sábado, octubre 08, 2011

“La llamada del Kill Club”, de Gillian Flynn







1.- Libby Day

AHORA
Albergo la maldad en mi interior, tan real como un órgano más. Rájame la barriga y resbalará fuera, carnosa y oscura, y caerá al suelo para que puedas pisotearla. Es la sangre de los Day. Hay algo malo en ella. Nunca fui una niña buena, y me he vuelto peor después de los asesinatos. La Pequeña Huérfana Libby creció huraña y blandengue entre un puñado de parientes lejanos —primos segundos y tías abuelas— y amigos de amigos, viviendo en un sinfín de caravanas y granjas a lo largo y ancho de Kansas. Iba a la escuela con la ropa heredada de mi hermana muerta: camisetas con los sobacos amarillos como la mostaza. Pantalones con la culera demasiado ancha, cómicamente holgados, sujetos con un cinturón harapiento ceñido hasta el último agujero. En las fotos del colegio siempre aparezco con el cabello despeinado —con pasadores que cuelgan flojamente de un mechón de pelo, como si fueran objetos lanzados desde un avión que hubieran quedado atrapados entre lianas—, y siempre con unas abultadas bolsas debajo de los ojos, unos ojos de casera borracha. Quizás alguna vez con los labios curvados en una mueca de disgusto donde debería haber lucido una sonrisa. Quizá.

No fui una niña adorable, y con el tiempo me he convertido en una adulta profundamente desagradable. Pinta un cuadro de mi alma y te saldrá un garabato con colmillos.

* * *

Era un deprimente y lluvioso mes de marzo, y yo estaba tumbada en la cama pensando en suicidarme: una de mis aficiones preferidas. El ensueño de una tarde indolente: una escopeta, mi boca, un tiro, y mi cabeza rebotando, una, dos veces, sangre en la pared. Salpicaduras, charcos. «¿Ella quería ser enterrada o incinerada? —preguntaría la gente—. ¿Quién debería asistir al entierro?». Y nadie lo sabría. Todos, quienesquiera que fueran, simplemente se mirarían los zapatos o los hombros unos a otros hasta que se hiciera el silencio, y entonces alguien pondría una cafetera al fuego, enérgicamente, haciendo la cantidad justa de ruido. El café va fenomenal para las muertes súbitas.

Saqué un pie fuera de las sábanas, pero no fui capaz de bajarlo hasta el suelo. Estoy, sospecho, deprimida. Supongo que llevo deprimida veinticuatro años. Puedo sentir una versión mejor de mí misma en algún lugar de mi interior —oculta detrás del hígado o adherida a un trozo de bazo dentro de mi cuerpo achaparrado, infantil—, una Libby que me dice que me levante, que haga algo, que crezca, que me mueva. Pero suele ganar la maldad. Mi hermano masacró a mi familia cuando yo tenía siete años. Mi madre, mis dos hermanas, todas muertas: bang bang, crac crac, chas chas. Después de eso, ya nada tenía que hacer yo, nada se esperaba de mí.

Al cumplir los dieciocho heredé 321.374 dólares, procedentes de todos aquellos que quisieron ayudarme tras leer las noticias sobre mi triste historia, benefactores cuyos corazones me acompañaban en el sentimiento. Cada vez que oigo esa frase, y la oigo muy a menudo, imagino jugosos corazones con alas de pajarito revoloteando hacia alguna de las casas de mierda de mi infancia; yo de niña en la ventana, meciéndome y agarrando cada corazón luminoso, que deja caer sobre mí montones de billetes verdes. ¡Gracias, toneladas de gracias! Cuando aún era una niña, las donaciones eran depositadas en una cuenta bancada administrada de un modo muy conservador, cuyo saldo, por aquel entonces, aumentaba considerablemente cada tres o cuatro años aproximadamente, cada vez que algún noticiario de radio o revista se acordaba de mí. El Flamante Día de la Pequeña Libby: La Única Superviviente de la Masacre de la Pradera Cumple Diez Agridulces Añitos. (Yo, con unas coletas desaliñadas, sentada en la hierba, que apestaba a meados de comadreja, delante de la caravana de mi tía Diane, y ella, con sus pantorrillas como troncos de árbol y una extraña camiseta, posando en los escalones de la caravana, detrás de mí.) ¡Los Dulces Dieciséis Añitos de la Niña Valiente! (Yo, de nuevo en miniatura, la cara iluminada por las velas del cumpleaños, la camisa demasiado apretada sobre unos pechos que ese año ya habían llegado a la talla 110, un tamaño de cómic en mi cuerpo diminuto, ridículo, pornográfico).

Había vivido de ese dinero durante más de trece años, pero ya casi se había acabado. Tenía una reunión esa misma tarde para determinar exactamente en qué se había gastado. Una vez al año, el hombre que administraba el dinero, un impasible banquero de mejillas sonrosadas llamado Jim Jeffreys, insistía en llevarme a almorzar. La «comprobación», lo llamaba él. Comeríamos un menú de veinte dólares y hablaríamos sobre mi vida: él me conocía desde que era así de alta, después de todo, je, je. En cuanto a mí, no sabía casi nada de Jim Jeffreys, y nunca pregunté, porque yo veía esas citas con los ojos de una niña: sé cortés, pero lo justo, y lo conseguirás. Respuestas lacónicas, suspiros cansados. (Lo único que sospechaba de Jim Jeffreys era que debía de ser cristiano, un beato de iglesia: tenía la paciencia y el optimismo de quien cree que Jesús está siempre mirándolo). Yo no esperaba otra «comprobación» hasta ocho o nueve meses más tarde, pero él había insistido, dejando mensajes telefónicos con una voz seria, amortiguada, diciendo que había hecho todo lo posible por «alargar la vida de los fondos», pero que era momento de empezar a pensar en «los próximos pasos».

Y aquí apareció de nuevo la maldad: pensé inmediatamente en aquella otra muchacha del periódico, Jamie No-sé-qué, que había perdido a su familia el mismo año, 1985. Ella se había quemado parte de la cara en un incendio provocado por su padre que mató a todos los demás miembros de su familia. Cada vez que aporreo el cajero automático, pienso en esa tal Jamie, en cómo me robó la celebridad y en que, de no haber sido por ella, ahora yo tendría el doble de dinero. Esa Jamie No-sé-qué debía de estar ahora de compras en algún centro comercial con mi pasta, comprando maletines elegantes y joyas, y maquillándose en la pringosa sección de perfumería para alisarse la cara, lustrosa a causa de las cicatrices. Un pensamiento horrible, por supuesto. Eso, al menos, lo sabía.

Finalmente, finalmente, finalmente, logré salir de la cama con un gemido que sonó a efectos especiales y vagué por la parte delantera de mi casa. Había alquilado un pequeño bungalow de ladrillo en una ladera con más pequeños bungalows de ladrillo, todos plantados ilegalmente en un risco con vistas a los corrales de ganado de Kansas City. Kansas City, Missouri, no Kansas City, Kansas. Hay una diferencia.

Mi barrio, de tan olvidado, ni siquiera tiene nombre. Lo llaman Al Otro Lado del Camino. Es un lugar extraño, de segunda, lleno de callejones y excrementos de perro. Los otros bungalows están atestados de viejos que han vivido en ellos desde que fueron construidos. Los viejos se sientan, grises y fláccidos como budines, tras las ventanas, asomándose a todas horas. A veces caminan hasta sus automóviles de puntillas, trastabillando tan fatigosamente que me hacen sentir culpable, como si debiera ir a ayudarles. Pero eso no les gustaría. No son ancianos amables: son viejos mudos, viejos cabrones a los que no les gusta que yo sea su vecina, esa recien llegada. La zona entera apesta a desaprobación. Así que oigo el ruido de su desdén y el del perro flacucho y rojizo de dos puertas más abajo que ladra todo el día y aulla toda la noche, un ruido de fondo constante que no te das cuenta de que te está volviendo loca hasta que se detiene, sólo unos benditos instantes, para empezar de nuevo. El único sonido alegre del barrio suele llegar cuando estoy durmiendo: los arrullos matinales de los niños. Un tropel de ellos, de caras rechonchas y abrigados con muchas capas, caminando hacia alguna guardería escondida en el nido de ratas que son las calles que hay a mis espaldas, agarrados a una sección de la larga cuerda de la que tira un adulto. Todas las mañanas pasan, cual pingüinos, por delante de mi casa, pero nunca los he visto volver. Por lo que sé, trotan alrededor del mundo entero y vuelven a pasar frente a mi ventana a la mañana siguiente, puntualmente. En cualquier caso, me siento unida a esos pequeños. Hay tres niñas y un niño entre ellos, todos aficionados a las chaquetas rojas brillantes; cuando no los veo, porque me he quedado dormida, me siento triste. Tristísima. Ésa es la palabra que usaría mi madre, no una tan dramática como «deprimida». He estado tristísima durante veinticuatro años.





2010







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