viernes, diciembre 23, 2011

"El Gatopardo", de Giuseppe Tomasi di Lampedusa

Fragmento




La calle descendía ahora en una ligera pendiente y se veía Palermo muy cerca y completamente a oscuras. Sus casas bajas y apretadas estaban oprimidas por las desmesuradas moles de los conventos. Había docenas, gigantescos todos, a menudo asociados en grupos de dos o tres, conventos para hombres y conventos para mujeres, conventos ricos y conventos pobres, conventos nobles y conventos plebeyos, conventos de jesuitas, de benedictinos, de franciscanos, de capuchinos, de carmelitas, de ligurinos, de agustinos... Descarnadas cúpulas de curvas inciertas, semejantes a senos vaciados de leche, elevábanse todavía más altas, y eran ellos, los conventos, los que conferían a la ciudad su oscuridad y su carácter, su decoro y, al mismo tiempo, el sentido de muerte que ni la frenética luz siciliana conseguía hacer desaparecer. Además, a aquella hora, en noche casi cerrada, se convertían en los déspotas del paisaje. Y, en realidad, se habían encendido contra ellos las hogueras de las montañas, atizadas, por lo demás, por hombres muy semejantes a los que vivían en los conventos, fanáticos como ellos, y, como ellos, ávidos de poder, es decir, como es costumbre, de ocio.
Ahora efectivamente la calle pasaba por entre los pequeños naranjos en flor, y el aroma nupcial del azahar lo anulaba todo como el plenilunio anula un paisaje: el olor de los caballos sudorosos, el olor del cuero de la tapicería del coche, el olor del príncipe y el olor del jesuita, todo quedaba cancelado por aquel perfume islámico que evocaba huríes y sensualidades de ultratumba.

También se conmovió el padre Pirrone.
—¡Qué hermoso país sería éste, excelencia, si...!

«Si no hubiese tantos jesuitas», pensó el príncipe, que con la voz del sacerdote había visto interrumpidos dulcísimos presagios. Y de pronto se arrepintió de la villanía no consumada, y con su gruesa mano dio un golpe en la teja de su viejo amigo.
—Dentro de un par de horas pasaré a recogerle, padre. Que tenga usted buenas oraciones.
Y el padre Pirrone llamó confuso a la puerta del convento, mientras el coupé se alejaba por las calles.

Dejado el coche en el palacio, el príncipe se dirigió a pie allí adonde estaba decidido a ir. La calle no era larga, pero el barrio tenía mala fama. Soldados con el equipo completo, lo que indicaba que se habían alejado furtivamente de las secciones que vivaqueaban en las plazas, salían con mortecinos ojos de las bajas casuchas en cuyos frágiles balcones una mata de albahaca daba cuenta de la facilidad con que habían entrado. Jovenzuelos siniestros de anchos calzones litigaban con ese bajo tono de voz de los sicilianos enfurecidos. De lejos llegaba el eco de los escopetazos que se les escapaban a los centinelas demasiado nerviosos. Atravesada esta zona, la calle costeó la Cala: en el viejo puerto pesquero las barcas se balanceaban semipodridas, con el desolado aspecto de los perros tiñosos.

«Soy un pecador, lo sé, doblemente pecador, ante la ley divina y ante el amor humano de Stella. No hay duda, y mañana me confesaré al padre Pirrone.»

Sonrió para sí pensando que acaso esto sería superfluo, tan seguro debía estar el jesuita de su culpa de hoy. Luego volvió a imponerse el espíritu de sutileza:
«Peco, es verdad, pero peco para no pecar más, para no continuar excitándome, para arrancarme esta espina carnal, para no ser arrastrado por mayores desgracias. Y esto lo sabe el Señor.»

Se sintió enternecido hacia sí mismo.

«Soy un pobre hombre débil — pensaba mientras su poderoso paso resonaba sobre el sucio empedrado —, soy débil y nadie me sostiene. ¡Stella! ¡Se dice pronto! El Señor sabe si la he querido: nos casamos hace veinte años. Pero ella es ahora demasiado despótica y demasiado vieja también.»

Le había desaparecido el sentido de la sensibilidad.

«Todavía soy un hombre vigoroso y ¿cómo puedo contentarme con una mujer que, en el lecho, se santigua antes de cada abrazo y luego, en los momentos de mayor emoción, no sabe decir otra cosa que "¡Jesús, Maria!"? Cuando nos casamos, cuando ella tenía dieciséis años, todo esto me exaltaba, pero ahora... He tenido con ella siete hijos y jamás le he visto el ombligo. ¿Esto es justo? — gritaba casi, excitado por su excéntrica angustia —. ¿Es justo? ¡Os lo pregunto a todos vosotros! — y se dirigía al portal de la Catena —. ¡La pecadora es ella!»

Este tranquilizador descubrimiento lo confortó, y llamó decididamente a la puerta de Mariannina.
A la mañana siguiente el sol iluminó al príncipe reanimado. Había tomado el café, y, envuelto en una bata roja florada en negro, afeitábase ante el espejo. «Bendicò» apoyaba la pesada cabezota sobre su zapatilla. Mientras se afeitaba la mejilla derecha, vio en el espejo, detrás de él, el rostro de un jovencito, una cara delgada, distinguida y con una expresión de temerosa burla. No se volvió y continuó afeitándose.
—Tancredi, ¿qué diablos hiciste anoche?
—Buenos días, tío. ¿Qué hice? Nada de nada: estuve con mis amigos. Una noche de santidad. No como cierta gente que conozco que estuvo divirtiéndose en Palermo.(…) Te vi con estos ojos en el puesto de guardia de Villa Airoldi mientras hablabas con el sargento. ¡Está bonito a tu edad! ¡Y en compañía de un reverendísimo! ¡Los viejos libertinos!

La verdad es que resultaba demasiado insolente. Creía poder permitírselo todo. A través de las estrechas fisuras de los párpados, los ojos de azul turbio, los ojos de su madre, sus mismos ojos, lo estaban mirando burlones. El príncipe se sintió ofendido. El chico no tenía realmente idea de la medida, pero él no se veía con ánimos para censurarlo. Por lo demás, tenía razón.
—¿Por qué vienes vestido de esta manera? ¿Qué pasa? ¿Un baile de máscaras por la mañana?

El muchacho se había puesto serio: su rostro triangular asumió una inesperada expresión viril.
—Me voy, tiazo, me voy dentro de una hora. He venido a decirte adiós.

El pobre Salina se sintió el corazón oprimido.
—¿Un duelo?
—Un tremendo duelo, tío. Un duelo con Franceschiello que Dios Guarde.[1] Me voy a la montaña, a Ficuzza. No se lo digas a nadie, sobre todo a Paolo. Se preparan grandes cosas, tío, y yo no quiero quedarme en casa. Además, me echarían mano en seguida si me quedara.

El príncipe tuvo una de sus acostumbradas visiones repentinas; una escena cruel de guerrillas, descargas de fusilería en el bosque, y su Tancredi por los suelos, con las tripas fuera como el desgraciado soldado.

—Estás loco, hijo mío. ¡Ir a mezclarte con esa gente! Son todos unos hampones y unos tramposos. Un Falconeri debe estar a nuestro lado, por el rey.

Los ojos volvieron a sonreír.

—Por el rey, es verdad, pero ¿por qué rey?

El muchacho tuvo uno de sus accesos de seriedad que lo hacían impenetrable y querido.
—Si allí no estamos también nosotros — añadió —, ésos te endilgan la república. Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie. ¿Me explico?

Un poco conmovido abrazó a su tío.

—Hasta pronto — dijo —. Volveré con la tricolor.

La retórica de los amigos había descolorido también un poco a su sobrino. Pero no, en aquella voz nasal había un acento que desmentía el énfasis. ¡Qué chico! Las tonterías y al mismo tiempo la negación de las tonterías. (…) El príncipe se levantó apresuradamente, se quitó la toalla del cuello y hurgó en un cajoncito.

—¡Tancredi, Tancredi, espera!

Echó a correr detrás del sobrino, le puso en el bolsillo un cartucho de onzas de oro y le apretó el hombro. El muchacho reía.

—Ahora ayudas a la revolución.








1958








[1] Francisco I de Nápoles, el monarca que Garibaldi destronó.









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