sábado, julio 09, 2011

“Una mujer sin país”, de John Cheever







La vi aquella primavera en Campino, con el conde de Capra —el que lleva bigote—, entre la tercera carrera y la cuarta, bebiendo Campari junto a las pistas del hipódromo, con las montañas a lo lejos y, más allá de las montañas, una masa de nubes que en América hubieran significado una tormenta para la hora de cenar capaz de derribar árboles, pero que allí terminaría por quedarse en nada. Volví a verla en el Tennerhof de Kitzbühel, donde un francés cantaba canciones de vaqueros ante un público que incluía a la reina de Holanda; pero nunca la vi en las montañas, y no creo que esquiara; iba allí, al igual que tantos otros, para estar con la gente y participar en la animación. Más tarde la vi en el Lido, y de nuevo en Venecia algo después, una mañana en que yo iba en góndola a la estación y ella estaba sentada en la terraza de los Gritti, tomando café. La vi en la representación de la Pasión de Erl; no exactamente en la representación, sino en el mesón del pueblo, donde se suele comer aprovechando el intermedio, y la vi en la plaza de Siena con motivo del Palio, y aquel otoño en Treviso, cuando cogía el avión para Londres.

Exagero, pero todo esto podría ser verdad. Era una de esas personas que vagabundean incansablemente, y luego, noche tras noche, se van a la cama para soñar con bocadillos de beicon, lechuga y tomate. Aunque procedía de una pequeña ciudad industrial del norte donde se fabricaban cucharas de palo, uno de esos lugares solitarios de donde surge, paradójicamente, la sociedad internacional, eso no tuvo nada que ver con su vida errante. Su padre era el gerente de la fábrica, que pertenecía a la familia Tonkin: grandes propietarios, dueños de regiones enteras, por lo que la tramitación de su divorcio fue seguida con gran interés por los periódicos sensacionalistas; el joven Marchand Tonkin pasó un mes allí para adquirir práctica en los negocios, y se enamoró de Anne. Ella era una chica normal, dulce y modesta, por naturaleza —cualidades que nunca perdió—, y se casaron al cabo de un año. Aunque eran inmensamente ricos, Tonkin no amaban la ostentación, y la joven pareja vivió discretamente en un pequeño pueblo desde donde Marchand se trasladaba todos los días a Nueva York para trabajar en el despacho familiar. Tuvieron un hijo y vivieron una vida feliz y sin historia hasta una húmeda mañana del séptimo año de su matrimonio.

Marchand tenía una reunión en Nueva York y debía tomar el tren a primera hora de la mañana. Pensaba desayunar en la ciudad. Eran alrededor de las siete cuando se despidió de su mujer. Anne no se había vestido, y estaba echada en la cama cuando lo oyó pelearse con el motor del coche que solía usar para ir a la estación. Después oyó cómo se abría la puerta principal y la voz de su marido que la llamaba mientras subía la escalera. El coche no se ponía en marcha, ¿le importaría llevarlo a la estación en el Buick? No le daba tiempo a vestirse, de manera que Anne se echó una chaqueta por encima de los hombros y lo llevó a la estación. De medio cuerpo para arriba estaba correctamente vestida, pero de la chaqueta para abajo el camisón seguía siendo transparente. Marchand le dio un beso de despedida y le recomendó que se vistiera en seguida; Anne abandonó la estación, pero en el cruce de Alewives Lane y Hill Street se quedó sin gasolina.

Como se hallaba delante de la casa de los Bearden, pensó que podrían proporcionarle un poco de gasolina, o, al menos, prestarle un abrigo. Tocó el claxon una y otra vez hasta darse cuenta de que los Bearden estaban de vacaciones en Nassau. Todo lo que podía hacer era esperar en el coche, prácticamente desnuda, a que alguna compasiva ama de casa pasara por allí y se ofreciera a ayudarla. Mary Pym fue la primera, y aunque Anne la saludó con la mano, pareció no darse cuenta. Después pasó Julia Weed, que llevaba a Francis al tren a toda velocidad, pero que iba demasiado de prisa para fijarse en nada. A continuación cruzó por allí Jack Burden, el libertino del pueblo, y sin que nadie lo llamara, pareció sentirse magnéticamente atraído hacia el automóvil. Se detuvo y preguntó si podía ayudar en algo. Anne se trasladó a su coche —¿qué otra cosa podría haber hecho?—, pensaba en lady Godiva y en santa Águeda. Lo peor de todo fue que no acababa de despertarse: de cruzar la distancia entre las sombras del sueño y la luz del día. Y era un día sin luz, sombrío y opresivo, como el ambiente de una pesadilla. El sendero hasta su casa quedaba oculto desde la carretera gracias a unos cuantos arbustos, y cuando Anne se apeó del coche y le dio las gracias a Jack Burden, él la siguió escalones arriba y se aprovechó de ella en el vestíbulo, donde fueron descubiertos por Marchand cuando volvió en busca de su cartera.

Marchand abandonó la casa en aquel mismo momento, y Anne nunca volvió a verlo. Murió de un ataque cardíaco diez días después en un hotel de Nueva York. Sus suegros fueron a los tribunales para solicitar la custodia del niño, y durante el juicio, Anne —en su inocencia— cometió la equivocación de echarle la culpa de su extravío a la humedad. Las revistas sensacionalistas lo sacaron a relucir —NO FUI YO; FUE LA HUMEDAD—, y aquello se extendió por todo el país. Inventaron una canción que se hizo muy popular, y, dondequiera que iba, parecía que Anne estaba condenada a escucharla:

&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp La pobrecita Isabel
&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp nunca besaba a un doncel
&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp si faltaba la humedad,
&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp pero si estaba nublado,
&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp no se podía contener,
&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp convertida en un tornado...

A mitad de juicio, Anne retiró sus demandas, se puso unas gafas de sol y se embarcó de incógnito para Génova, catalogada como persona indeseable por una sociedad que sólo parecía capaz de suavizar su puritanismo con un procaz sentido del humor.

No le faltaba dinero, claro está —sus sufrimientos eran sólo espirituales—, pero la habían herido, y sus recuerdos eran amargos. Por lo que sabía de la vida, Anne tenía derecho al perdón, pero no se lo habían concedido, y su propio país, al recordarlo desde el otro lado del Atlántico, parecía haber dictado contra ella una sentencia salvaje y poco realista. Se la había utilizado como cabeza de turco; se la había puesto en ridículo, y precisamente porque su pureza de corazón era auténtica, estaba profundamente ofendida. Basaba su expatriación en razones morales más que culturales. Al interpretar el papel de europea, quería expresar su desaprobación por lo que había pasado en su país. Vagabundeó por toda Europa, pero finalmente compró una villa en Tavola-Calda y pasaba allí por lo menos la mitad del año. Aprendió italiano, así como todos los sonidos guturales y gestos de manos que acompañan al idioma. En el sillón del dentista decía ¡ay!, en lugar de ¡au!, y podía espantar a un abejorro de su vaso de vino con gran elegancia. Se sentía muy dueña de su expatriación —su territorio personal, conseguido con grandes sufrimientos—, y la irritaba oír a otros extranjeros hablando italiano. Su villa era encantadora; los ruiseñores cantaban en los robles, las fuentes susurraban en el jardín, y ella, desde la terraza más alta, con el cabello teñido del peculiar tono bronceado que estaba de moda en Roma aquel año, saludaba a sus huéspedes: «Bentornati. Quanto piacere!», pero la escena no era nunca del todo perfecta.

Parecía una reproducción, con las leves imperfecciones que se encuentran en las ampliaciones: una disminución de calidad. El resultado no era tanto que estuviera de verdad en Italia como que se había marchado completamente de Estados Unidos.

Anne pasaba gran parte del tiempo con gente que, como ella, aseguraban ser víctimas de una atmósfera moral represiva y raquítica. Sus corazones estaban en los muelles de los puertos, siempre escapándose de casa. Anne había pagado su continua movilidad con cierta dosis de soledad. El grupo de amigos que esperaba encontrar en Wiesbaden desapareció sin dejar ninguna dirección. Los buscó en Heidelberg y en Munich, pero no consiguió encontrarlos. Las invitaciones de boda y los partes meteorológicos («La nieve cubre el nordeste de Estados Unidos») le producían una terrible nostalgia. Siguió perfeccionando su interpretación del papel de europea, y, aunque sus logros eran admirables, no dejaba de tener una especie de alergia a las críticas, y detestaba que la confundiesen con una turista. Un día, al final de la temporada en Venecia, tomó el tren en dirección al sur, y llegó a Roma en una calurosa tarde de setiembre. La mayor parte de los habitantes de la Ciudad Eterna estaban durmiendo, y el único signo de vida eran los autobuses de los turistas rechinando cansadamente por las calles, como si fueran una pieza básica en el funcionamiento de la ciudad, igual que el alcantarillado o la conducción de la luz. Le dio el talón del equipaje a un mozo y le describió sus maletas en un excelente italiano, pero él no se dejó engañar y murmuró algo acerca de los norteamericanos. ¡Eran tantos! Esto irritó a Anne, que replicó con aspereza:

—Yo no soy norteamericana.
—Disculpe, signora —dijo el otro—. ¿De qué país es usted, entonces?
—Soy griega —respondió.

La enormidad, la tragedia de su mentira fue un terrible golpe para ella. «¿Qué he hecho?», se preguntó a sí misma con incredulidad. Su pasaporte era tan verde como la hierba, y viajaba bajo la protección del Gran Sello de Estados Unidos. ¿Qué la había impulsado a mentir sobre una faceta tan importante de su identidad?

Tomó un taxi par a ir a un hotel de Via Veneto, mandó subir las maletas a la habitación, y se dirigió al bar para beber algo. No había más que un norteamericano: un hombre de cabellos blancos con un audífono. Estaba solo y parecía sentirse solo; finalmente se volvió hacia la mesa donde se encontraba Anne y le preguntó muy cortésmente si era estadounidense.

—Sí.
—¿Cómo es que habla italiano?
—Vivo aquí.
—Me llamo Stebbins —dijo él—. Charlie Stebbins, de Filadelfia.
—Encantada —dijo ella—. ¿De qué parte de Filadelfia?
—Bueno; nací en Filadelfia —dijo él—, pero no he vuelto allí desde hace cuarenta años. Mi verdadero hogar es Shoshone, en California. Lo llaman la puerta del valle de la Muerte. Mi mujer era de Londres. Londres en el estado de Arkansas, ja, ja. Mi hija se educó en seis estados de la Unión: California, Washington, Nevada, Dakota del Sur y del Norte y Louisiana. Mi mujer murió el año pasado, y decidí que tenía que ver un poco de mundo.

Las barras y las estrellas parecían materializarse en el aire por encima de la cabeza del señor Stebbins, y Anne se dio cuenta de que en Norteamérica las hojas estaban cambiando de color.

—¿Qué ciudades ha visitado? —le preguntó.
—¿Sabe? Es un poco cómico, pero no lo sé demasiado bien. Una agencia de California planeó el viaje y me dijeron que iba a hacerlo con un grupo de norteamericanos, pero tan pronto como llegué a alta mar descubrí que viajaba solo. No volveré a hacerlo nunca. En ocasiones me paso días enteros sin oír hablar a nadie en un inglés de Estados Unidos decente. Fíjese que algunas veces me siento en la habitación y hablo conmigo mismo por el placer de escuchar norteamericano. No sé si me creerá, pero tomé un autobús de Frankfurt a Munich, y no había nadie allí que supiera una palabra de inglés. Después tomé otro autobús de Munich a Innsbruck, y tampoco había nadie que hablara inglés. Luego otro de Innsbruck a Venecia y tres cuartos de lo mismo, hasta que se subieron unos norteamericanos en Cortina. Pero de los hoteles no tengo ninguna queja. Normalmente hablan inglés en los hoteles, y he estado en algunos francamente buenos.

A Anne le pareció que aquel desconocido, sentado en un taburete de un sótano romano, había conseguido redimir a su país. Un halo de timidez y de hombría de bien parecía rodearlo. En la radio, la emisora de las fuerzas armadas de Verona lanzaba a las ondas los compases de Stardust.

—Eso es Stardust —señaló el norteamericano—. Aunque supongo que ya habrá reconocido la canción. La escribió un amigo mío, Hoagy Carmichael. Sólo con esa pieza gana todos los años seis o siete mil dólares de derechos de autor. Es un buen amigo mío. No lo he visto nunca, pero nos escribimos. Quizá le parezca extraño tener un amigo al que no se ha visto nunca, pero Hoagy es realmente amigo mío.

A Anne le pareció que sus palabras eran mucho más melodiosas y expresivas que la música. El orden de las frases, su aparente falta de sentido, el ritmo con que habían sido pronunciadas le parecieron como la música de su propio país y se vio andando, todavía muchacha, junto a los montones de serrín de la fábrica de cucharas, camino de la casa de su mejor amiga. A veces, por las tardes, tenía que esperar en el paso a nivel, porque iba a cruzar por allí un tren de mercancías. Primero se oía un sonido a lo lejos, como de un huracán, y después un trueno metálico, el ruido de las ruedas. El tren de mercancías cruzaba a toda velocidad, como un rayo. Pero leer los carteles de los vagones solía emocionarla; no es que le hicieran imaginarse maravillosas posibilidades al final del trayecto: tan sólo la grandeza de su propio país, como si los estados de la Unión —estados trigueros, estados petrolíferos, estados ricos en carbón, estados marítimos— se deslizaran por la vía muy cerca de donde ella se había parado, y desde donde leía Southern Pacific, Baltimore & Ohio, Nickel Plate, New York Central, Great Western, Rock Island, Santa Fe, Lackawanna, Pennsylvania, para ir después perdiéndose paulatinamente a lo lejos.

—No llore, mujer—dijo el señor Stebbins—. No llore.

Había llegado el momento de volver a casa, y Anne cogió un avión para París aquella misma noche; al día siguiente tomó otro con destino a Idlewild. Temblaba de nerviosismo mucho antes de que vieran tierra. Volvía a casa, volvía a casa. El corazón se le subió a la garganta. ¡Qué oscura y qué reconfortante parecía el agua del Atlántico después de aquellos años en el extranjero! A la luz del amanecer, desfilaron bajo el ala derecha del avión las islas con nombres indios, e incluso llegaron a entusiasmarla las casas de Long Island, colocadas como los hierros de una parrilla. Dieron una vuelta sobre el aeropuerto y aterrizaron. Anne tenía pensado buscar una cafetería allí mismo, y pedir un sándwich de beicon, lechuga y tomate. Agarró con fuerza su paraguas (parisino), y su bolso (sienés), y esperó su turno para abandonar el avión, pero cuando estaba bajando la escalerilla, antes incluso de tocar con los zapatos (romanos) su tierra nativa, oyó cantar a un mecánico que trabajaba en un DC-7 muy cerca de allí:

&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp La pobrecita Isabel
&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp&nbsp nunca besaba a un doncel...
No llegó a salir del aeropuerto. Tomó el siguiente avión para Orly y se reunió con los cientos, con los miles de norteamericanos que circulaban por Europa, alegres o tristes, como si realmente fueran gentes sin un país. Se los ve doblar una esquina en Innsbruck, en grupos de treinta, y esfumarse. Llenan un puente de Venecia, e inmediatamente ya se han ido. Se los oye pidiendo ketchup en un refugio del macizo Central por encima de las nubes, y se los ve curioseando entre las cuevas submarinas, con sus gafas y sus aparatos para respirar, en las aguas transparentes de Porto San Stefano. Anne pasó el otoño en París. También estuvo en Kitzbühel. Se trasladó a Roma para los concursos de equitación, y fue a Siena para ver el Palio. Seguía viajando sin descanso, soñando siempre con sándwiches de beicon, lechuga y tomate.




en Relatos 2, 2006











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