe”, “en las buenas y en las malas”, “las duras y las maduras”, “contra
viento y marea”; de todas estas formas y más. Una pareja que decidió esto mucho
antes de hacerlo promesa efectiva en una ceremonia o mediante un contrato. Una
pareja de aquellas que podemos pensar, nacen para estar juntas.
Pues bien dicho está, eran muy
unidos. Poto y calzón, uña y mugre, pan y mantequilla. Resultaba difícil no
encontrarles juntos. Fueron conocidos, durante las épocas de colegio y
universidad, siempre como una dupla inseparable. Alfa y Omega, Noche y Día.
Nunca se supo quién fue primero, y a veces servían como axioma al problema del
huevo y la gallina. Axiomáticos en su relacionarse, valoraban enormemente la
compañía del otro. Así, durante los años de estudios universitarios se
volvieron afamados por su inseparabilidad.
Normal es en esa época de maduración
y creciente camaradería por afinidad electiva, la organización de reuniones en
grupos genéricos. Los llamados “clubes de tobi” o “de lulú”, encuentros
exclusivos, sólo de hombres, machos, caballeros; ó, sólo para mujeres,
señoritas, damas, chicas. Los hombres se reunían a charlar sobre autos,
deportes, mujeres. A beber, comer, reír de todo y de todos en afán
celebratorio, distendido, ligero. Eran momentos libres de preocupaciones,
compromisos, deberes. Las mujeres, tal vez hacían lo mismo con características
particulares y distintivas que son desconocidas para los hombres, pues nunca
han sido ni serán invitados a participar de aquellos aquelarres privados.
Nuestra dupla de inseparables no
frecuentó con asiduidad estas instancias. Más bien había que convencerles para
que asistieran a las reuniones, pues nunca hubo uno sin otro. Cuando se le
invitaba a él, preguntaba, ¿puedo ir con ella? ¿puedo ir con mi polola? La
cuestión, inquietante para algunos irredimibles solteros, resultaba algo
molesta, por lo que rápidamente nació una broma y de ahí un apodo. Empezó como
una mofa. Venía una invitación: “Oye, nos vamos a juntar en la casa de este
amigo... ¿y puedo ir con mi novia?”; luego “Mira, nos reuniremos en el bar de
la plaza, y sí, sí puedes ir con tu polola...”.
Por sobrenombre le pusieron “el
monótono”, mote inocente y cariñoso que él tomó casi como un cumplido y que se
le quedó pegado. Así pues, “monótono” aparecía con su “polola”, luego “novia” y
finalmente “señora”. Siempre alegre del lado de su amada y amante mujer, ya
conocida la condición de inseparables, las reuniones se acomodaron a la pareja
y esa monotonía de relacionarse con el mundo, de socializar como dos que hacen
uno, pasó a ser acogida y querida.
* * *
Casados, crecidos, maduros, formaron
una familia y se involucraron en todas las actividades sociales
correspondientes, el trabajo, la producción, el dinero, los hijos, su cuidado,
crianza y educación. Esto, podemos creer, funcionó con altos y bajos naturales
a la vida de una pareja burguesa común. Los amigos y compañeros del tiempo
universitario siguieron juntándose al menos una vez al año. Ahora con más obligaciones
y menos tiempo, “monótono” llegaba siempre jovial a las alegres reuniones donde
los antiguos condiscípulos gozaban de anécdotas y compartían sus aventuras en
el viaje de la vida, conversando de los trabajos y los días de cada quien.
Ahora sí, “monótono” aparecía solo y por un breve lapso de tiempo, atendido su
afán de proximidad con la compañera y media naranja.
Pasa el tiempo, los amigos de la
universidad crecen, ahora platican sobre hijos y familias con asiduidad y
ternura, aprenden a pasar en camaradería duelos y alegrías propios de la vida
que fluye. Muchos experimentan separaciones, alguno se separa del grupo para
emigrar, otro muere, hay quien simplemente se aleja sin más. Pero “monótono”
sigue acompañando a sus amigos, contentándose con ellos, defendiendo siempre su
opción monógama, monótona, fielmente ligado a su mujer, la cual, por supuesto,
puebla el discurso del marido. Cuando los amigos le preguntan “¿Cómo estás
monótono?”, responde, con una sonrisa que se ha vuelto una broma personal:
“Bien, con ella hemos hecho esto, con ella pensamos aquello, con ella fuimos
acá o allá...” y los amigos, joviales, contentos de conocer a su colega, le
interrumpen, “Ya monótono, ya sabemos...”.
Con los años, llega monótono
cabizbajo, apesadumbrado y silencioso a una reunión. Está solo. Su relación ha
terminado. Se separa. Silencio entre los colegas, incredulidad, tal vez algo de
decepción. Los años siguientes se le ve triste y algo apocado. Los amigos no
saben bien que hacer con este “nuevo monótono”. Le siguen llamando monótono más
bien por costumbre. Convienen en apoyarlo y se reúnen algunas veces más de la
habitual cita anual, simplemente para acompañarse. Al cabo del tiempo se
acostumbran a ver a monótono solitario pero compuesto, que sigue con su vida
metódicamente, trabajando estoico. No le preguntan sobre su vida y escuchan con
apertura y templanza lo que él les cuenta sobre los hijos y la labor cotidiana.
Un par de años después del incidente
que interrumpiera la monotonía, el ritmo de las reuniones de los antiguos
compañeros vuelve a ser anual y fijo. Todos saben dónde y cuándo se volverán a
ver, a reír de los mismos recuerdos, a recuperar diálogos inconclusos desde
siempre. Monótono les acompaña, algo más callado, contemplando esas felicidades
que no llega a entender ni puede compartir del todo, pues la felicidad de un
hombre es siempre personal e intransferible, y dependerá de su disposición, su
situación y su circunstancia. La felicidad de monótono, lo sabemos, es esa
calma de la relación única e irrenunciable.
Un año, para sorpresa de todos,
monótono llega radiante, feliz, riendo para sí, muy contento. Luego de la
conversación de rigor donde más o menos se ponen al día los amigos con sus
cuestiones y vidas, alguien pregunta “¿Y por qué estás tan contento Monótono?”;
con una risa ahogada, baja, casi previendo la reacción del grupo, confidencia
“Es que estoy pololeando”; un segundo de meditado silencio da paso a las
expresiones de alegría compartida “¡Qué! Fantástico monótono, brindemos,
felicidades, qué bueno monótono! ¡Salud!”. Hasta que, de nuevo, alguien
pregunta “Y ¿Con quién? ¿Quién es tu polola? ¿La conocemos?” “Claro que la
conocen”, responde monótono sacando pecho “Estoy pololeando con mi ex”, y el
respetable monótono, jovial, vuelve a ser completo. Sus contertulios, amigos de
toda la vida, no pueden sino soltar carcajadas y apoyarlo, muy felices por el
amigo que ha recuperado su ser. Al cabo del brindis, claro, monótono es el
primero en irse de la comida “es que tengo una cita”, dice.
Inédito, 2013
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