A fuerza de proclamar que este año no se va a celebrar
oficialmente de ningún modo el medio siglo de su muerte, Louis-Ferdinand Céline
se ha llevado por fin la conmemoración más sonada. Y también la más
comprometida intelectualmente: no para él, claro, sino para nosotros sus
lectores. Porque la cuestión no es si Céline (es curioso que el afamado
misógino Destouches eligiera un seudónimo femenino para firmar sus libros, caso
infrecuente... como todo lo que le atañe) merece recibir homenajes, ya que
literariamente es difícil negárselos y humanamente es imposible rendírselos. Lo
inquietante es el estremecimiento que su obra produce en quienes la
frecuentamos y que nada tiene que ver con el acatamiento de su ideología
política o, más bien, de sus ideologías: pacifista hasta 1940, colaboracionista
antisemita después, inventor de una suerte de bufo "socialismo a la
francesa", etcétera. ¿Cómo podemos apreciarle tanto, sin dejar nunca de
detestarle?
Desde luego, no se trata de un problema moral. La
competencia profesional o la valía artística pueden darse en personas muy poco
recomendables... sin que dejemos de apreciarlas. A mí no me importa si el
piloto del avión en que viajo es buen padre de familia, me basta con estar
seguro de su pericia. Si no la tiene, ya puede ser santo que preferiré viajar
en tren. La moral no es universalmente exigible en todos los campos (como el
respeto a la legalidad), todo lo más resulta deseable. Quien se niega a leer a
Quevedo (cuya ideología no fue mejor que la de Céline), o rechaza El mercader de Venecia por antisemita y Otelo por apología de la violencia de
género es un filisteo, no un exquisito moralista. Pero lo grave es que las
abominables desmesuras raciales y políticas de Céline mantienen un torturado
parentesco con los rasgos que hacen su obra única e insustituible en la
literatura del siglo XX.
Lo más parecido a una poética que escribió Céline es Entrevistas con el profesor Y, una
obrita muy breve y llena de un regocijo feroz. Allí explica su hallazgo
fundamental, la invención de la prosa de la emoción, junto a la cual las demás
escrituras parecen inertes. Esa intensa vibración celiniana -sus famosos tres
puntos suspensivos, su permanente desbordamiento a la par cáustico y popular-
es la emoción ante la muerte, destinataria central de sus libros. Muerte de
cada uno de nosotros, por supuesto, pero también acabamiento de la sociedad, la
historia, la civilización. Para Céline, sin esa emoción no hay poesía y sin poesía
no hay verdaderos escritores, solo aquellos del tipo que desprecia, "un
tercio cerdo, un tercio gorila, un tercio chacal, nada más". La muerte es
la victoria del mal por excelencia, al que solo se enfrenta el verdadero arte,
estremecido en su total abandono. Philippe Muray, autor del mejor ensayo sobre
Céline (Ed. Gallimard), resume el combate: "Hacer arte con el Mal es el
gran arte, el único. Consiste en saber que el Mal no se liquida, como creen los
hombres de la antivisión política, sino que la obra es el único lugar donde el
Mal puede transformarse inversamente en Bien".
Todos detestaron en su día a Céline, por su nihilismo
que obstinadamente se niega a la pereza de la esperanza: todos, nazis,
resistentes, la buena y la mala gente. Él mismo lo dijo: "En el periodo
más rabioso de la historia de Francia, puedo enorgullecerme de haber logrado al
menos la unanimidad de los franceses en un punto: mi asesinato". No, no
habrá homenajes oficiales para él, ni ahora ni nunca. Se encargó de hacerlos
imposibles. Solo le corresponde uno, mínimo y salvaje, que Philippe Muray
condensó en la primera frase de su ensayo: "El nombre de Céline pertenece
a la literatura, es decir, a la historia de la libertad". El resto es
silencio.
en El País, 28 de junio de 2011
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