lunes, noviembre 14, 2011

«Signos de vida», de Carlos Almonte





…agazaparnos en el silencio primordial, en la beatitud inarticulada. 
Émile Cioran



Bajo el día, pienso en la señora de ojos pardos,
y el anciano temeroso de beber, de cantar,
de mecer la tumba de un amigo que no muere.
Camino por senderos increíblemente estrechos,
miro a los costados, los peñascos cuelgan
desde un suave filo de ternura;
el viento se hace aún más fuerte.

Llueve a ratos; sin saberlo, yo decido el resultado.
El cauce de los ríos se ennoblece sin la forma de antes,
sin la forma, a secas;
aunque, claro, el frente ilógico de los terrenos tiembla,
triza, sucumbe entre las hojas de un relato escrito a medias,
soñado a medias, invocado por completo.

Si deliro no podré saberlo, a menos que lo haga en fracciones breves
y el traspaso se produzca lenta, progresivamente.
Siento el aire congelado y la distancia,
esa soledad vacía que alegra y tranquiliza a ratos.

Si deliro no podré expresarlo, más que enumerando
el viento a ráfagas que aterriza velozmente sobre el párpado,
la lluvia que ha secado el agua de los ríos,
la montaña hierática, los sacrílegos corren de a manada,
quitándose las ropas, desgarrando pieles de quien caiga en el escape.
Miro hacia el oeste y revierto el canto de las aves.
La construcción ha desaparecido, las cenizas han volado ya,
el fuego borra hasta el designio más cercano.

Quito el manto y subo la montaña con la arena a las rodillas.
Pequeños roedores, zorros y lechuzas
representan el final de los caminos.
Me siento hacia el poniente mientras veo caer el sol,
ponerse rojo el cielo, desaparecer entre las nubes,
escuchar el llanto de una niña que soy yo,
correr hacia la cima en que se ubica;
sentarme junto a ella, junto a mí,
descubrir el miedo del pasado,
acariciarla, anestesiarla,
susurrarle en el oído,
ofrecerle compañía,
decirle que hay más gente ahí,
que nos salvamos, que la veré crecer, que velaré por ella,
que seremos una noche, o día-eternidad,
que alejaré a las alimañas que arremeten,
que vayamos hasta el agua y mojemos nuestros pies…

Quiero abrir el cielo para ella y depositar sus manos
junto al más feliz de los recuerdos.
Y me quedo ahí, pensando en esos años, cubriéndola,
bailando para verla sonreír,
acunándola al dormir.

Es la forma del espíritu cuando está más cerca de volver.
Es la forma de la vida,
cuando está más cerca del perfecto círculo.
Es la noche que comienza
y junto a ella dos mujeres se conocen.
Yo no duermo; ella sí.


 
en Inicio de umbrales, 2011 





Fotografía de Juan Carlos Villavicencio 







Desde el VI Encuentro Internacional de Poesía del Valle de Colchagua






















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