viernes, agosto 13, 2010

«Poeta en Puerto Aguirre», de León Ocqueteaux



(1937-2009)


Al amanecer el poeta despierta,
y lee «me alimento de la carne del buey y del agua de los torrentes».
Yo no puedo decir así como tú, viejo Walt.
Afuera se desperezan los primeros pájaros del mar.
El viento WE sacude la pequeña casa de madera;
y se escucha el trepidar de los motores de las lanchas.
Sí. El alba fría. Los últimos ebrios resbalan
sobre las callejuelas de caracoles muertos
y su ruido quebradizo me recuerda un verso de Blaise Cendrars.
El viejo Azócar escucha a Joan Báez y maldice contra el mal tiempo
            que vendrá.
Por la ventana, se ven tres tordos en las ramas heladas
            del único ciruelo del puerto;
y tú piensas en la leyenda de la felicidad.
Tu hijo quiere conocer al abuelo que acaba de morir:
«En la bodega de la vieja casa el morral cuelga vacío.
¿Quién cazará ahora los choroyes y torcazas?
Mi pobre padre ha muerto…».
Acaricio tu cabellera de algas amarillas
y te repito otra vez, unido a ti como el remo al bote.
Dulce como una abeja.
Quieres pintar el mar con el color de las olas.
Una noche de tormenta, hace ya más de veinte años,
Pablo de Rokha estuvo aquí comiendo choros zapato
con don Carlos Alvarado cuando era estafeta de Correos,
y escuchó las historias del pirata Ñancupel.
Algún día visitarás la Cueva de los Siete Esqueletos.
Nunca aprendiste a jugar truco.
Los peces se arquean en el agua como caballos de mar
            o ramas de árboles.
El día huye en la punta de los campanarios.
Puerto Aguirre en un lanchón cargado de congrios y róbalos,
es un caiquén ahumado servido en el boliche de don Thelmo,
es el olor del ciprés de las Guaitecas recién cortado,
es Bill Barnes, el «Aventurero del Aire», vuelto a leer
            treinta años después,
es el licor de murtas preparado por doña Hilda Gutiérrez,
y es también la Isla Pejerrey, divisada apenas una mañana
            de neblina.
Las islas del frente, te recuerdan Esmeraldas,
en donde un dieciocho estuviste solo en la plaza,
con una botella de vino, y los Salmos de Cardenal en el bolsillo.
En una fotografía apareces con sombrero y una manta de Castilla,
junto a la verja derruida del Cementerio Antiguo.
En la pared, un cuero de chingue estacado en cruz,
y un verso escrito con carbón: «Y la luz vino a pesar de los puñales…».
Sí. Siempre he de ir tomado
de tu mano viejo Walt Whitman.





en Revista Trapananda, N°5, Aysén, 1985















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