sábado, diciembre 10, 2011

“Vieja escuela”, de Tobias Wolff

Fragmento





Aquello no era más que un estremecimiento de aprensión y, aunque actué de acuerdo con él, no permití que ocupara mis pensamientos. Pero en realidad nunca me abandonó. Se convirtió en una sombra en la fe que yo tenía en el colegio. Por mucho que quisiera creer en su visión igualitaria de sí mismo, nunca me atreví a ponerla a prueba.

Otros chicos debían de haber tenido las mismas sensaciones. Puede que por eso tantos quisieran convertirse en escritores. Puede que les pareciera, como me ocurrió a mí, que ser escritor era huir de los problemas de sangre y clase. Los escritores formaban una sociedad propia ajena a las jerarquías habituales. Eso les daba un poder no conferido por una situación privilegiada: el poder de crear imágenes del sistema del que se mantenían aparte, y por ello juzgarlo.

Nunca había oído decir a nadie que un escritor tuviera ningún poder. Verdad, sí. Ingenio, comprensión, hasta valor; pero nunca poder. Habíamos hablado en clase de Pasternak y sus problemas, y de la larga historia de los escritores rusos encarcelados y ejecutados por no escribir lo que quería el Partido. César Augusto había mandado al querido Ovidio de nuestro profesor de latín al exilio. Y cuando el progresista señor Ramsey –él mismo rebotado de Inglaterra- quiso demostrarnos lo mezquinos que éramos todos, recordó lo poco hospitalaria que fue nuestra nación con Lolita, que él consideraba la más grande novela del siglo después del Ulises, ¡otra víctima de la grosera censura norteamericana!

Sin embargo, el efecto de todos esos relatos fue hacer que sintiera, no el poder del césar, sino su temor a Ovidio. Y por qué el césar iba a temer a Ovidio, si no fuera porque sabía que ni su divinidad ni todas sus legiones podrían protegerle de un buen verso.



en Vieja escuela, 2003














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